¿Dónde se juega la partida decisiva del cristianismo? Una razón de la implosión irreversible de la Iglesia católica en España

"Algunos nos preguntamos por qué la cultura católica (se podría decir cristiana en general) parece incapaz de decir palabras significativas, en este momento, sobre las angustiosas preguntas que se plantea la humanidad"
"Una fe que no es capaz de dialogar, ¿por qué no?, con el contexto cultural en el que vive, deja de ser algo vivo para convertirse, en el mejor de los casos, en una reserva de buenos consejos"
"En definitiva, el riesgo es que se convierta en una baratija moralista, fácilmente domesticable por el poder político de cualquier color, o en una experiencia que hay que sentir en el corazón, que no tiene nada que ver con la cuestión de la verdad"
"En el fondo, cuando la fe tiene dificultades para convertirse en cultura es también porque ha descuidado dejarse sacudir una vez más por el problema de la verdad de lo que profesa"
"En definitiva, el riesgo es que se convierta en una baratija moralista, fácilmente domesticable por el poder político de cualquier color, o en una experiencia que hay que sentir en el corazón, que no tiene nada que ver con la cuestión de la verdad"
"En el fondo, cuando la fe tiene dificultades para convertirse en cultura es también porque ha descuidado dejarse sacudir una vez más por el problema de la verdad de lo que profesa"
Algunos nos preguntamos por qué la cultura católica (se podría decir cristiana en general) parece incapaz de decir palabras significativas, en este momento, sobre las angustiosas preguntas que se plantea la humanidad.
No se trata solo de una urgencia, por así decirlo, de biblioteca, de salón, de taller... Incluso algunas figuras laicas en Europa han expresado, al menos en los últimos años, una especie de nostalgia por una voz religiosa incapaz de indicar horizontes de sentido diferentes de los discursos manidos, más allá de palabras gastadas como trapos escurridos miles de veces, de los que ya no puede salir ni una gota de agua limpia.
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Una fe que no es capaz de dialogar, ¿por qué no?, con el contexto cultural en el que vive, deja de ser algo vivo para convertirse, en el mejor de los casos, en una reserva de buenos consejos para vivir una vida más serena, afrontar el duelo, relacionarse tranquilamente con los hijos, ser un ciudadano respetable.

En definitiva, el riesgo es que se convierta en una baratija moralista, fácilmente domesticable por el poder político de cualquier color, o en una experiencia que hay que sentir en el corazón, que no tiene nada que ver con la cuestión de la verdad.
En el fondo, cuando la fe tiene dificultades para convertirse en cultura, es decir, para constituirse como una visión del mundo que intenta articularse en un conjunto coherente de significados, es también porque ha descuidado dejarse sacudir una vez más por el problema de la verdad de lo que profesa.
Sin embargo, las repercusiones prácticas y morales del mensaje cristiano, separadas de la raíz de su verdad (presunta o no, ahora no me importa), poco a poco pierden fuerza, se debilitan, y luego o bien se absorben en las brumas de la historia, o acaban resultando simplemente incomprensibles para el espíritu de la época, como piezas de un engranaje mayor del que, una vez separadas del todo, escapan a la función y al motivo de su fabricación original.
En otras palabras, el reto de la Iglesia católica en España es que ha producido y está produciendo discursos que no tienen influencia en la realidad ni en los significados que los hombres y mujeres de hoy dan a su experiencia del mundo. El equivalente denotativo de este discurso es simple y llanamente un conjunto vacío.
Se podría objetar que varios representantes del mundo católico se expresan con regularidad, y diría incluso con cierta pluralidad de opiniones, sobre muchas cuestiones contemporáneas que sin duda merecen la máxima atención: la bioética, la ecología, la justicia económica, la política… Si estos esfuerzos no tienen el impacto esperado, no es, en mi opinión, solo por motivos de actualización o lagunas intelectuales. En muchos casos, la competencia existe y es profunda.
