Los armiños papales

La segunda Roma, Constantinopla, refinó los lujos hasta el delirio. En un momento en que la capital de la cristiandad es un villorrio abandonado y ruinoso, el Papa crea un senado con los presbíteros de la ciudad, origen de los cardenales, y toma el papel de los emperadores. Alguien tiene que gobernar y él es el jefe universal de la Iglesia. Empieza una época muy triste del Papado, pero Roma sobrevive y se engrandece lentamente. Como símbolos de su jerarquía retoma los lujos imperiales romano-persas. Ya he escrito en otras ocasiones cómo con sencillez aparente se resaltan las jerarquías actuales, porque el pueblo no quiere ser mandado por un cualquiera, que es como él y viste como él. Debe tener acceso a tejidos, pieles, tintes de púrpura, sedas, que el pueblo admira y le sirve de lección estética y de ejemplo. Lean a Marvin Harris y me ahorro escribir otra vez sobre lo mismo. Harris se reedita constantemente.
El Papa tiene autoridad para sustituir el armiño por conejo blanco, pero también es un animal, o por pieles sintéticas, cuya obtención atenta contra el medio ambiente, y guardar en museos las vestiduras lujosas. Pero nada cambia. El concilio Vaticano II quitó la silla gestatoria y los abanos egipcios. ¿Quién cuida de que no se deshagan las plumas de los abanos? ¿Quién cuida de los armiños vivos y muertos, de los zorros blancos plateados y de las martas? Dense una vuelta los ecologistas del mundo por las granjas avícolas, por los mataderos industriales, por las fábricas de choped y hamburguesas y déjense de hipocresías y sacaperras. Vayan a los países pobres del mundo, que son casi todos, para decirles que no coman carne de perro, ni de culebras, ni de cigarrones, ni de hormigas y, mucho menos, de caballo. Son unos ingenuos que necesitan una razón para vivir. Son pocos, pero vociferan y parecen muchos, y tendrán un tapado de armiño escondido en sus armarios.
Francisco Bejarano (Diario de Jerez)