De la mano del capellán Adrián Huerta Un Templo Expiatorio para curar dolores y miserias

(Guillermo Gazanini, corresponsal en México).- Al ambular por la Calzada de Guadalupe, uno no deja de sentir admiración por el monumento al fondo de la avenida; el recinto que, por casi trescientos años, protegió el ayate de San Juan Diego donde quedó impresa la imagen de Santa María de Guadalupe.

Y es más impresionante conocer la historia del edificio religioso a donde peregrinan miles y miles en busca de consuelo y paz. Ahí no se encuentra la sagrada imagen, pero el pueblo sencillo camina ansiando refugio. En sus piedras hay un viaje en el tiempo y espiritualidad de México mutando tras el paso de los siglos, siempre buscando la luz y protección del Padre de Nuestro Señor Jesucristo por mediación de la Bienaventurada Virgen María de Guadalupe.

La Antigua Basílica de Guadalupe fue consagrada el 1 de mayo de 1709, obra del arquitecto Pedro de Arrieta. El 25 de febrero de 1725, Benedicto XIII concedió el título de Villa a los alrededores del templo parroquial elevándolo a la dignidad de Colegiata cuyo Cabildo entró en funciones hasta 1750. De manera singular, no pueden quedar de lado los magnos festejos por la coronación pontificia, privilegio dado por el Papa León XIII, el 12 de octubre de 1895, que trajo consigo la remoción y embellecimiento de la Colegiata bajo la dirección del Siervo de Dios, José Antonio Plancarte y Labastida (1840-1898). En 1904, San Pío X elevó la Colegiata a la dignidad de Basílica; en 1910, el Papa Sarto declaró a la Virgen de Guadalupe como Celestial Patrona de América Latina.

El esplendor de la Basílica de Guadalupe seguiría mientras transcurría el siglo XX. Pío XI, en tiempos de tribulación y persecución contra la Iglesia mexicana, realizó la solemne coronación de la Virgen en Roma y extendió su patrocinio a las Filipinas. En 1966, Paulo VI dio una Rosa de Oro. Transmitió, por ese regalo, el invaluable amor del Papa a México, un reconocimiento merecido a la fe de los mexicanos, premio por su ternura y devoción a la Madre del Cielo. Diría del pueblo mexicano que "en horas de prueba y dolor, los nombres de Cristo Rey y de María de Guadalupe han templado la fibra católica de un pueblo que no ha retrocedido ante heroísmos impuestos por la fidelidad al Evangelio". El recinto guadalupano fue testigo de la fiesta litúrgica más importante realizada, en ese tiempo, en toda la Iberoamérica.

El esplendor del templo regio vino a menos cuando el 12 de octubre de 1976, el moderno recinto de Basílica de Guadalupe acogió la sagrada imagen clausurando la Antigua ya que el paso del tiempo y el caprichoso terreno ponían en riesgo la seguridad de los fieles iniciando costosos trabajos de ingeniería para mantenerlo en pie; sin embargo, no podía permanecer bajo el polvo y oscuridad. Gracias a la intuición pastoral del Cardenal Norberto Rivera Carrera, el barroco templo volvió a la vida en mayo de 2000 después de intricadas obras para destinarlo un fin más sublime que el de ser el monumento turístico carcomido y derruido por el tiempo, por la indiferencia de sus clérigos y la estulticia de la modernidad.

Desde el inicio del tercer milenio, por voluntad del Pastor de la Arquidiócesis de México, el Pueblo santo de Dios goza de un lugar de recogimiento, expiación y penitencia, sitio digno de culto ininterrumpido al Santísimo Sacramento del altar para hacer pinza perfecta entre la veneración a la Madre de los Cielos y la adoración agradecida a Su Hijo bajo las especies del pan y del vino.

La rehabilitación del Santuario fue como la de un cuerpo fracturado y necesitado de cuidados esmerados para cumplir con los deseos del Cardenal Arzobispo Primado de México. Durante quince años hubo obras y proyectos, pero no debía seguir prolongándose el propósito para consumar al lugar como recinto de reconciliación y misericordia. Además de turístico, debería ser fuente que emanara perdón, un sitio místico para descubrir la Otredad, el lugar donde está presente Cristo, el Salvador, quien reconcilia todas las cosas con Dios.

