Signos de presencia Dios en el silencio, en la historia y en la vida

"Desde niño aprendí que la soledad no siempre es ausencia, sino muchas veces presencia. Horas enteras en un pequeño pueblo, sentado en la muralla de mi casa, contemplando la puesta de sol. Allí descubrí que el silencio puede ser escuela"
"Romano Guardini decía que 'la existencia del hombre alcanza su plenitud cuando se abre a lo eterno'. Y esa apertura ocurre, muchas veces, en el silencio"
"La Biblia nos recuerda que Dios es fiel en la historia… Y aquí quiero detenerme, muchas veces escuchamos que “el tiempo pone las cosas en su sitio”. Pero yo estoy convencido de que no es el tiempo el que lo hace, sino Dios mismo. Dios está en el tiempo, lo habita, lo llena de sentido"
"La Biblia nos recuerda que Dios es fiel en la historia… Y aquí quiero detenerme, muchas veces escuchamos que “el tiempo pone las cosas en su sitio”. Pero yo estoy convencido de que no es el tiempo el que lo hace, sino Dios mismo. Dios está en el tiempo, lo habita, lo llena de sentido"
David pasó muchas horas en silencio. Era pastor de ovejas, y en ese silencio fue forjando su corazón, aprendiendo a escuchar, a contemplar, a confiar. Esa vida escondida, aparentemente insignificante, fue la que le preparó para, más tarde, enfrentarse a Goliat y vencerlo no con la fuerza de las armas, sino con la fuerza de Dios.
Algo parecido descubro en mi propia vida. Desde niño aprendí que la soledad no siempre es ausencia, sino muchas veces presencia. Horas enteras en un pequeño pueblo, sentado en la muralla de mi casa, contemplando la puesta de sol. Allí descubrí que el silencio puede ser escuela: una escuela que enseña a escuchar, a contemplar, a dejar que la naturaleza y el paso del tiempo hablen de Dios.
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Hace pocos días, en conversación con una amiga, hablábamos de esa experiencia del silencio. Un silencio que no es vacío, sino espacio donde Dios interpela. Es como abrir una ventana interior y dejar que el Espíritu sople dentro de uno mismo. Y en este camino también Asturias ocupa un lugar muy especial en mi vida. Allí, entre sus verdes montañas, ríos que cantan y acantilados que miran al mar, he sentido la fuerza de la naturaleza y la hondura del silencio. En ese paisaje, que parece tejido por la mano de Dios, descubrí que Él también se hace presente a través de las personas que pone providencialmente a tu lado. Una mujer en particular, llegada en un momento preciso, se convirtió en señal de su cuidado discreto y fiel.

Ella es luz serena, belleza que se siente más que se ve. Su alma vibra con paz, bondad y armonía, y su presencia deja una huella silenciosa de calma y admiración.
Romano Guardini decía que “la existencia del hombre alcanza su plenitud cuando se abre a lo eterno”. Y esa apertura ocurre, muchas veces, en el silencio.
No siempre el rostro de Dios llega a través de oraciones o templos. A veces se refleja en la vida sencilla de las personas. Mi bisabuelo, sin ser religioso, me transmitió con su forma de vivir y tratar a los vecinos la presencia de un Dios cercano, humilde, que acompaña sin hacer ruido. Fue un signo, un reflejo silencioso de que Dios actúa también en la sencillez de lo cotidiano.
La vida trae dificultades, momentos en los que todo parece oscuro. Sin embargo, incluso allí se descubre una luz. Recuerdo aquellas palabras tan conocidas: había un hombre que miraba sus huellas en la arena junto a las de Dios; pero en los momentos más difíciles solo veía un par de huellas. Entonces comprendió que no era que Dios lo hubiese abandonado, sino que el Señor lo llevaba en brazos. Esa certeza me acompaña siempre.
La Biblia nos recuerda que Dios es fiel en la historia. El faraón, con toda su fuerza y sus carros de guerra, no pudo detener al pueblo de Israel porque Dios caminaba con ellos y los liberó de la esclavitud. Y así, también en nuestra propia historia, podemos reconocer que Dios nunca deja de estar presente, aun cuando los caminos parecen cerrarse.
Y aquí quiero detenerme: muchas veces escuchamos que “el tiempo pone las cosas en su sitio”. Pero yo estoy convencido de que no es el tiempo el que lo hace, sino Dios mismo. Dios está en el tiempo, lo habita, lo llena de sentido. Él es quien endereza lo torcido, quien acompaña los procesos, quien, poco a poco, va iluminando lo oscuro. Lo que parece casualidad, lo que parece azar o simple espera, en realidad es la acción providente de un Dios vivo y real.

