P. Álvaro Corcuera, el último adiós

Guillermo Gazanini Espinoza / CACM. 02 de julio.- Llegó a su fin la existencia de un hombre que afrontó el dolor con esperanza cristiana. Durante tres días, la capilla ardiente de la Universidad Anáhuac vio pasar a Legionarios y miembros del Regnum Christi, amigos y sacerdotes de la Congregación para tributar sus respetos y un último adiós que deja lecciones importantes en la renovación de los Legionarios de Cristo y del Movimiento Regnum Christi. Dicen que la forma es fondo y hasta en los detalles puede darse cuenta de esta separación para no ensuciar la memoria del sacerdote sucesor del fundador en la dirección de la Congregación. Con mesura y las palabras bien escogidas, la biografía en el sitio oficial sólo recoge su trayectoria eclesiástica, títulos académicos y cargos de responsabilidad; el nombre del predecesor no aparece ni una vez haciendo sólo una tímida referencia al enunciar que el P. Álvaro Corcuera hizo frente a la “crisis institucional que sufrió la Legión de Cristo y el Movimiento Regnum Christi después de conocer el estilo de vida que llevó el fundador.”
Y hay cosas significativas, cuidadosamente observadas. Una capilla ardiente en un recinto educativo dice mucho para anunciar un caminar distinto. La Universidad, por definición, es un espacio donde confluyen las ideas, es apertura, diálogo y escucha. En las universidades hay lugar para el pensamiento crítico y los consensos. El cuerpo de un sacerdote reposó en un espacio que pretende ser el sitio del renacimiento, no sólo intelectual, también de la vitalidad de una Congregación. La privacidad de una capilla fue suplida por el signo de apertura a una comunidad universitaria entera y no sólo para los sacerdotes, seminaristas y laicos de la Congregación; agradecer a un hombre y separarlo del padre pecador quien, en el lecho de la muerte y rodeado por unos cuantos legionarios y consagrados, murió en un país ajeno a la fundación, en una residencia lejos de lo sacro y envuelto en lo profano, bajo la sospecha y la prohibición pública para ejercer la potestad sacerdotal.
No sólo la universidad es un signo, también el lugar de la sepultura. Generalmente cualquier Orden o Congregación, por más humilde, tiene un recinto único y dedicado a sus fundadores y primeros discípulos que, progresivamente, se transforma en el panteón donde encontrarán la resurrección. Cotija fue un lugar de peregrinación, ahí están los restos de Marcial Maciel y su madre, de los primeros discípulos de una obra que emergió entre las dificultades y fue boyante. Era la Meca del culto, sitio hierofánico, fuente de eventuales reliquias, de exhumaciones de los restos de quienes pudieron aspirar al reconocimiento de los altares, declarados santos por el magisterio; la muerte de Álvaro Corcuera fue el deslinde de las raíces cotijanas, sea por su voluntad expresa o por determinación de la Congregación. Descansará en un panteón civil, en tierrasanta administrada por seculares, entre los despojos mortales de virtuosos, héroes y pecadores, con una lápida que inscriba el epitafio leído por infieles y creyentes, un lugar donde el tiempo pasa, donde la ingratitud socava la memoria y derrumba monumentos, pero también de tributos bajo la sencilla rosa del doliente agradecido por la vida del que se fue.
Dicen que la historia no se repite, pero tiene rimas. El 30 de junio se celebra la memoria de san Marcial, obispo de Limoges, un santo pastor que, según las leyendas y relatos hagiográficos, realizó milagros en los primeros siglos del cristianismo. Ese día murió un hombre unido a otro Marcial no santo y causante de dolor, escándalo y tribulación. Paradojas de la historia que no quisieran desligar a Álvaro Corcuera del infausto Marcial Maciel; sin embargo puede ser una advertencia para no olvidar, tener memoria e identidad y vencer las tentaciones del orgullo, la autosuficiencia, el despotismo, de la eficiencia por encima de la caridad, de la autoridad ejercida con desprecio hacia los pequeños, del pecado y la hipocresía reconociendo sencillamente el testimonio de un hombre sufriente que enfrentó la humillación y el mal causado por Mon Père.
Quizá en esos designios de la Providencia, en el día de san Marcial, fecha del tránsito de Álvaro Corcuera, Dios nos recuerda la necesidad del perdón y advierte del mal latente en la Iglesia, de las lágrimas de dolor, la impotencia y desolación provocado por un lobo vestido con piel de oveja. Y ahora, en su realidad santa, abre el tribunal donde todo es transparente y nada puede ser oculto, para que el Dios de la Vida juzgue a un cristiano y sacerdote tenido por bondadoso y agradecido.
Descanse en paz, Álvaro Corcuera, LC.