Tú, Cristo Jesús, nos has “dado” lo más “sagrado”: el Espíritu Santo, el Espíritu de Dios La Eucaristía, actuación sacerdotal de Jesús (Corpus B 2ª lect. 02.06.2024)

Gracias, Cristo Jesús, por la Eucaristía

Comentario:Cristo… sumo sacerdote de los bienes definitivos” (Heb 9,11-15)

Hebreos es el único escrito del Nuevo Testamento que explica la vida de Jesús en clave sacerdotal. Afirma “que tenemos un sumo sacerdote grande que ha atravesado el cielo, Jesús, Hijo de Dios” (4,14). Jesús no pertenece a los sacerdotes del Antiguo Testamento, no es “ordenado” sacerdote mediante ritos, ni oficia sacrificios ni ceremonias rituales. Su sacerdocio es su vida, “hecho semejante a los hombres, reconocido como hombre por su presencia” (Flp 2,7). Con su vida nos vincula con el Padre-Dios, nos trae su amor, nos hace hijos de Dios y hermanos en su fraternidad. “Por eso tenía que parecerse en todo a sus hermanos, para ser sumo sacerdote misericordioso y fiel en lo que a Dios se refiere, y expiar los pecados del pueblo. Pues, por el hecho de haber padecido sufriendo la tentación, puede auxiliar a los que son tentados” (Heb 2,17-18).

Hebreos habla del sacerdocio único: “Tenemos un sumo sacerdote que está sentado a la derecha del trono de la Majestad en los cielos, y es ministro del Santuario y de la Tienda verdadera, construida por el Señor y no por un hombre” (Heb 8,1-2).

Hoy leemos, en el capítulo 9, la culminación del sacerdocio en Jesús: “Cristo ha venido como sumo sacerdote de los bienes definitivos. Su tienda es más grande y más perfecta: no hecha por manos de hombre, es decir, no de este mundo creado” (v. 11). Jesús nos ha traído “los bienes definitivos”: el Espíritu de Dios que perdona, sana, fortifica, defiende, asiste, consuela... Su cuerpo resucitado llena el universo, templo donde Dios habita y libera de todo mal. Su paso de la muerte a la resurrección le hace sacerdote eterno.

Su vida entregada revela nuestra liberación:No lleva sangre de machos cabríos, ni de becerros, sino la suya propia; y así ha entrado en el santuario una vez para siempre, consiguiendo la liberación eterna” (v. 12).Dedicando la vida a realizarse en “justicia y paz”, “entra en el santuario”, en la resurrección, en la esfera divina, en la dicha plena. Se parece a “Melquisedec, rey de Salén, sacerdote del Dios altísimo, que salió al encuentro de Abrahán cuando este regresaba de derrotar a los reyes, lo bendijo y recibió de Abrahán el diezmo del botín. Su nombre significa, en primer lugar, Rey de Justicia, y, después, Rey de Salén, es decir, Rey de Paz” (Heb 7,1-2). “Justicia y paz” son los ideales mesiánicos judíos. Melquisedec surge “sin padre, sin madre, sin genealogía; no se menciona el principio de sus días ni el fin de su vida. En virtud de esta semejanza con el Hijo de Dios, es sacerdote perpetuamente” (Heb 7,3). La vocación humana es dejarnos llevar del Espíritu de Cristo, vivir su vida sacerdotal, resucitar con él tras la muerte física.

La sangre de animales, creían los judíos, purificaba externamente para participar del culto y acercarse a Dios (v. 13).La sangre de Cristo, que, en virtud del Espíritu eterno, se ha ofrecido a Dios como sacrificio sin mancha, podrá purificar nuestra conciencia de las obras muertas, para que demos culto al Dios vivo!” (v. 14). Jesús se ofrece, guiado por el Espíritu de Dios, y su vida entregada a todos es agradable a Dios que le resucita y le da la herencia eterna. “Por esa razón, es mediador de una alianza nueva: en ella ha habido una muerte que ha redimido de los pecados cometidos durante la primera alianza; y así los llamados pueden recibir la promesa de la herencia eterna” (v. 15). Confiados en la vida de Jesús, guiados por su Espíritu, viviendo como él, damos culto al Dios vivo. Así termina esta carta: “No os olvidéis de hacer el bien y de ayudaros mutuamente; esos son los sacrificios que agradan a Dios” (Heb 13,16).

Oración:Cristo… sumo sacerdote de los bienes definitivos” (Heb 9,11-15)

Jesús resucitado, presente en la eucaristía:

celebramos hoy “el sacrificio eucarístico de tu Cuerpo y Sangre;

con él perpetúas, hasta tu vuelta, el sacrificio de la Cruz, 

memorial de tu Muerte y Resurrección,

sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad,

banquete pascual, en el cual se recibe a Cristo,

la mente se llena de gracia

y se nos da la prenda de la gloria futura” (SC 47).

“Tú, Señor, nos dejaste en este sacramento de fe,

esta prenda de esperanza, alimento para el camino;

en él los elementos de la naturaleza, cultivados por nosotros,

se convierten en tu cuerpo y sangre gloriosos,

en cena de comunión fraterna,

en degustación del banquete celestial” (GS 38).

El Espíritu, que guio tu vida, “santifica” el pan y el vino:

haciéndolos símbolos eficaces de tu presencia resucitada;

llenándolos de tu amor sin medida;

capacitándolos para liberarnos del amor propio;

potenciándolos de energía a favor de la vida humana.

Este es tu sacerdocio, Cristo:

has venido como sumo sacerdote de los bienes definitivos.

Tu tienda es más grande y más perfecta:

no hecha por manos de hombre,

es decir, no de este mundo creado.

No llevas sangre de machos cabríos, ni de becerros,

sino la tuya propia;

y así has entrado en el santuario una vez para siempre,

consiguiendo la liberación eterna” (Heb 9,11-12).

Tu vida entregada te ha conducido a la resurrección:

el Espíritu ha penetrado todo tu ser;

te ha hecho gloria, luz, comunión, presencia ilimitada,

espíritu vivificante” (1Cor 15,45),

“carne olvidada de sí misma” (S. Ireneo, Adv. Haer. V, 9,2).

Tú, Cristo Jesús, nos has “dado” lo más “sagrado”:

el Espíritu Santo, el Espíritu de Dios;

con él han venido “los bienes definitivos”, eternos.

Ya tenemos un sumo sacerdote grande:

que ha atravesado el cielo, tú, Cristo, Hijo de Dios…

No eres un sumo sacerdote incapaz de

compadecerse de nuestras debilidades,

sino que has sido probado en todo,

como nosotros, menos en el pecado.

Por eso, acudimos confiados ante ti, trono de gracia,

para alcanzar misericordia y

encontrar gracia en toda ocasión” (Heb 4,14-16).

Tu vida nos asegura el amor incondicional de Dios:

en virtud del Espíritu eterno,

te has ofrecido a Dios como sacrificio sin mancha,

para purificar nuestra conciencia de las obras muertas,

para que demos culto al Dios vivo” (Heb 9,14).

El pan y el vino nos entregan tu vida resucitada:

nos alimentas con el Espíritu que movió tu vida;

nos vinculas en fraternidad a todas las personas;

nos das a gustar ya el banquete del cielo.

Gracias, Cristo Jesús, por la Eucaristía

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