Grande, en el reino de la Iglesia, es aquel que vive la santidad

Dice Monseñor Romero:  “Hermanos, yo quisiera que subrayáramos mucho esta gran enseñanza, porque la Iglesia no está en la tierra para privilegios, para apoyarse en el poder y la riqueza, para congraciarse con los grandes del mundo.  La Iglesia no está ni siquiera para erigir grandes templos materiales o monumentos.  La Iglesia no está la tierra para enseñar sabiduría de la tierra.  La Iglesia es el reino de Dios que nos está dando precisamente esto: la filiación divina. Grande, en el reino de la Iglesia, es aquel que vive la santidad. Grande es aquel que, como Salomón, puede sentir su corazón muy sabio y muy unido con Dios.  Grande solamente es el hombre o la mujer que se hacen, por su arrepentimiento, por su conversión, verdaderos hijos de Dios y pueden participar en la alegría de sus sacramentos, en la felicidad que solamente gozan las almas que han conservado su inocencia o, si la han perdido, la han recuperado por la penitencia.  Felicidad solamente la tiene el santo.  Solamente es libre el verdadero santo. Solamente es libre el que no le tiene miedo a las cosas de la  tierra, porque solo tiene un temor: perder la amistad de Dios.  Y conservar esa amistad de Dios es su tesoro único. Le salen sobrando todas las otras amistades cuando Dios le dice: “ Tú eres mi amigo, tú eres mi hijo, tú estás destinado, como coheredero con Cristo, para poseer mi reino, mi felicidad. Yo mismo – le dijo a su amigo Abraham – yo seré tu recompensa.”

En este párrafo Monseñor Romero menciona primero unas grandes tentaciones y errores históricos de la iglesia.  No duda en tocar llagas y darle nombre:   recibir privilegios de parte de familias ricas y gobiernos de turno;  apoyar sus actividades y proyectos en el poder y la riqueza;   “Congraciarse con los grandes del mundo”.  Su objetivo no es construir monumentos ni  “erigir grandes templos materiales”,  ni ser especialista en “la sabiduría de la tierra”.   A lo largo de la historia de la Iglesia (tanto local como a nivel mundial) no pocas veces se ha caído en esas tentaciones cometiendo así graves errores y a la vez imposibilitando su misión principal.   Por supuesto han habido muchos testimonios de resistencia ante esas tentaciones, de entrega al Evangelio y de servicio a las y los pobres.  En la Iglesia tendríamos que hacer mucho más esfuerzo por rescatar esos testimonios (muchas veces silenciosos) de fidelidad. 

Luego nos recuerda que la misión de la Iglesia – signo e instrumento del Reino – es anunciar la “filiación divina”, proclamar que somos llamados a vivir como hijos/as de Dios.  Esto significa tanto vivir con el corazón muy unido al Dios de Jesús, la relación de amistad de Dios, como el servicio amoroso a quienes nos rodean y especialmente a las personas vulnerables y heridas.  Amar a Dios y amar al prójimo son inseparables.  Conservar esa amistad con Dios, ese amor entre hijo/a y Dios (Madre – Padre) es “el tesoro único” del cristiano/a.  De ahí no teme “las cosas de la tierra” y  está consciente que Dios es el Buen Padre que nos espera, que perdona y vuelve a abrazarnos.  “Felicidad solamente la tiene el santo.  Solamente es libre el verdadero santo. Solamente es libre el que no le tiene miedo a las cosas de la  tierra, porque solo tiene un temor: perder la amistad de Dios.” 

Cuando Monseñor Romero habla de la santidad y del santo, siempre nos preguntamos cómo se ha manifestado esa santidad en su propia vida.  Creo que esas frases en letras cursivas reflejan su propia vivencia y a la vez su ministerio episcopal.  Para él “las cosas de la tierra” no eran importantes en su propia vida.  Ni poder ni riqueza eran de su interés.  Su búsqueda constante de serle fiel a Dios y – por eso – serle fiel al pueblo que sufre, era más importante que amistades con los que tienen poder y riqueza, más importante que una casa de lujo, …    Creo que él vivía lo que predicaba: vivir conscientemente esa filiación divina, vivir como hijo de Dios.  Recuerdo que en el texto oficial de la beatificación de Monseñor Romero se le llama “Padre de los pobres”, que es un nombre que tradicionalmente se ha dado al Espíritu Santo. 

