En la escuela, “Cultura Religiosa” para todos (II)
Leyendo los “comentarios” de la reflexión anterior sobre la “Religión en la escuela”, se tiene la sensación de que seguimos enquistados en un diálogo de sordos. Desde quien minusvalora lo religioso como “ideologías para incautos” hasta quien cree que quienes opinan de otro modo "dedican más tiempo que los creyente a odiarnos, especialmente a los católicos”. Estos últimos declaran: “ahora en adelante política musulmana, guerra a muerte contra estos maricones de mierda, feministas frustradas... Ateo... Sentimos un odio imposible de reprimir, es lo que habéis sembrado. Cuando queráis guerra la vais a tener. Por cada cura quemado que vosotros decís, 100 rojos empalados. Os vencimos en el 36 y os venceremos ahora”. ¡Vaya formación cristiana! ¡Vaya identificación con el sentir y proceder de Cristo Jesús!
Incluso hay comentarios de “padres creyentes” que reclaman “el Derecho Constitucional “Fundamental” (Título I. Art. 27,3 CE) de educar a nuestros hijos conforme a nuestras ideas y creencias”, y todos los quieren una educación ética universal son “ateos, sociatas, marxistas, leninistas… que quieren hacernos creer que su paraíso es el mejor (olvidándose de los más de cien millones de muertos que en menos de un siglo de historia su ideología ha causado).
Estamos hasta los mismísimos cojo.... de los profes progresociatas-cocos”.
¿Se puede “exigir” en nombre de Jesús a los poderes públicos que eduquen a sus hijos según el Evangelio? Una cosa es la libertad religiosa de los padres para educar, y otra muy distinta la coacción para educar en la escuela común en una determinada ideología, por muy religiosa que sea. Ese nunca fue el proceder de Jesús ni de las primeras comunidades cristianas. Eso lo impusieron los políticos (reyes, nobles...) en complicidad con los dirigentes eclesiales frente al pueblo analfabeto y esclavizado. En esta línea se llegó muy lejos. Hasta llegar a sostener un Papa este disparate: “no consideramos que sean homicidas los que, ardiendo en celo de su Católica Madre contra los excomulgados, resulte que han destrozado algunos de ellos” (Carta del papa Urbano II al obispo Godofredo; Epístola 132. PL 151, 394; ver también en MANSI, XX, 713). “Hasta existe una penosa decretal de Inocencio III que recomienda negar los cuidados y medicinas a un enfermo si no consiente en recibir los sacramentos, aun cuando de ello se siga la muerte” (J. I. González Faus: La autoridad de la verdad. Ed. Sal Terrae, Santander 2006, 2ª ed. p. 41).
El concilio Vaticano II, mirando la vida de Jesús, nos recuerda que nuestro Maestro “dio testimonio de la verdad, pero no quiso imponerla por la fuerza a los que le contradecían, pues su reino no se defiende a golpes, sino que se establece dando testimonio de la verdad y prestándole oído, y crece por el amor con que Cristo, levantado en la cruz, atrae a los hombres a sí mismo... Desde los primeros días de la Iglesia los discípulos de Cristo se esforzaron en convertir a los hombres a la fe de Cristo Señor, no por acción coercitiva ni por métodos indignos del Evangelio, sino, ante todo, por la virtud de la palabra de Dios... Confiando plenamente en la fuerza divina de esta palabra para destruir los poderes enemigos de Dios y llevar a los hombres a la fe y al acatamiento de Cristo...” (DH 11).
El mismo documento reconoce humildemente que “aunque en la vida del pueblo de Dios... se ha dado a veces un comportamiento menos conforme con el espíritu evangélico, e incluso contrario a él, no obstante siempre se mantuvo la doctrina de la Iglesia de que nadie sea forzado a abrazar la fe” (DH 12). Así es de curiosa la Iglesia: nos ha conservado el Evangelio que ella misma no deja, sobre todo en sus dirigentes, de contrariar. Por ello, sin duda, hay que estarle agradecido. Casi siempre ha sido la sociedad civil quien les ha obligado a renunciar a los privilegios y hacerla mirar a su divino Fundador que “efectuó la obra salvadora en pobreza y persecución” (LG 8).
(Seguirá)
Rufo González
Incluso hay comentarios de “padres creyentes” que reclaman “el Derecho Constitucional “Fundamental” (Título I. Art. 27,3 CE) de educar a nuestros hijos conforme a nuestras ideas y creencias”, y todos los quieren una educación ética universal son “ateos, sociatas, marxistas, leninistas… que quieren hacernos creer que su paraíso es el mejor (olvidándose de los más de cien millones de muertos que en menos de un siglo de historia su ideología ha causado).
Estamos hasta los mismísimos cojo.... de los profes progresociatas-cocos”.
¿Se puede “exigir” en nombre de Jesús a los poderes públicos que eduquen a sus hijos según el Evangelio? Una cosa es la libertad religiosa de los padres para educar, y otra muy distinta la coacción para educar en la escuela común en una determinada ideología, por muy religiosa que sea. Ese nunca fue el proceder de Jesús ni de las primeras comunidades cristianas. Eso lo impusieron los políticos (reyes, nobles...) en complicidad con los dirigentes eclesiales frente al pueblo analfabeto y esclavizado. En esta línea se llegó muy lejos. Hasta llegar a sostener un Papa este disparate: “no consideramos que sean homicidas los que, ardiendo en celo de su Católica Madre contra los excomulgados, resulte que han destrozado algunos de ellos” (Carta del papa Urbano II al obispo Godofredo; Epístola 132. PL 151, 394; ver también en MANSI, XX, 713). “Hasta existe una penosa decretal de Inocencio III que recomienda negar los cuidados y medicinas a un enfermo si no consiente en recibir los sacramentos, aun cuando de ello se siga la muerte” (J. I. González Faus: La autoridad de la verdad. Ed. Sal Terrae, Santander 2006, 2ª ed. p. 41).
El concilio Vaticano II, mirando la vida de Jesús, nos recuerda que nuestro Maestro “dio testimonio de la verdad, pero no quiso imponerla por la fuerza a los que le contradecían, pues su reino no se defiende a golpes, sino que se establece dando testimonio de la verdad y prestándole oído, y crece por el amor con que Cristo, levantado en la cruz, atrae a los hombres a sí mismo... Desde los primeros días de la Iglesia los discípulos de Cristo se esforzaron en convertir a los hombres a la fe de Cristo Señor, no por acción coercitiva ni por métodos indignos del Evangelio, sino, ante todo, por la virtud de la palabra de Dios... Confiando plenamente en la fuerza divina de esta palabra para destruir los poderes enemigos de Dios y llevar a los hombres a la fe y al acatamiento de Cristo...” (DH 11).
El mismo documento reconoce humildemente que “aunque en la vida del pueblo de Dios... se ha dado a veces un comportamiento menos conforme con el espíritu evangélico, e incluso contrario a él, no obstante siempre se mantuvo la doctrina de la Iglesia de que nadie sea forzado a abrazar la fe” (DH 12). Así es de curiosa la Iglesia: nos ha conservado el Evangelio que ella misma no deja, sobre todo en sus dirigentes, de contrariar. Por ello, sin duda, hay que estarle agradecido. Casi siempre ha sido la sociedad civil quien les ha obligado a renunciar a los privilegios y hacerla mirar a su divino Fundador que “efectuó la obra salvadora en pobreza y persecución” (LG 8).
(Seguirá)
Rufo González