El dios de los felices

De la Felicidad. De eso hablaba Jesús. Lo suyo fue una obsesión por arrancar del mundo las causas por las que los seres humanos llegamos a ser tan infelices. No han cambiado mucho esas causas desde sus días hasta los nuestros, aunque sí han cambiado las formas en las que las entendemos, cómo las percibimos y cómo las nombramos. Aunque por momentos en el pantanoso lenguaje de la iglesia oficial se les siga llamando como en el latín del imperio. Pero no. Jesús no habló de una “bienaventuranza” ni de diez. Habló de las personas felices.

Lo más importante que Jesús dijo e hizo al respecto de la felicidad de los seres humanos, especialmente de los más pobres, fue recordarnos que dios es el más interesado en que logremos serlo. Eso parece una cosa demasiado abstracta o etérea, pero lo es simplemente porque el pantanoso latín nos convirtió a dios en el inmutable, el sempiterno, el omni esto y omni aquello, y tantas otras geniales ideas aristotélicas que no tienen nada que ver con el padre que da el pan de cada día. Que dios esté interesado en nuestra felicidad no es un asunto “espiritual” en el sentido de una especie de consuelo auto-inducido ante las dificultades reales de lo material. La religión puede ser el opio del pueblo, pero dios siempre será el que nos despierta de toda anestesia. Lo que significa es que cada día, en cada uno de nosotros, dios está creando nuevas formas en las que podemos combatir la infelicidad. Lo está haciendo ahora mismo.

En tiempos de Jesús muchas personas se sentían agobiadas y dominadas por fuerzas externas. La creencia popular era que el mundo estaba lleno de espíritus buenos y malos, y que cuando los malos espíritus se apoderaban de alguien podían llevarlo a la ruina y a la locura. No son pocas las personas que hoy en día viven tan agobiadas o más, que los “endemoniados” de los evangelios. La salud mental se ha convertido en la gran preocupación del siglo XXI. La ansiedad, el estrés, los trastornos, pueden tener su origen en pequeñas concesiones que vamos haciendo, para que cosas fuera de nosotros terminen dominando hasta lo más minucioso de nuestro funcionamiento cerebral. Acoger la buena nueva implica recuperar el control sobre la propia vida, recobrar la estabilidad, como el de Gerasa.

Curaba Jesús. La enfermedad entonces, como ahora, era un terrible escenario para cualquier persona, y el hijo del carpintero aprendió a curar, y no podía pasar cerca de alguien que padeciera dolencias sin hacer algo por ayudarle. No tenemos noticias de las formas que usaba Jesús para curar, a los evangelios no les interesaba hacer un vademécum, y por eso se ha extendido casi de modo indiscutible, la idea de que Jesús podía violar las leyes de la naturaleza a su antojo – ¡valiente encarnación! – y que de esa forma mostraba su divinidad. Pero Jesús no curaba para mostrar nada sobre sí mismo, sino para que los enfermos supieran que dios no tenía en sus planes verlos retorcerse de dolor, y que quien pueda hacer algo por aliviarlo debe apresurarse a hacerlo. Vivir el evangelio significa huir de lo que puede dañarnos y ante lo que nos causa dolor buscar alivio, pero también y sobre todo, darlo.

En la palestina del siglo I era común que se alejara y se excluyera a muchas personas por cuestiones de pureza. En aquella religión eran tantas las normas para mantenerse puros que era prácticamente imposible cumplirlas todas. Tanto así que algún grupo prefirió alejarse del todo y construir su propia ciudad para asegurar el poder mantenerse inmaculados. Así, muchos eran tratados como gente indigna (indigentes) por el simple hecho de su oficio, o por el ciclo menstrual, o por no tener la posición económica suficiente para cumplir con cada precepto. Cierta religiosidad sólo es posible para personas con poder adquisitivo. Jesús limpiaba, se acercaba, tocaba o se dejaba tocar, compartía, comía con cualquiera. Incluso con los puritanos para darles alguna lección, aunque casi nunca terminaban bien aquellas comidas. Demostraba con todas las posibilidades que tenía que no existía razón alguna para dividir a los seres humanos en facciones de ninguna clase. Que estaban equivocados todos los que intentaban apartar a sus semejantes por algún motivo inventado tras retorcer el sentido de la escritura. Creer en Jesús tiene mucho que ver con romper toda división, con desempolvar la pureza del corazón, esa que sabe ver a cada ser humano detrás de los prejuicios, de las divisiones, del temor. Creerle tiene que ver con denunciar toda religión que intente hacer sentir impuros o indignos a los otros.