En el texto que comentamos aparece también la llamada al arrepentimiento y la conversión.  Esa amistad con Dios, esa intimidad con Dios exige cuido y revisión para poder conservarla.  La vida de Jesús es nuestro modelo de vida de Hijo de Dios.  Su vida es espejo para valorar nuestra amistad con Dios.  Seguramente nos hemos encontrado con creyentes que han vivido (o que viven) de manera ejemplar ese seguimiento a Jesús, tanto en su relación con el Padre como con los hermanos/as.  Algunos han sido declarados beatos o santos.  Otros son mártires. Pero la mayoría de esos creyentes ejemplares han sido testigos de Jesús en silencio.  Ahí encontraron la felicidad.  Ellos/as siguen siendo los beduinos[1] en el desierto que nos gritan por donde ir y por donde no.  No debemos caer en el extremo de idealizarlos como perfectos en todos los aspectos de la vida y de su caminar como creyentes.  Al conocerlos mejor sabemos que también han tenido que luchar por vencer las tentaciones.  Tuvieron que cuestionarse a la luz del Evangelio y la Palabra de Dios.  Tuvieron que convertirse y rectificar.   Recordar esas experiencias de testigos de la fe nos hace ver cómo esos hermanos/as han logrado ser amigos de Dios, como han vivido como hijos de Dios y  por eso, hermanos/as de las/los demás, especialmente de las/los “pobres”.   Nos dirán que sí es posible y seguirán animándonos en el camino de la fe.  Jesús es “el camino, la verdad y la vida”.  Ellos son nuestros “beduinos”. 

El arzobispo Romero añade como los “verdaderos hijos de Dios pueden participar en la alegría de sus sacramentos”.   Difícilmente se vive “la alegría” de la eucaristía si en la vida diaria no se esfuerza por vivir la “filiación divina” y la fraternidad humana.   Reconocemos a Cristo presente en la eucaristía si en la vida diaria partimos y compartimos, si cargamos la cruz de los/las demás, si amamos, si vivimos para “servir” (y no para dejarnos servir).  Comemos su Cuerpo y bebemos su Sangre para que nosotros/as seamos su Cuerpo en la vida diaria, en la historia concreta que nos toca vivir. 

Queremos cerrar esta reflexión con el ejemplo de fe de “Padre Damián[2]” a partir de dos pequeñas citas de sus cartas.   Hacerse un hermano de los leprosos y vivir la fuerza de la eucaristía eran los dos lados su camino de fe.  Como hijo de Dios se hizo hermano de ellos.  “Sin embargo, me hago leproso con los leprosos, cuando predico me dirijo a ellos como 'Nosotros los leprosos'.”  (carta del 25.11.1873).  “Confío plenamente en la Santa Providencia y encuentro mi consuelo en el único amigo que no me abandona, nuestro santo Redentor en la santa Eucaristía.” (carta del 26.11.1885).

Monseñor Romero nos recuerda que grande en la Iglesia – sacramento del Reino de Dios – es aquel que vive la santidad, que vive como hijo/a de Dios y por eso como hermano/a prójimo/a de otros/as, especialmente de las y los “pobres”.  No tengamos miedo para arriesgarnos a ese camino de Jesús. 

Reflexión para domingo 30 de julio de 2023.    Para la reflexión de este día hemos tomado una cita de la homilía  durante la eucaristía del 17 domingo ordinario, ciclo A , del  30 de julio de 1978.  Homilías, Monseñor Oscar A Romero, Tomo III,  Ciclo A, UCA editores, San Salvador, p. 132-133

[1] Es una expresión de Monseñor Romero al referirse al Padre Alfonso Navarro, sacerdote diocesano asesinado el 11 de mayo de 1977.

[2] El 10 de mayo de 1873 llegó el misionero flamenco donde los leprosos en Kalaupapa en la Isla Molokai, Hawái.  Murió por causa de lepra, junto con sus “hermanos/as”.   En 2009 fue reconocido como Santo en la Iglesia católica.      Para informarse más acerca de su vida, un primer paso puede ser:    https://es.wikipedia.org/wiki/Dami%C3%A1n_de_Molokai

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