¿Guardianes de la laicidad?




Guillermo Gazanini Espinoza / 26 de enero.- ¿Quién favorece la laicidad? ¿Quién resguarda al laicismo? A primera vista parecen lo mismo, pero no tienen igual significado. Algunos especialistas en cuestiones sociales y religiosas hacen ver a la opinión pública que ambos conceptos pueden usarse a manera de sinónimos, con un resultado idéntico. Laicidad y laicismo son diferentes, mientras uno procura las relaciones de cooperación entre el estado y las iglesias, el otro trata de imponer una ideología de Estado por el que se quiere reducir el fenómeno religioso y la actividad de las agrupaciones confesionales a su mínima expresión, es decir, a lo que “les toca”, las cosas espirituales y no los negocios de este mundo. Éste último es el que prevalece en la discusión actual, el que se quiere elevar a nivel constitucional para ser una nota característica de la República mexicana.

Existen muchos que, desde su autoridad reconocida, opinan en nombre de la laicidad y de la democracia. Columnas, artículos y conferencias de estos especialistas advierten a la opinión pública sobre los peligros de una Iglesia que se mete en cosas civiles. Alzan su voz para pregonar que la Iglesia católica vuelve por sus fueros y que el Estado laico se encuentra en peligro debido a la actuación del clero ávido de poder que influye en las decisiones de la clase política. Los centinelas del laicismo hacen uso de la tribuna pública y amenazan, ley en mano, con quitar toda personalidad jurídica a las agrupaciones religiosas que se atrevan a opinar sobre asuntos electorales, sociales y morales.

Procuro leer las opiniones del señor Bernardo Barranco en La Jornada. El 20 de enero, ese diario publicó “El cardenal y Dios contra el orden social” donde calificó al arzobispo primado de México de “ayatola de la intransigencia religiosa” al citar los dichos del purpurado que afirman la primacía de la ley natural sobre el derecho positivo: “Tales posicionamientos –dice el especialista- colocan al prelado como “un ayatola de la intransigencia religiosa y de certezas absolutas, de tal suerte que la discusión sobre los matrimonios gays y las adopciones, punto central del debate, en momentos ha pasado a segundo plano”, cancelando cualquier posibilidad de diálogo.

En esa misma publicación, Bernardo Barranco no vacila en colocar al Primado de México como un “actor teocrático que intenta someter la racionalidad política y jurídica del país a principios religiosos”. Tal aseveración conduciría a polémicas serias. Llamar actor teocrático al arzobispo no tiene sustento. Que se sepa, el cardenal no ha llamado a la construcción de un estado donde el derecho divino sea el fundamento último del derecho positivo, ni se ha sentado en la silla de la infalibilidad porque cree recibir para sí mismo los dictados de Dios y ordenarlos a la comunidad. Ahora, ¿desde cuándo podemos decir que la racionalidad jurídica y política se somete a los principios religiosos? Si nos plantamos en la delicada situación que vive México, en cualquier ámbito, parece ser que la política se muestra irracional y lo jurídico está rebasado por lo político. El analista en cuestión quiere orientar la opinión del lector, de una forma muy tendenciosa, para decirle qué es lo auténticamente racional: Si se trata de la defensa de los derechos de las minorías, entonces es racional; si se apela al Evangelio y a la Ley natural, es irracional. Si hablamos de matrimonios gay y adopciones toleradas a las parejas homosexuales, entonces es racional; sin embargo, si un clérigo o laico, levanta su voz en contra, se le califica de irracional. Si se defiende el derecho de las mujeres para decidir sobre su cuerpo, entonces es racional; si se trata de argumentar a favor de la vida humana, será irracional.