Continuando con la tarea infatigable de los grandes abades de Guadalupe, el actual capellán, el padre Adrián Huerta Mora, tiene un sentido del deber sacerdotal como quien resguarda un gran tesoro en vasijas preciosas. Esa recipiente es el Templo Expiatorio de Cristo Rey el cual, poco a poco, adquiere un rostro espiritual, amable y humano donde el sacerdote es el administrador de la Casa, da la bienvenida, consuela, acompaña y fortalece a los débiles y caídos quienes llegan desde el desierto del secularismo y el anonimato propios de la gran Ciudad y del mundo ansioso de liviandad.

No es exagerado decir que el nuevo capellán, desde el pasado 31 de enero, quiere realizar, de forma radical, la misión encargada por su auténtico y legítimo superior, el sucesor de Fray Juan de Zumárraga y Custodio de la Tilma de Juan Diego, el Arzobispo Primado. Con pocos recursos, adeudos increíbles, oposiciones inauditas y hasta pueriles arrebatos canonjiales, consigue reanimar el sentido de Expiación para cambiar el rostro de Antigua Basílica a través de cosas mínimas, pero importantes en la vida de esta Iglesia.

Restaurar confesionarios y mobiliarios destruidos y olvidados que deberían ser de uso frecuente por sacerdotes y peregrinos, remozamiento y limpieza de techos y mosaicos, reanimación de campanas y reloj monumental callados y dormidos por décadas, van unidos con la continua presencia del solitario sacerdote que todos los días, durante horas y horas, se postra ante el Santísimo Sacramento abriendo las intenciones y plegarias, quizá miles, de los peregrinos en sus manos. Sólo él conoce los sentimientos, anhelos y necesidades de las almas cuyo último y efectivo recurso es la oración del sacerdote portando el yugo suave dado por Cristo para ser puente entre Dios y su Iglesia.

No sólo es la contemplación ante el Santísimo, el joven sacerdote sabe que el contacto directo con los demás es necesario, como lo hizo Cristo cuando tomó de la mano al necesitado. Bendiciendo, imponiendo las manos y abrazando, cada peregrino se lleva en el corazón un tesoro que nadie podrá arrebatarles: el amor sacerdotal haciendo posible la cercanía misericordiosa de Dios, una nueva visión de la existencia, que cualquier cosa, por más imposible a los ojos de los hombres, es posible para el Creador de todo si tan sólo se tiene un poco de fe.

El celo del padre Adrián Huerta es el de todo sacerdote preocupado por la instauración de todas las cosas en Cristo. Devolver la dignidad al Templo expiatorio implica despojarlo de las cadenas que lo sometieron para hacerlo fuente de riquezas y mundanas conveniencias, de canonjías y prebendas clericales más que pastorales. El sentido de la Expiación pasa por la liberación de este templo aniquilando el burocratismo religioso que hizo de la fe una franca empresa religiosa de camarillas tonsuradas.

En el Templo Expiatorio de Cristo Rey se quiere hacer notar al Pueblo de Dios que la fragilidad de la naturaleza humana tocada por el pecado no está exenta de la Reconciliación que puede encontrarse todos los días en el Santuario para celebrar en la tierra la misericordia divina, hacer fiesta en el Cielo y actualizar las promesas de la Virgen de Guadalupe al macehual santo de Cuautitlán:

"Yo soy la perfecta siempre Virgen Santa María, Madre del Verdaderísimo Dios por quien se vive... Mucho deseo que aquí me levanten mi Casita sagrada en donde lo mostraré, lo ensalzaré al ponerlo de manifiesto: Lo daré a las gentes en todo mi amor personal, en mi mirada compasiva, en mi auxilio, en mi salvación. Porque yo, en verdad, soy vuestra Madre compasiva, tuya y de todos los hombres... los que me clamen, los que me busquen, los que en mi confíen porque allí escuchare su llanto, su tristeza, para remediar, para curar todas sus diferentes penas, sus miserias, sus dolores..."

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