En la epidemia que asoló Valencia en 1647-48 Fray Isidoro Aliaga, el arzobispo que murió asistiendo a los infectados por la peste

Fray Isidoro Aliaga, arzobispo de Valencia.
Fray Isidoro Aliaga, arzobispo de Valencia.

Con él fallecieron apestados medio millar de sacerdotes, la mayoría de Órdenes Religiosas, que atendían espiritualmente a los enfermos.

El prelado,con 80 años de edad, visitaba a los afectados en sus casas, enfermerías y hospitales, al tiempo que asistía a las reuniones de la Junta Sanitaria.

“Es la constitución pestilente

 fuego que prende   muy aprisa,

 y se mata muy a espacio,

 entra con alas, y sale con pies de plomo.”

En la epidemia de peste sufrida en Valencia los años 1647-1648 la Iglesia tuvo un papel decisivo y predominante en la lucha por salvar vidas humanas sucumbiendo al mal medio millar de clérigos, 300 de ellos religiosos, y muriendo el propio arzobispo, ya anciano, quien iba por las casas y hospitales, el dominico fray Isidoro Aliaga.

Cada Orden religiosa quedó encargada de administrar espiritual y temporalmente las enfermerías y hospitales montados ex profeso para hacer frente a la pandemia. La Iglesia se integró en la Junta de Sanidad, que en los comienzos se reunía en la sacristía de la catedral de Valencia y más tarde en el Palacio Real.

De lo ocurrido en aquel aciago período ha dejado detallado documento el historiador dominico Fray Francisco Gavaldá en su libro “Memoria de los sucesos particulares de Valencia y su Reyno en los años 1647 y 1648, tiempo de peste”, libro impreso en Valencia  en 1804, por Josef de Orga.

Algunos casos sospechosos de peste fueron detectados en Valencia en agosto de 1647. El pueblo en general estaba sumido en una gran pobreza. Había familias que para comer sólo tenían pan y uvas. La alimentación era bastante deficiente. En un primer momento, la clase médica estaba dividida, unos defendían era peste y otros no. Ello hizo que no se adoptara de inmediato medidas preventivas y de higiene.

Semanas después, se confirmaría la epidemia, al saberse que por tierras alicantinas había personas con los mismos síntomas, bubos en las ingles y bajo el brazo acompañados de fiebres altas. La enfermedad había llegado al puerto de Calpe a bordo de un mercante procedente de Argel en el que viajaban 14 cautivos rescatados y varios comerciantes.

De inmediato, se organizó una Junta Sanitaria en la que estaban gobernantes, médicos y la Iglesia, el propio Arzobispo Aliaga formaba parte de ella. Comenzaron a dictar disposiciones preventivas, control en las puertas de las murallas de la ciudad de todo los que vinieran de fuera, especialmente de los lugares infectados. Igualmente, de las mercancías de la misma procedencia. Ante cualquier sospecha, no podían acceder a la ciudad. Fue prohibido terminantemente la entrada de cargamentos de ropas viejas o usadas.

El Consell de la Ciutat dispuso que en casas en el exterior de las murallas, casi todas ellas de nobles y ricos, se instalará enfermerías o casas de socorro. El Arzobispo ofreció las Órdenes Religiosas para que trabajaran en ellas, siendo encomendada a cada una de ellas la atención espiritual y temporal, con la dirección. Los Dominicos designaron a 19 de los suyos para esta labor

Las Parroquias se encargaron de trasladar los cadáveres hasta sus propios cementerios. Iban con carros recogiendo los cadáveres de la calle o que les daban o les tiraban desde las ventanas en las casas de sus demarcaciones, cuerpo sin vida envueltos o no con sábanas. Cuando ya tenían los cementerios llenos, pidieron se hiciera un cementerio fuera de la ciudad, construyéndose junto al Portal dels Innocents.  Sacerdotes de cada parroquia con el enterramiento les rezaban los responsos. Nadie quería ser sepulturero y se tuvo que excarcelar a presos y comprar a esclavos para que ejecutaran esta tarea.

