Papa Francisco: el gran cambio… y el que no hizo

Quaestio aetatis

Creer que el Espíritu Santo dirige la Iglesia forma parte de nuestra fe. Y creer que lo hace contando con los hombres y a pesar de los hombres, es parte de nuestra experiencia.

En este sentido, mi impresión es que la reforma más importante realizada en estos años por el Papa Francisco ha sido la que deriva de la sinodalidad de la Iglesia. Muy vinculada a la tradición eclesial, las congregaciones religiosas -al menos tal como la pensaban muchos fundadores-, las primeras experiencias de los cristianos y el sentido de la comunión y la espiritualidad de comunión.

Si se continúa desarrollando el camino iniciado, teniendo claro que se trata de discernir la voz del Espíritu Santo como pueblo de Dios reunido en su nombre (no de votar juntos asambleariamente), se podría considerar la culmen del Concilio Vaticano II. Y, posiblemente, el inicio de una nueva etapa en el camino ecuménico.

Pero esto supone profundizar en el sentido de esta sinodalidad, afianzarla con la experiencia y consolidarla con la generación de un corpus canónico que evite por el momento tanto desviaciones como retrocesos. Esto último parecería urgente ante las amenazas sobre todo del sector de los retrocesos y los miedos, en el que sorprendentemente alguna mente otrora lúcida es utilizada para decir que “sinodalidad” no está en la tradición eclesial (alucinante). Pero las urgencias son peligrosas: la consolidación necesita ampliar la experiencia y la reflexión sobre la misma… también sinodalmente.

Si la sinodalidad me parece la gran reforma y es el camino (sí… “el”) de la Iglesia en el Espíritu, hay sin embargo un discernimiento que pone complicadas las cosas a la libertad del Espíritu, al menos lo parece: la elección del papa.

No me refiero a quiénes tienen que elegirlo, que es otro asunto, sino a los criterios y particularmente el de la edad que, al parecer de muchos -electores incluidos- pesa demasiado.

Suelen considerarse los “mayores” como más seguros: estarán menos tiempo y pueden ser de transición (incluso si la historia desmiente esto último). Lo cierto es que cuando mucha gente se jubila porque humanamente está ya en “una cierta edad”, se considera que es demasiado joven para ser Papa. Se teme un gobierno excesivamente largo.

El Papa Francisco legisló para reducir gobiernos en las instituciones, sobre todo laicales. Pero no lo hizo respecto al principal gobierno de la Iglesia. Y el caso es que la edad está siendo planteada como problema en gran parte al crecer la esperanza de vida y, sobre todo, al ser una responsabilidad asumida hasta la muerte. Esto último también por el problema de tener un Papa y otro emérito.

Creo que es un problema real con esas dos caras: el miedo a elegir alguien “joven” con más capacidad y fuerza y el miedo a tener dos referencias papales vivas.

Y por eso me planteo algunas preguntas: ¿Por qué los obispos tienen que presentar su renuncia a los 75 años y los cardenales electores a los 80? ¿No es precisamente Papa el que es obispo de Roma? Sí hay diferencias, pero es tan humano y limitado como los demás y los argumentos planteados en las reformas que llevaron a obligar a la renuncia son semejantes.

¿No podría el nuevo Papa -sin necesidad de cantar la marsellesa- estudiar una norma por la cual todos los papas a los 80 años presenten su renuncia al colegio de Cardenales (o una selección de los mismos) que la estudien y acepten o bien que la pospongan dos años…? Y, en consecuencia ¿no se podría confeccionar un “Estatuto del Papa emérito” que salve en lo posible tanto los miedos como los problemas reales que esta figura puede crear?

Por supuesto que podría legislarse de otro modo, pero la alternativa a no afrontar un problema que es real, es su persitencia o su agravamiento. No se resuelve con un canon que confronta la incapacidad porque solo se aplica cuando esta es demasiado notoria… y demasiado tarde.

Veremos.

Volver arriba