La Iglesia se ha dejado arrebatar, en favor del laicismo, las tres originales señas de identidad de las primeras comunidades: “Libertad, igualdad y fraternidad” LA IGLESIA, ¿CUERPO O CORPORACIÓN?

Reforma, no cosmética

Resulta evidente que, por muchas especulaciones teológicas que ingeniemos, el genuino sentido de Iglesia, el  original, el de la comunidad primitiva,  no podemos definirlo. En la Iglesia existe conciencia de la necesidad de reformas profundas. Francisco nos recuerda de continuo que es mucho lo que hay cambiar, tanto en el interior como en la imagen externa de la Iglesia actual. Juan XXIII inició, contra viento y marea, la necesaria etapa reformista con el Concilio Vaticano II, que culminó Pablo VI. Por contra, los predecesores de Francisco han supuesto una  evidente rémora en las ineludibles reformas conciliares, una ostensible y lamentable regresión.

La primera sesión del Concilio Vaticano II comenzó reflexionando sobre un anteproyecto relativo a la Iglesia ya elaborado, legado del Vaticano I. Los temas a tratar en el primer esquema eran: la “Iglesia, sociedad perfecta, la Jerarquía como elemento preponderante de la Iglesia y el Pueblo de Dios constituido por los seglares”. Sin embargo, un nutrido grupo de padres conciliares pensaban que una Iglesia apegada al poder y a privilegios, encerrada en sus problemas y en sus intereses, una Iglesia alejada, aislada del mundo, que habla más de condena que de diálogo, esa Iglesia no podía transparentar ni hacer presente y visible a Jesús ni al evangelio.

Pocos días antes de terminar esta primera sesión, el Cardenal Suenes, belga, lanzó en el aula conciliar unas peliagudas y arriesgadas preguntas: “Tú, Iglesia, ¿Quién eres? ¿Qué dices de ti misma?” Estas interpelaciones iban a dar la vuelta a los contenidos y mudar de aires los acentos y talantes en la marcha de las posteriores sesiones del Concilio. Se dejó de lado la definición de Iglesia como “sociedad perfecta” y se hizo hincapié en la Iglesia como “misterio de comunión”, en la que todos los bautizados, jerarquía y laicos, constituyen el Pueblo de Dios, todos participan de la común dignidad de hijos de Dios, todos forman  el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia.

Quienes vivieron la naciente organización eclesial nos han dejado en sus cartas “imágenes de la Iglesia” que no pueden reducirse a simples metáforas. El Concilio recogió muchas de estas imágenes en las que se ve representada la Iglesia (LG.,6), entre las que destaca “Cuerpo de Cristo”. Se podrían emplear mil símbolos, pero ninguno con más originalidad, precisión y fidelidad con lo real. Un Cuerpo. Tal es para Pablo la Iglesia: “una  unidad en la diversidad y  absoluta disponibilidad de sus miembros para el bien común”.

La idea de comparar una sociedad con un cuerpo no es original de Pablo. Pero su genialidad radica en la aplicación a la Iglesia y en los fundamentos que cimentan esta unidad. Pablo rebasa los límites de la comparación y la metáfora. Para él, la Iglesia no es una “simple sociedad plural” o una mera “asamblea democrática”. La Iglesia no es una “corporación”, sino un “cuerpo”, el Cuerpo de Cristo. A través de esta certera imagen, Pablo nos presenta y significa la unidad de todos los creyentes y el carácter universal de la Iglesia como Comunidad de comunidades. Esta unión indisoluble se manifiesta y se hace visible a través de las funciones y servicios en la Comunidad.

No obstante, los poderes fácticos siguen pesando sobremanera en la Iglesia, que no se ha desprendido de la nostálgica “sociedad perfecta”. Y no sólo sociedad perfecta sino, además, “superior a cualquier sociedad humana”. El Vaticano como Estado, símbolo de ostentación, soberanía y poder, nos hace ver cómo la Iglesia se ha constituido en entidad política más que en Iglesia evangélica. Una Iglesia universal-organizada y organizativa: estructurada de arriba-abajo, con sus territorios, sus gobernantes y sus súbditos; con sus bancos y “banqueros”, con su código de Derecho, leyes y privilegios. Formas de poder aún apegadas a caducas estructuras que entienden la participación eclesial de forma unívoca, cerrada, piramidal, apegada al pensamiento único y que entiende la comunión como uniformidad. Liturgias cada vez más exaltadoras del barroco, atavíos medievales, separación cada vez mayor entre presbíteros y el pueblo. Una Iglesia que rechaza y no acoge, una Iglesia que ha perdido la referencia de Jesús para volverse ella referencial. Una Iglesia que intenta sustentarse en una ideología más que en el seguimiento evangélico. Con una Curia caduca y degradada por una dilatada cadena de  escándalos, cuya ansiada reforma yace desde hace años en el baúl de las promesas arrinconadas.

Por su conciencia anestesiada, aferrada a la idea de sociedad imperial, la Iglesia se ha dejado arrebatar, en favor del laicismo, las tres originales señas de identidad de las primeras comunidades: “Libertad, igualdad y fraternidad”.

“Libertad” que entraña la idea de “liberación”. Liberación que restablece la dignidad pisoteada para tantos seres humanos de nuestro mundo actual, lesionados en sus derechos, explotados, marginados. Liberación que hace que el ser humano sea cada día más persona, con su libertad, su decisión, sus opciones. Liberación que sea capaz de redimir a hombres y mujeres de su propia esclavitud, de su servilismo (empezando por el servilismo que mucha gente tiene de la religión, o más bien de sus “representantes”). Libertad que demanda la supresión de tantas normas y decretos anticuados del Derecho Canónico y exige más actitud evangélica  .

“Igualdad” que proclama que no deben existir “categorías”: jerarquía y fieles, pastores y ovejas, gobernantes y gobernados..., como estamentos o escalas, propias de las corporaciones, y, por tanto,  excluyente de cualquier intento de clericalización. “Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer”. No existen miembros superiores ni inferiores; por el contrario, los que más cuidados necesitan, según san Pablo, son los más débiles. No hay miembros del cuerpo excluidos de los ministerios y la comunión, sean curas casados, mujeres, divorciados, homosexuales… Se trata de una “congregación”, no de una “segregación”.

“Fraternidad”. No la de los manidos tópicos del “queridos hermanos” ritual, sino como una actitud capaz  de transformar nuestro mundo. El “Fratelli Tutti” de Francisco no se reduce a una estrategia para esperanzar y reconfortar a los pobres, sino para encontrarse y vivir con y como ellos, actuando como el “buen samaritano”.

Dos mil años después, vivimos el reto de volver a inspirarnos en el evangelio y en el cristianismo primitivo. El futuro está en volver a los orígenes, en la creación de comunidades, en el protagonismo de los laicos y en la igualdad eclesial de hombres y mujeres. Volver a Galilea, no a Trento. La “Iglesia en salida” franciscana significa pasar del  medieval marco clerical al evangélico nuevo marco sinodal. Pasar de la ancestral pirámide autoritaria al comunitario círculo participativo; de la Iglesia absolutista, prepotente e impositiva, a la Iglesia pueblo de Dios, sin clericalismos. Pasar de ser una mera corporación, sociedad anónima dedicada a “servicios religiosos”, a vivir la evangelización como Cuerpo de Cristo, donde los ministerios se entiendan desde la pluralidad de dones y carismas, como ejercicio de corresponsabilidad.

Reforma, no cosmética.

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