¿Descenderá la Iglesia de su pirámide institucional, de su primacía clerical, de su preferencia por lo ritual para integrarse en la vivencia de lo evangélico? LA  ENIGMÁTICA  DESESCALADA  ECLESIAL

Del  medieval marco clerical al evangélico nuevo marco sinodal

Piadosas nostalgias, fervores frustrados, devociones insatisfechas… Iglesias cerradas, profusas misas virtuales, afligidos funerales solitarios, sacramentos congelados, confesionarios  ociosos, bancos superfluos… Así veíamos a la Iglesia cultual en el periodo de mayor virulencia de la pandemia. Y ya, por fin, aunque con las debidas cautelas prescritas, las puertas de los templos han descerrajado su confinamiento y esa apertura ha abierto también nuevas expectativas: abordar con esfuerzo y valentía la delicadísima tarea de recuperación, la pretendida “desescalada”, y recalar en la tan  recurrida “nueva normalidad”.

Mi reflexión de hoy está plagada de interrogantes. Tantos o más que los artificiosos neologismos surgidos a raíz de esta situación, cuyas acepciones, y más si queremos aplicarlas a la Iglesia, enmascaran especulativos significados. Intuyo que las carencias y privaciones citadas en mi exordio serán sin duda restauradas de manera favorable y prontamente. Sin embargo, ¿la tan encarecida desescalada afectará solamente a la protocolaria Iglesia ritual o también a la estancada Iglesia institucional? ¿Qué significado y qué alcance va a tener la ambigua “nueva normalidad”? Porque si se vuelve a la “normalidad”, a la rutina, a lo de siempre, ¿dónde queda la “novedad”?  Una de las expresiones de origen “coronavírico” habla del “Plan de Reconstrucción”. ¿Habrá también una reconstrucción de la Iglesia, “confinada” en el pasado? ¿En qué fase se encuentra la Iglesia en esta desescalada? ¿En fase cero o está desfasada? El tan manido término desescalada insinúa un descenso, una bajada. Tras la experiencia de la crisis, ¿descenderá la Iglesia de su pirámide institucional, de su primacía clerical, de su preferencia por lo ritual para integrarse en la vivencia de lo evangélico? Hay prebostes que, como los discípulos de Jesús en el momento de su ascensión, embelesados con lo sagrado, han fijado perennemente en lo celestial su obsesiva mirada. ¿Pero qué hacen ahí, pasmados, mirando al cielo?

En el entorno de la fiesta de Pentecostés, Francisco nos ha regalado sugestivas consideraciones respecto a esta crisis. El Papa llama al "desafío" de "comprender lo que Dios nos está diciendo en esta pandemia". “Porque peor que esta crisis, es solamente el drama de desaprovecharla, encerrándonos en nosotros mismos. (Homilía de Pentecostés) Claramente Francisco nos está insinuando una “desescalada”. Nos urge a vivir  “Una Iglesia en salida”, expresión adoptada  por él desde el inicio de su pontificado (EG.20) y a la que frecuentemente se ha vaciado de contenido, pregonándola de cara a la galería, buscando el oportunismo. Sin embargo, esta fórmula encierra una velada crítica al modelo de una Iglesia “confinada en casa”, rancia y dogmática, rehén de tradiciones fosilizadas y con un mensaje que no muerde los problemas del mundo actual. Una Iglesia que ya el Concilio Vaticano II había intentado “reconstruir” en sus diversos documentos y que los predecesores de Francisco abortaron y desfiguraron. Con esta expresión, el Papa empuja a la Iglesia a salir de su pertinaz confinamiento, a emprender la desescalada.