La izquierda mexicana fue factor esencial en el cambio que México vio para dejar atrás el autoritarismo, todos recordamos quiénes fueron esos protagonistas que llevaron al país a otro estilo de vida en su vocación por la democracia. Y actualmente los analistas han reconocido la vergüenza que representa una izquierda, la del Partido de la Revolución Democrática, que se muestra incoherente, amenazador, dividido, fragmentado, fanático, intolerante, irracional, irrespetuoso y debilitado. Hasta donde hemos conocido, la Iglesia no ha cancelado la discusión, más bien el PRD se ha valido de la mentira para rebajar el diálogo a niveles precarios.

Y tiene razón el arzobispo primado en lanzar un comunicado relativo a las relaciones con ese partido. Si no hay condiciones mínimas de respeto hacia su investidura, ¿cómo se podría tratar con estas personas que no tienen la elemental educación y raciocinio para entrar en la discusión de los temas que preocupan a millones de mexicanos? ¿Cómo procurar el diálogo cuando los diputados de ese partido “guardianes y defensores del estado laico” lanzan diatribas al clero de la Iglesia mexicana y contra el Santo Padre Benedicto XVI? Dicen que su nivel es apasionado por las convicciones que defienden, pero su discurso afirma más la visceralidad que la lógica.

La diputada Enoé Margarita Uranga Muñoz es un ejemplo… el 8 de diciembre pasado, subió a la máxima tribuna de la nación, de forma decidida, para hacer defensa y gala de su preferencia sexual… muy bien, usa ese privilegio para alzar la bandera de su causa; tal vez lo que menos importe a los electores es conocer la preferencia sexual de la legisladora, eso es cosa suya; sin embargo, nuestro juicio no puede quedar pasivo cuando su discurso coloca al Papa Ratzinger como quien “no tiene el pudor en confesar que fue integrante de las juventudes nazis” o cuando grita, tal vez por ignorancia, que la Iglesia católica es “autodecretada (sic) en fomentar y alimentar el atraso y la desinformación colectiva; la misma Iglesia gestora a lo largo de 20 siglos de guerras sangrientas, crímenes de Estado y el retraso científico y cultural de la humanidad…” Y aquí concedo razón en el dicho de Bernardo Barranco cuando afirma que “las declaraciones y los posicionamientos acostumbrados, a manera de ritual litúrgico, han mostrado la falta de conceptualización y la pobreza argumentativa de los diferentes protagonistas”; efectivamente, la argumentación paupérrima de una legisladora que usa la tribuna para afirmar su “culpabilidad” por ser dueña -según su dicho- de su muy soberano cuerpo y de su muy laico placer, expone el estado en el que se encuentran los representantes perredistas, el del fanatismo ideológico. Quienes se dicen laicistas tolerantes son ahora los arreligiosos intolerantes.

Bernardo Barranco pone de manifiesto un “modelo medieval” que no puede ser compatible con la modernidad laica, y dice: “En la antigüedad y en la Edad Media los ordenamientos religiosos eran el sustento básico de las normas de la sociedad; de ahí que los códigos éticos y las nociones cardinales de la moral eran claramente confesionales. La identidad societaria era esencialmente religiosa; el carácter divino de las leyes, además de hacerlas irrefutables, las volvía obligatorias tanto para el individuo como para la comunidad; su cumplimiento convierte al sujeto en virtuoso merecedor de premios o, por el contrario, de castigos”.