Quizás el motivo de la dificultad haya que buscarlo en la pérdida de confianza en lo que podríamos definir, retomando el título de una obra de Hans Urs Von Balthasar, el «caso serio del cristianismo», es decir, su característica más propia: la vuelta a algunas cuestiones fundamentales.
Cuando mis amigos me preguntan por el cristianismo me gustaría mucho que fueran aún más atrevidos y me preguntaran cómo puedo considerar razonable que el sentido de todo el universo, nacido hace unos 14.000 millones de años, compuesto (en su parte observable) por unos 2000.000 millones de galaxias, cada una de las cuales contiene, como nuestra Vía Láctea, al menos cientos de miles de millones de estrellas y se extiende a lo largo de cientos de miles de años luz, sería interesante, decía, que me preguntaran cómo puedo considerar razonable que el sentido de esta inmensidad inconcebible se base en la insignificante historia, comparada con la gigantesca profundidad de la historia cósmica, de un rabino judío que vivió bajo la ocupación romana y fue ejecutado por Poncio Pilato probablemente alrededor del año 30 d. C.

Cómo es posible que un hombre que quiere ser dueño de algún pensamiento considere que el otro gigantesco acontecimiento del nacimiento y el desarrollo de la vida, ocurrido en un cuerpo celeste insignificante al que llamamos Tierra, nada más que un grano de polvo que flota en la infinita y muda inmensidad del Universo, no haya sido un simple fruto del azar, sino que detrás de la lenta evolución que ve aparecer las primeras moléculas orgánicas complejas, luego los organismos procariotas y, poco a poco, durante millones y millones de años, se desarrolla un aparente caos de especies vivientes nacidas solo para perderse en los muchos caminos muertos de la evolución (no hay duda, una auténtica masacre). Cómo es posible que un hombre que quiera ser inteligente considere que dentro de estos ciclos de nacimientos y catástrofes de mundos se abre camino, silenciosa y ocultamente, la revelación de un Dios que sale de sí mismo y pone lo absolutamente otro de sí mismo ̶ la contingencia ̶ dándolo a sí mismo y a su propia libertad.
De todo esto y más me gustaría que se pudiera hablar. Porque es aquí donde se juega la partida decisiva del cristianismo, ayer como hoy. Si hay un sentido del universo o si las cosas son lo que son. Si la misma pregunta sobre un sentido tiene sentido.
Si ese joven predicador colgado de una cruz romana que grita a su Padre su abandono, con el aire que sale de sus heridas, es la enésima víctima espléndida de la carnicería de la historia o el sentido del ser. Si el anuncio de la resurrección es un cuento para calmar la ansiedad de la muerte o el anticipo del «salto cualitativo» definitivo en la historia de la evolución.
Pero si mis amigos no creyentes no hablan de estas cosas, no puedo culparlos. La mayor responsabilidad, en mi opinión, recae en la propia Iglesia, que apenas aborda estas cuestiones, más preocupada por comentar los dimes y diretes del momento y mostrarse activa y comprometida en cuestiones intra-eclesiales de auto-referencialidad.
No quiero que se me malinterprete. El cristiano debe, evidentemente, vivir en el mundo, ser levadura de la historia y comprometerse para que las estructuras mundanas se orienten hacia el bien. El reto, sin embargo, es que sin un retorno permanente al «caso serio» del cristianismo, la gran cantidad de intervenciones en ciertos temas no produce a la larga más que material para intervenciones autorreferenciales o para portadas a base de eslóganes y/o frases hechas.
A quienes se preocupan por lo que beberemos, lo que comeremos y con qué nos vestiremos hoy, Jesús responde en el Evangelio de Mateo: «Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas».
Evidentemente, Jesús, que antes de comenzar su vida pública ejercía una profesión y se ganaba la vida como todos, no estaba invitando a desertar de la vida cotidiana, sino a corregir las prioridades.