Dios no se revela solo en los grandes relatos. En mi vida también ha pasado a través de personas concretas, auténticos testigos de su amor.
En el año 1988, en los pasillos del colegio La Salle, en Santiago, me crucé con Ignacio Ellacuría. Fue un instante fugaz: nos miramos a los ojos y me sonrió. Pero en aquella sonrisa, en aquella mirada, descubrí algo que todavía hoy, en 2025, sigo recordando con claridad. Era una mirada tierna, dulce, limpia, de las que hablan las Bienaventuranzas. Una mirada que no juzgaba, que acogía, que transmitía la paz de quien vive arraigado en Dios. Esa experiencia me recuerda siempre aquel canto: “Señor, tú me has mirado a los ojos y has dicho mi nombre”. En esa mirada de Ignacio pude descubrir un destello de la mirada misma de Cristo.
En un momento de tremendo dolor, apareció también Agustín Villamor Herrero, misionero claretiano que pasó largos años en la selva. Su presencia no fue casual: fue providencia. En él descubrí un hombre de Dios, un santo de carne y hueso, capaz de llevar consuelo y de convertirse en bálsamo para un corazón herido.
Providencialmente también llegó a mi vida Juan Cabo Meana, otro misionero que, con su sencillez y entrega, se hizo reflejo de la ternura de Dios. No hacía falta que hablara mucho: su vida misma era palabra, testimonio, evangelio vivo.
Y de muy joven conocí a Paulino Pérez Mendaña, un médico que cumplió las bienaventuranzas con una radicalidad impresionante. Magnánimo, entregado a los más pobres, fue un hombre grande con corazón de niño. En Chiapas, junto a Samuel Ruiz, llegó incluso a ponerse como escudo humano en defensa de los más débiles. Esa imagen lo define: un hombre que se dejó gastar, que se hizo hermano de los más necesitados, que mostró que Dios se hace presente cuando alguien ama de verdad.
Estos hombres, distintos en caminos pero iguales en fe, fueron para mí grandes santos, testimonios vivos de que Dios sigue caminando en medio de su pueblo, de que el Evangelio se sigue encarnando hoy.
Hay momentos en que parece que Dios nos deja solos. Pero esa aparente ausencia es también pedagogía divina. Como un niño que comienza a caminar: necesita caerse, arriesgarse, levantarse, para crecer. Sin embargo, al final del camino siempre está su padre con los brazos abiertos. Dios no nos quiere eternamente niños; nos quiere maduros, adultos en la fe. Y en ese crecimiento descubrimos que su presencia no se impone, pero se deja sentir, se puede experimentar.
Los discípulos proclamaban: “Lo que hemos visto, lo que hemos oído, lo que hemos tocado”. Ellos tocaron a Cristo resucitado, pero también nosotros hoy podemos palpar a Dios en la vida: en el silencio, en las personas, en la historia, en las pequeñas huellas que va dejando.
Pablo Picasso decía que “el arte es la mentira que nos permite acercarnos a la verdad”. Y algo así ocurre con la vida espiritual: a veces el dolor, la soledad, incluso la noche oscura, parecen signos de ausencia de Dios. Pero, en lo profundo, descubrimos que son caminos ocultos hacia la verdad de un Dios que nunca abandona.
Hoy sigo sintiendo hambre de Dios, necesidad de su cercanía. Y cada día descubro con más claridad que Dios está presente, real, cercano, acompañando siempre, incluso cuando mis ojos no saben verlo.