Nadie ha querido regresar a un modelo medieval donde la religión le dé dictados a la razón. Es ridículo pensar eso, nuestra mentalidad y forma de ser no lo aceptarían y, como bien sabemos, la Iglesia católica se ha movido en el camino del diálogo con el mundo y en el mundo, a pesar de que el mundo la acusa de ser monolítica, obstáculo insalvable, fardo pesado y estorbo que hay que desechar. Los clérigos contemporáneos, en donde está el arzobispo de México, se han formado en una mentalidad posconciliar que tiene claro cuál es el papel de la Iglesia; pero el diálogo y la apertura no significa ir a la imposición para que el otro se amolde al pensamiento de la Iglesia y de ello tiene la experiencia que no se remonta sólo al Concilio Vaticano II, sino al Evangelio mismo. La aceptación de la verdad es libre en un acto de fe genuino que cada persona hace en su interior, lo que le llevará a adoptar una conducta que sea coherente con lo que ha creído. Lo lamentable es que la modernidad vive en el juego del quid pro quo en el que quiere meter a la Iglesia. No es medieval defender la naturaleza de la vida humana, no es medieval defender la dignidad de la persona humana, no es medieval decir a la autoridad que fue puesta en el poder, de forma legítima, que está legislado leyes injustas y atentatorias de la naturaleza humana. En el quid pro quo del secularismo, la Iglesia no está dispuesta a participar, ni se dejará amedrentar con las amenazas de la suspensión del registro como asociación religiosa, no se trata de poner en la mesa de las negociaciones los principios del Evangelio y de la moral perenne para dar gusto a la ideología del laicismo.

Bernardo Barranco afirma, “Ahora, lo que flota en el ánimo de la discusión es la búsqueda de fórmulas que permitan la convivencia entre la religión y la política. Dicho de otra manera: si los principios católicos y la política parecieran ser irreconciliables, más bien lo importante a saber es si la democracia podrá ser compatible y coexistir con una religión que ambiciona dirigir la política y a la clase política, como en la Edad Media o en los actuales integrismos islámicos”. Es la misma historia que los laicistas beligerantes argumentan para decir que la Iglesia está ansiosa de poder y fueros. Es de extrañar que, a pesar de ser especialistas en temas religiosos, no se preocupen por revisar y argumentar con las mismas palabras que los obispos han dicho al respecto. Es una exageración afirmar que la Iglesia ambiciona gobernar como en los “actuales integrismos islámicos”, ¿sabrá verdaderamente a qué se refiere? Los fanáticos han realizado actos eliminando miles de vidas; los integristas llevan al tribunal teocrático a los pensadores críticos para condenarlos al silencio, a la mutilación, a la infamia y las penas degradantes. En la discusión que nos ocupa, no he sido testigo de que los obispos hayan llamado a la yihad para ir contra los homosexuales, lesbianas o abortistas. Nadie en el episcopado mexicano ha llamado a desconocer la forma de gobierno, cosa que otros en la izquierda sí han hecho.

Monseñor Felipe Arizmendi Esquivel, obispo de San Cristóbal de Las Casas, ha sido un defensor reconocido de la laicidad y de las relaciones de cooperación entre el Estado y las Iglesias. Al respecto, sobre el poder político, afirmó en su reflexión semanal del 13 de agosto de 2008: “No teman políticos y legisladores, gobernantes y analistas sociales; los sacerdotes y Obispos no pretendemos arrebatarles su lugar, su poder, sus prerrogativas. No ambicionamos ser gobernadores, diputados, senadores o presidentes. Esa no es nuestra tarea. Y cuando suceden casos como el de Paraguay, la autoridad suprema de la Iglesia busca alguna solución posible, la reducción al estado laical, para que no se confundan los papeles. Cada quien hagamos lo que nos corresponde, y todos luchemos por la justicia, la paz y la fraternidad”.
Más claro no puede ser. Nadie habla de iglesias aliadas al poder ni de curas en los puestos de representación popular, ni de guerras santas, ni de control religioso de políticos; por lo menos los pensadores católicos no estiman fundarse en la armadura de la intolerancia y buscar, por todos los medios, la cruzada que lleve a la conformación de los partidos confesionales que quedaron atrás en la historia.