Creo que es una indicación esencial también con respecto al futuro de la Iglesia católica en España: la relación entre el catolicismo y la cultura. Si volvemos a pensar con generosidad en el «caso serio» del cristianismo, probablemente el catolicismo podrá tener suficiente aire en los pulmones para atravesar todas las demás preguntas de este tiempo y tal vez decir una palabra significativa.

Dicho lo anterior, y ante el titular “El catolicismo se desmorona en España, aunque la Iglesia mantiene una "gigantesca obra social”, uno ya hace tiempo viene comprobando sin alarmismos el hundimiento de todo un paisaje cristiano católico. Yo también, como cristiano, debo confesar que desde ya hace muchos años me ha dejado de llamar la atención este hundimiento, que podría llamarse «implosión», del catolicismo, este declive evidente del cristianismo católico, en España.
Con esa confesión no quiero decir que para un católico que va llegando a la madurez de la vida sea fácil asistir hoy a este ocaso, que no es solo el fin de la cristiandad, sino también el despojo de una Iglesia católica que actualmente es cada vez más visible en forma de minoría y en camino hacia la diáspora... más allá de momentos estelares y puntuales de aglomeradas y explosivas Jornadas de Juventud por poner un ejemplo de estos mismos días en Roma con motivo del Jubileo.
No creo que quienes han alimentado una gran esperanza de reforma de la Iglesia y de su presencia en la historia -mi memoria viaja al papa Francisco-, en compañía de los seres humanos y a su paso, quisieran una Iglesia triunfante y más grande: el deseo era vivir en una Iglesia capaz de escuchar a la humanidad y tan convencida del primado del Evangelio que asumiera su estilo, su práctica y su espíritu. Pero ¿ha sido así?
Ciertamente, hoy la Iglesia católica está humillada por sus contradicciones con el Evangelio, que se manifiestan sobre todo en escándalos financieros y violaciones de la dignidad de la persona humana: pero precisamente a partir de esta ‘humillación’, ¿será posible que se vuelva humilde?
Hoy se impide a la Iglesia ser dominadora en la historia: pero ¿es realmente capaz de acogerlo como una bienaventuranza? Somos conscientes de que, gracias al camino sinodal querido por el Papa Francisco, surgen del Pueblo de Dios, de una manera inédita, preguntas sobre la reforma: pero ¿se mostrará la Iglesia, una vez más, irreformable?
Cada día se viven en las diferentes Iglesias escándalos que provocan también el abandono o la desafección de la comunidad cristiana, y todos somos testigos del crecimiento exponencial de Iglesias cerradas, Iglesias vacías, Asambleas en las que solo aparecen cabezas canosas... o calvicies... El despojo que se está produciendo es evidente y doloroso, pero ¿estamos más cerca o más lejos de interpretarlo en su forma evangélica?
No es solo una cuestión de pobreza, de rechazo de la riqueza y de compartir con los pobres: es necesario que la Iglesia se empobrezca de poder mundano, se despoje del poder jurídico, se siente a la mesa de los pecadores simplemente siguiendo a Jesús y frecuentando, como Él, a los que sufren, a los necesitados, a los desechados de la sociedad. La Iglesia debe sentirse un «camino», como lo profesaban los primeros cristianos, y concebirse a sí misma en forma de «seguimiento», no de religión.
Entonces, tal vez entonces, se producirá la conversión del catolicismo al Evangelio del Reino y desaparecerá el riesgo de un catolicismo sin cristianismo, de una religión teísta condenada hoy a la autorreferencialidad, a intentos falaces de autoconservación, ocupándose de sí misma sin una espera mesiánica que le dé vigor y ahuyente todo temor.
Entonces el Evangelio —como Buena Nueva de que la muerte no tiene la última palabra porque Jesucristo, que es el amor vivido hasta el extremo por la humanidad, la ha vencido— ya no permanecerá mudo y podrá resonar con claridad en comunidades minoritarias pero significativas.
Si el paisaje religioso se derrumba, y bajo las cenizas permanece la brasa de la fe y, puede ser que la fe cristiana renazca alternativa.