Pero también somos infelices por nosotros mismos. Pues sabiendo bien o relativamente bien por dónde hay que hacer la vida, nos obsesionamos con detallitos seductores que nos distraen, a los que concedemos demasiado interés y atención, y perdemos de vista lo que es verdaderamente importante. Herimos nuestras prioridades reales, y a esas heridas la biblia las llama pecado. Claro, se nos escapa la felicidad porque ella requiere altísimas dosis de generosidad y grandeza, de simplicidad y pasión, y el pecado es esa impaciencia, esa desconfianza, que nos hace creer que nos va mejor con la codicia, con la apatía, que la vida resulta más mientras más se tenga, y menos esfuerzo se necesite para tener todo cuánto se quiere. No es claro si somos así o si nos volvemos así, lo que es claro es que Jesús tejía relaciones en las que le era posible mostrar que en la vida había más, que si todo es nuestro, no podemos portarnos como quien protege desesperadamente un trozo, que dar siempre será infinitamente más alegre que recibir. Seguir al maestro es también dar la batalla contra el propio pecado, que no se da herniándose para no equivocarse, sino abriéndose a la posibilidad de la plenitud. Estando en cada instante a la altura de nuestras posibilidades.

Por último, somos infelices porque construimos la infelicidad, la sistematizamos, la convertimos en política pública, en currículo educativo, en sistema de administración de la vida. Nuestras estructuras asfixian el espíritu, ahogan la felicidad. Nos organizamos un mundo complejo, y lo sostenemos, y cada cierto tiempo vamos a votar para que siga igual. Sucedió en Israel también. El entramado de política, regulación social y religión hacía que el ambiente se enrareciera, que la gente viviera crispada, que la ira fuera parte del menú cotidiano. El imperio prometía una paz que no estaba en condición de proveer. Las falsas promesas y las consecuentes decepciones eran parte del paisaje de la tierra santa. Ya muy al inicio de su evangelio Lucas pone en labios de María una oración subversiva, una declaración de lo inminente que será una alteración de ese orden injusto y opresor. Nunca el evangelio fue tan político como en la oración de la mamá de Jesús. Y su hijo supo leer ese momento y se opuso, sin violencia pero sin concesiones. Sin odios pero sin romanticismos. Y propuso que todo debía ser distinto y que entre los suyos el único poder posible era el de servir, ponerse de último y lavar los pies de los hermanos. Puso en marcha una auténtica revolución, que a él lo llevó a la cruz y a sus amigos a ser quemados vivos por el imperio. Sin embargo la noticia ya fue contada y se ha ido anunciando por siglos: Ser cristiano es liberar a cada ser humano de las estructuras que le ahogan la vida y de las opresiones que le impiden respirar el buen aliento de dios.

El mayor interés de Jesús no fue el comportamiento religioso de la gente, ni siquiera de los que se hicieron sus discípulos, sino su felicidad. Lo supo con tanta certeza que no se dedicó a propagar el cumplimiento de los mandamientos, sino la fraternidad solidaria y misericordiosa que los supera, que no pone la vida en clave de prohibición, sino de donación. Muy felices y radiantes debieron haber sido aquellas primeras comunidades, no carentes de preocupaciones y sufrimientos, pero fértiles en comunicar a esclavos, pobres, viudas, y a uno que otro religioso profesional como Pablo, que dios es la buena noticia, que su amor es determinación activa, que su bondad es liberadora y su palabra crea mundos nuevos en los que es posible ser feliz.

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Nota: Fue gratamente sorprendente escuchar un eco claro, contundente y esperanzador, de las enseñanzas del Papa Francisco al visitar Colombia, en la reciente Asamblea de la Arquidiócesis de Bogotá. Llamado a la misericordia con todos, a la acción solidaria con los marginados, a la evangelización positiva y a despedirse de discursos belicosos y coercitivos, y una idea de tender lazos en lo profundo, en lo más humano de los creyentes y sus movimientos al estilo de las comunidades paulinas. Maravilloso giro para una comunidad de creyentes que necesita asumir el impulso reconciliador de Evangelii Gaudium. Quiera dios que se haga eco de ese eco en las parroquias, y que se invite de nuevo a la comunidad a la solidaridad activa con los habitantes de calle y los migrantes venezolanos que abundan en las ciudad, sin condescendencias diplomáticas con las políticas excluyentes del gobierno distrital.
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