Dice Barranco que “Norberto tiene genes cristeros… heredados de uno de sus maestros, el ultraconservador y controvertido obispo de Durango, Antonio López Aviña”. Por lo que sé, el obispo López Aviña fue un personaje destacado y controvertido, sí… Recordado como jerarca solidario, humilde y sabio, gran defensor de la Iglesia y de la vida que supo ser profeta anunciado y denunciando. ¿Es ultraconservador haberse pronunciado por la vida humana? ¿De qué otra forma lo podía haber hecho? Hay que situarnos en la realidad histórica. En aquel tiempo la Iglesia se vio perseguida violentamente, la reacción de esta persecución fue un levantamiento armado. Y parece ser que, desde nuestra atalaya, estamos viendo a los sublevados en nombre de Cristo Rey como una bola de fanáticos e ignorantes, cuando el movimiento tuvo pensadores notables. Y es exagerado lo que dice el analista a continuación: “Ése es quizás el modelo que Rivera evoca imprudentemente atrayendo las posturas de las gestas cristeras que llegan a cimbrar peligrosamente el sistema político mexicano”. ¿La denuncia de leyes injustas, corrupción, componendas, violación a los derechos civiles y ciudadanos es una postura que puede cimbrar al sistema político mexicano? El arzobispo de México no ha sido imprudente. Culpable sería si hubiera hecho caso omiso de los manejos peligrosos de la democracia que hace el PRD con su mayoría en la Asamblea Legislativa. Un silencio sí hubiera sido imprudente porque estaría aceptado estas reformas que, desde el debate en la Asamblea, estuvieron viciadas. ¿Es imprudente llamar a la clase política para recordarles que han sido puestos en el poder para lograr el bien común? Recordemos las palabras del “imprudente” arzobispo de México, el 22 de junio de 2009: La política es el uso del poder legítimo para la consecución del bien común de la sociedad. Bien común que abarca el conjunto de aquellas condiciones de la vida social con las que los hombres, familias y asociaciones pueden lograr más plena y fácilmente su perfección propia (Gaudium et Spes,74). La actividad política debe realizarse con espíritu de servicio, es una verdadera vocación que dignifica a quien la ejerce, concretamente en el gobierno, en el establecimiento de las leyes y en la administración pública en sus diversos ámbitos.

La búsqueda de poder político y riqueza económica por encima de cualquier referencia a otros valores éticos, lleva a buscar el beneficio personal o de grupo. Por eso vemos el insoportable escándalo de las sociedades opulentas del mundo de hoy, donde los ricos se hacen más ricos y los pobres son cada vez más pobres.” Esto sí debería cimbrar al sistema político mexicano.

El debate en el que se encuentre la sociedad mexicana deriva en una pregunta que el especialista hace al creyente de a pie: “¿El Estado puede ser legítimo al poseer una moral laica que prescinda de Dios?” Esto podría generar otra discusión interesante; sin embargo es claro que el Estado mexicano es legítimo porque se ha construido desde las instituciones que hacen posible su continuación en la historia. La crisis es la de representatividad de la clase política y el Estado mexicano será legítimo a medida de que los representantes populares logren llevar la voz de las mayorías y no al revés, que las mayorías legislativas sólo beneficien a la minoría.

El laicismo necesitará de sus centinelas y mercenarios voraces que blandirán las espadas de la ideología para amedrentar a las religiones y agrupaciones; la laicidad tiene su guardián en toda la sociedad civil que sabe bien lo que implica: el diálogo, la tolerancia y el reconocimiento de que las iglesias tienen mucho que aportar a la vida democrática de México. Como afirmó el cardenal Rivera Carrera el 22 de junio de 2008 en Catedral: Nuestro estado es un estado laico, que reclama la clara separación y respeto entre las realidades temporales y las realidades religiosas. La verdadera laicidad es la que escucha la razón, no la que se deja llevar por la sinrazón de una imposición de tipo político. Si se rechazan los dogmas religiosos, ¿se deben aceptar los dogmatismos ideológicos? El evangelio de hoy nos reclama a no negar la verdad, porque para nosotros sería negar a Cristo. En eso la palabra del Señor es tajante: el que me niegue delante de los hombres yo le negaré delante de mi padre que está en los cielos".

blog.sursumcorda@gmail.com
Volver arriba