LA DEVOLUCIÓN A CATALUÑA DEL RÉGIMEN AUTONÓMICO

TESTIMONIO EN PRIMERA PERSONA DE SANTIAGO MUÑOZ MACHADO

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« La devolución a Cataluña del régimen autonómico, que se instauró por primera vez durante la II República y perdió con la Guerra Civil, se simbolizó con la aparición en el balcón principal del Palacio de la Generalitat en Barcelona del Presidente en el exilio, Muy Honorable Señor Josep Tarradellas, que representó su retorno como una pacífica conquista del pueblo. «Ja sóc aquí», dijo, rasgando un segundo el emocionado griterío de la multitud llegada a la plaza para celebrarlo.
Aquella jornada, tan vibrante y memorable, fue el final de una intensa negociación conducente al regreso del Presidente y el restablecimiento provisional de la Generalitat de Cataluña formalizado en un escueto Real Decreto-Ley de 29 de septiembre de 1977, que estableció la regulación básica de su organización y funcionamiento.
Enseguida se constituyó una Comisión Mixta de transferencia de competencias a la Generalitat provisional, integrada paritariamente por representantes de la misma y del Estado. El propio Tarradellas presidió durante algunas sesiones de la Comisión y yo mismo, por entonces un joven funcionario técnico de la Presidencia del Gobierno, fui designado secretario, lo que me atribuyó la emocionante responsabilidad de redactar los primeros borradores de acuerdos y reales decretos de transferencias.
Recuerdo de las comunicaciones y relaciones directas con Tarradellas, en aquellos meses, su horror a la improvisación y precipitación. Recibí en alguna ocasión su indicación de que no me dejara llevar por las prisas y presiones para que se aceleraran las transferencias. Lo importante para él no era acumular competencias administrativas sino afianzar la situación y consolidar un poder efectivo. No quería repetir, ni por asomo, ninguno de los errores de sus predecesores en el cargo. El de Macià, cuando, nada más asumir el Gobierno de Cataluña, publicó el 14 de abril de 1931 un Manifiesto en el que proclamaba la «República catalana» y animaba a la inmediata creación de una «Confederación de pueblos ibéricos». El Gobierno del Estado le hizo rectificar enseguida. Tampoco la desmesura de Companys cuando declaró, el 6 de octubre de 1934, el «Estado catalán de la República federal española», con manifiesta desconsideración hacia la Constitución vigente.
El movimiento descentralizador del período de la Transición no se paró, sin embargo, en las restauraciones de los regímenes autonómicos periféricos, sino que avanzó muy activamente en la implantación en todo el territorio del Estado de autogobiernos regionales que se denominaron «preautonomías» en cuanto que avanzaban un modelo de organización que la inmediata Constitución habría de ratificar y ampliar.
Así como las raíces de la restauración de la Generalitat y las negociaciones habidas para hacerla efectiva fueron bastante explícitas, la expansión a todo el territorio del Estado de los regímenes provisionales de autonomía regional o «preautonomías» cobró enseguida un impulso imparable sin que hubiera razones históricas que lo avalasen ni tampoco reclamaciones populares que lo incitasen. Fue la consecuencia de una política diseñada por el Gobierno, que se ejecutó mediante negociaciones con los líderes nacionales y territoriales de los partidos políticos más representativos.
Aunque la estructura política y administrativa interna de las Preautonomías no era muy diferente de la establecida para la Generalitat, no había entonces ningún designio político que condujera a que la autonomía hubiera de ser reconocida de manera uniforme e igual a todos los territorios que formaban el Estado. Estuvo presente en estas acciones preconstitucionales la idea política de que la descentralización era un modelo organizativo inevitable y generalmente deseado, pero la opción no comprendía la equiparación de todas las formas territoriales de autogobierno.
Por esta razón, los constituyentes actuaron con muy pocos condicionamientos acerca de cómo aplicar la descentralización. Con excepción de las regiones que llegaron a tener Estatutos de autonomía aprobados mientras duró la II República, en las que parecía seguir viva, con diferente intensidad, la reclamación de un régimen de autogobierno parejo al contemplado en la Constitución de 1931, las demás regiones no expresaron nunca su adhesión a fórmulas organizativas específicas.
Sin embargo, la Constitución de 1978, por razones que nunca se explicaron con detalle en los escuetos debates sobre el proyecto, optó por utilizar, como herramientas principales para la organización territorial del Estado, las mismas empleadas en 1931 y, sobre todo, entregó la función de disponer sobre la organización, régimen y competencias de las futuras Comunidades Autónomas a un instrumento normativo singular, invento genuino de la Constitución republicana y sin parangón entonces en ningún sistema federal o asimilable del mundo: el Estatuto de autonomía.
Como en aquella otra ocasión histórica, la Constitución de 1978 no se decantó por establecer directamente en su texto cuáles serían las regiones o nacionalidades con regímenes de autonomía y el grado de autogobierno o diferencias entre ellas, sino que asumió la alternativa de que el acceso a fórmulas de autogobierno sólo se produjera a instancia de las provincias interesadas, lo que posibilitaba que en una parte del Estado se establecieran Comunidades Autónomas mientras que otros territorios o provincias se mantuvieran sometidos a la disciplina de la antigua centralización. El modelo de Estado resultante podía, en efecto, estar compuesto totalmente por territorios autónomos, de modo semejante a una federación, o sólo parcialmente. Para esta alternativa, considerada expresamente por los padres de la Constitución de 1931, no existía siquiera una denominación conocida, por lo que aquéllos se inventaron un concepto: «Estado integral». Esta noción, manejada por Jiménez de Asúa en el debate, pasó al artículo primero del texto constitucional: «La República constituye un Estado integral compatible con la autonomía de los Municipios y las Regiones».
Se aceptó la herencia en la Constitución de 1978 de esta peculiar fórmula, aunque sin repetir su nombre bautismal. La transformación del Estado dependería, por tanto, de la aprobación de normas secundarias, que volvieron a recibir la denominación de «Estatutos de autonomía», en los que, a iniciativa de cada territorio interesado, se fijarían las instituciones y atribuciones de la correspondiente Comunidad Autónoma.
Esta elección fue un evidente error técnico, no percibido entonces, pero manifiesto desde poco después de que los Estatutos de autonomía empezaran a aprobarse. Puede decirse, sin ningún riesgo de error, que en las deficiencias de los Estatutos como normas en que pueda fundarse la organización de un Estado federal o autonómico radica, en muy buena medida, la crisis constitucional que ahora padecemos.
Así lo sostengo porque el Estatuto de autonomía, copiado en 1978 del texto constitucional de 1931, es un tipo de norma singularísimo que se forjó, de manera ciertamente improvisada, para resolver la cuestión de la autonomía de Cataluña, y que no tenía sentido que se convirtiera en un instrumento repetidamente utilizado por el resto de las regiones españolas. »
FUENTE: Texto de Santiago Muñoz Machado: "Informe sobre España: Repensar el Estado o destruirlo »: II El error originario. Grupo Planeta. Édition du Kindle, 2018.
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