Desescalada del clericalismo: “El clericalismo es un cáncer mortal para la Iglesia”, repetida expresión dolorosa de Francisco. Es el “coronavirus” eclesiástico, podíamos decir por aprovechar la coyuntura. El clericalismo reafirma la profunda brecha existente entre clero y laicos, entre hombres y mujeres, entre casados y célibes. El clero es una casta social que profana  la igualdad y dignidad bautismal de los hijos e hijas de Dios. Se trata de un concepto de Iglesia cuyos objetivos son el poder, el dominio y el control sobre las personas. Des-escalada significa dejar de trepar, de subir, volver a la base, descenso, por tanto, “paso de una dignidad a otro estado inferior” (DRAE). O sea, “asumir los mismos sentimientos de Cristo Jesús que se despojó de su rango…” (Flp. 2, 5-7). ¿Hasta cuándo tendremos que mantener la “distancia social” entre clero y fieles?

Desescalada de la egolatría. El clericalismo desemboca en la egolatría, en el narcisismo. La petulante superioridad de los clérigos les lleva a sentirse “diferentes” y, por consiguiente, a vestir diferente. Ya desde muy antiguo, la vestimenta se convierte en símbolo de autoridad. Y no es un secreto que los jerarcas han ambicionado siempre diferenciarse del pueblo a través de vestiduras y ornamentos como reflejo patente de privilegio y poder. Así nace la “casta sacerdotal”. Y aquí radica el afán de exhibición de la indumentaria clerical: “ostentación y segregación, presunción y separación entre clero y fieles”. El Concilio Vaticano II, ante la necesidad y urgencia de desclericalizar la Iglesia esclerotizada,  se pronunció claramente contra la suntuosidad en las vestiduras y ornamentación sagradas y exhortó a que la indumentaria de los eclesiásticos se adecuase a los signos de los tiempos. (SC 124; PC 17). ¿Cuál es la razón por la que los clérigos deban ser reconocidos como tales por la calle? ¿Qué puede significar para el común de los fieles el celibatario alzacuello blanco? ¿Signo, de qué? Exclusivamente de segregación, distinción y prerrogativa. Presumirse consagrados y elegidos. Mirarse el ombligo.

Desescalada del ritualismo. Dicho de otra forma, desclericalizar las celebraciones, bajarse del altar donde se han encaramado. Renunciar al puesto de autoridad, al privilegio de preferencia, al erigirse guía de la asamblea, ante quien los fieles solo deben decir “amén”.  El confinamiento durante este tiempo de pandemia nos ha descubierto algo no esencial en la vida cristiana: la dependencia de la mediación de los clérigos y la fría afectada y aparatosa liturgia de los templos. Nos ha enseñado que lo primordial no son los ritos, los cultos, las  liturgias sino las personas. El coronavirus nos ha brindando, Dios lo quiera, la oportunidad de replantearnos la conveniencia de instaurar un nuevo modelo de la celebración sacramental. Lo intentó el Concilio Vaticano II con su decreto sobre la liturgia. Pero, como tantos otros impulsos del Concilio, ha sido malogrado. Sin "diakonía" la Iglesia no es Iglesia, por muchos bicornios mitrados, ostentosos báculos, brillantes anillos, pomposas capas magnas, aparatosas liturgias... que se ostenten como signo feudal de autoridad y dominio. ¿Habrá llegado ya la desescalada de sustituir la misa de clero y fieles por una misa de bautizados, sin desigualdades, al uso de las primeras comunidades?

La “nueva normalidad”. ¿Debemos seguir haciendo lo que hacíamos? Francisco dice que no. "Cuando salgamos de esta pandemia, no podremos seguir haciendo lo que veníamos haciendo, y como lo veníamos haciendo. No. Todo será distinto". (Vigilia de Pentecostés). Lo vivido en los últimos meses ha intuido la importancia de la Iglesia doméstica, el crear pequeñas comunidades, donde el papel de los ministerios cobra una nueva dimensión. Rescatar la forma de vivir el Evangelio de las primeras comunidades cristianas. Es momento de recuperar carismas. El clericalismo se convirtió en la gran barrera para construir verdaderas comunidades ministeriales. La Iglesia debe llegar a ser una asamblea fraterna donde no existan dos clases de cristianos, los clérigos y los laicos, y donde ningún bautizado y bautizada sean discriminados.

Todo ello, para lograr el principal objetivo de la “nueva normalidad”: pasar del  medieval marco clerical al evangélico nuevo marco sinodal.

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