Mientras médicos y cirujanos atendían a los enfermos, ayudados por los religiosos, se organizó una procesión de rogativas con el cuerpo de san Luís Bertrán implorando que la epidemia no se cebara con la ciudad. Había familias que escondían a sus enfermos y el Justicia iba casa buscándolos para llevárselos a las enfermerías extra murallas. Quienes vivían solos y no querían salir de la vivienda se les tapiaba la casa.

El Arzobispo Aliaga visitaba a los enfermos donde estuvieren, les asistía personalmente. Se recorría todos los lugares a sus 80 años de edad. Al mismo tiempo iba disponiendo lo más conveniente para el mejor servicio humano y espiritual a los enfermos. Él mismo confesaba y llevaba la comunión a los afectados. Repartía alimentos y dinero cuando las familias eran pobres.

Por parte, el gobierno municipal se preocupaba del abastecimiento de agua y limpieza de la ciudad, de recoger las basuras y también los gusanos de seda que criaban en sus andanas las familias y de llevarlos a las hilanderas para los capullos de seda. Era en muchos casos el único sustento de las familias.

La creencia de entonces era que la peste se transmitía sobre todo a través de la ropa de los enfermos, ropa que había que recoger y quemar en lugares determinados reservados. Había penas para los que no lo hicieran.

Se luchó mucho, hubo muchos afectados y muertos. En febrero de 1648 de los seis hospitales dedicados a la epidemia solo quedaba uno abierto, el de los Dominicos, llamado de Troya, fue  el primero que se abrió y el último que cerró.  La epidemia duró de octubre del 47 a marzo del 48. Para entonces, el Arzobispo Aliaga había enfermado y falleció contagiado de peste.

Fray Isidoro Aliaga Martínez

Isidoro Aliaga Martínez había nacido en Zaragoza en 1568. Ingresó en la Orden de Predicadores. Estudió y fue profesor en Roma, donde recibió el grado de Maestro en Teología. Felipe III lo propuso para que fuera Obispo. Ocupó las sedes de Albarracín y Tortosa antes de llegar a Valencia en 1612, la que gobernó durante 35 años.

Cuando llegó a Valencia tenía 44 años.  Su hermano Luís, también dominico era confesor del rey.  Se opuso –cuenta Emilio Callado Estela- a la beatificación del popular cura párroco de san Andrés, Francisco Jerónimo Simó, lo que le granjeó antipatías. Se llevó tensamente con el Cabildo de la Catedral, cosa por otra parte tradicional en la mayoría de las Diócesis. Ayudó a la Corona a pacificar el territorio. Y aplicó el Concilio de Trento a tope.  No hizo grandes construcciones, porque “hartos templos vivos, que la necesidad les va derribado, levanto y sustento cada dia”.

Se preocupó mucho de los más pobres y débiles, de los más necesitados. Pese a su edad estuvo mucho en la calle y visitando enfermos. “Quando mas a cuenta mia puedo gastar mi salud, y aun perder mi vida, como acudiendo a las obligaciones de mi oficio?”, comentaba. Visi taba las enfermerías, bendecía a enfermos y confesores a quienes daba licencia amplia para confesar. Les daba la comunión y un asistente le daba un vaso de agua para ayudar a entrar la Forma. Rezaba con ellos el rosario.  Al final murió afectado de peste, tuvo “detención de orina”, fiebre muy alta y falleció. Fue enterrado en la capilla de san Luís Bertrán del convento de santo Domingo.

Como el fallecieron medio millar de sacerdotes. De entre los Religiosos, 13 del Convento de Santo Domingo, 4 del Pilar, 38 de san Francisco, 16 de Jerusalén, 22 de la Corona, 23 de san Juan de la Ribera, 30 de san Agustín, 10 del Socorro, 6 de san Fulgencio, 24 del Carmen, 16 de la Merced, 14 del Remedio, 18 de san Sebastián, 25 de los Capuchinos, 15 de santa Mónica, 11 de los Jesuitas, 3 de san Pablo, 7 de san Felipe, en total 301, el resto eran diocesanos.

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