Biblia y compromiso social (1). Doce principios (Instituto León XIII)

El Instituto Superior de Pastoral León XIII, de la Universidad Pontificia de Salamanca, en su Campus de Madrid, dentro de su sección En Diálogo, ha organizado una serie de conferencias sobre La Biblia en la Renovación de la Iglesia.

El Prof. J. P. García Maestro, director del curso, me ha invitado a impartir una lección sobre Biblia y Compromiso Social, y he pensado tomado como base las doce citas básicas del documento titulado El Pacto de las Catacumbas, suscrito por una serie de obispos hacia el final del Vaticano II (16, XI, 1965). Esas citas bíblicas, organizadas de un modo unitario, ofrecen el punto de partida o principio de la mejor Carta Magna del compromiso social de la Biblia, dentro de la Iglesia, en el siglo XX.

No son principios teóricos, sino unos compromisos prácticos, firmados por algunos de los obispos más significativos del Vaticano II, al final del Concilio. Así los quiero presentar, en el ámbito universitario del Instituto Superior de Pastoral León XIII, de Madrid-Salamanca , uno de los lugares emblemáticos de la renovación cristiana en el ámbito de la cultura de lengua castellana en los últimos sesenta años.

Los temas están tomados en parte del libro que dirigí hace dos años sobre El Pactos Catacumbas. Allí podrá dirigirse quien quiera profundizar en el tema.
Gracias a J. P. García Maestro por invitarme a impartir esta lección. Buen día a todos. Mañana ofreceré algunas consecuencias del tema.

Compromiso social de la Biblia (NT). Doce principios


1. Ante todo, el Reino de Dios: “Bienaventurados los pobres, porque es vuestro el Reino de los cielos” (Mt, 5, 3): “Buscad el Reino de Dios, y todo lo demás se os dará por añadidura” (Mt 6, 33). Este documento del pacto nos sitúa en el principio del mensaje de Jesús, centrado en el anuncio del Reino (cf. Mc 1, 14-15) con la bienaventuranza de los pobres como sus herederos o destinatarios. En ese contexto, el Documento no puede distinguir entre la redacción de Lc 6, 21 (pobres sin más) y la de Mt 5, 3 (pobres de espíritu). No se ve claro por qué ha escogido la versión de Mateo, con los problemas que ella suscita (quizá para vincular el aspecto social y espiritual del tema).

De todas formas, es claro que el documento no entiende la pobreza como algo que es sólo espiritual, como la ha puesto de relieve la cita de Mt 6, 33: La búsqueda y acogida del Reino de Dios, en un plano personal y comunitario deja en un segundo plano otros temas de comida y vestido (es decir, de riqueza particular), en el sentido egoísta del término. El don del Reino libera a los creyentes del agobio del tener y de la lucha por los bienes del mundo, que son importantes, pero que no pueden centrarse en sí mismo, sino que han de tomarse como don de Dios, para compartirlos con los pobres, es decir, al servicio del amor.

2. Compromiso de Cristo: “El Espíritu de Dios me ha enviado… para evangelizar a los pobres” (Lc 4, 18 ss.); “los pobres son evangelizados pobres” (Mt 11, 4s). Éstos son los textos que definen de manera más precisa la misión y tarea del Cristo, conforme al sermón de Nazaret de Lucas (que recoge la misión del Siervo del libro de Isaías) y al proyecto mesiánico de Jesús, recogido en el pasaje en que él responde a los mensajeros de Juan Bautista, ante quienes presenta su misión redentora, de tipo mesiánico…
Éste es para el documento del Pacto el principio y centro del compromiso social de la Biblia. El tema de la pobreza se vincula con la curación de los enfermos y con la liberación de los oprimidos, conforma a la misión del Siervo de Dios, el profeta final (el verdadero Cristo), cuya obra definitiva consiste en visitar y ayudar (desde dentro) a los cautivos, enfermos y pobres de la tierra. Cristo no es aquel que vence en guerra externa a los poderes militares que dominan sobre el mundo, ni alguien que promueve una revolución puramente económica (en la línea de un posible marxismo), sino aquel que se introduce desde Dios, por amor, en la historia de los hombres, para compartir sus dolores y liberarles de ellos. A partir de estos pasajes, el Documento del Pacto nos sitúa ante una “liberación integral”, pero realizada desde abajo, no desde el poder glorioso de los que se imponen sobre los demás, sino desde la entrega de aquellos que como Jesús (es el Hijo de Dios, Dios en persona) regalan y entregan su vida por los otros.

3. Seguimiento personal, en pobreza exterior e interior: “No atesoréis tesoros en la tierra, donde los ladrones los desentierra y roban…” (Mt 6, 19-21); “vended vuestros bienes, dadlos a los pobres porque allí donde está vuestro tesoro está vuestro corazón” (Lc 12, 33-34). Estos pasajes forman parte de la tradición más honda del Sermón de la Montaña, que ha sido formulada en otro plano en la respuesta de Jesús al hombre rico que quiere seguirle: “Una cosa te falta, vende lo que tienes…” (Mc 10, 17-22). No se trata de optar por la pobreza en gesto de puro pauperismo, como si los dones del mundo fueran malos, sino todo lo contrario: Para valorar los bienes verdaderos y para compartirlos, en gesto de generosidad creadora de comunión.

En el fondo de estos pasajes late una experiencia radical, profunda, que nos permite descubrir y valorar los bienes verdaderos, propios del espíritu, no para negar la riqueza material, sino para interpretarla y disfrutarla de una forma verdaderamente humana. No se trata sólo de buscar interiormente esos bienes, sino de desprenderse de la riqueza “material” en cuanto simplemente material (como realidad que termina poseyendo al hombre), para darla y compartirla con los pobres, pudiendo así disfrutarla de verdad. Entendida así la riqueza se convierte en un “bien mesiánico”, en un signo de la generosidad del Dios de Cristo, que comparte su riqueza con los hombres.

4. Misión eclesial en compromiso de pobreza: los servidores del evangelio, a quienes Jesús envía a proclamar el Reino de Dios han de “ir” y anunciarlo sin ningún tipo de riqueza externa (“no llevéis nada, ni vestidos de repuesto, ni sandalias, ni dinero en la bolsa o en la faja”…) (cf. Mt 6, 9; Mt 10, 9). El documento del Pacto de las Catacumbas nos sitúa de esa forma ante la misión originaria de los discípulos de Jesús, recogida de formas convergentes por Mc 6, Mt 10, Lc 10. En todos estos casos se supone que la verdadera evangelización no se realiza con palabras teóricas de adoctrinamiento, ni a través de la creación de unas estructuras sacrales, sino con el testimonio de un radical desprendimiento, al servicio de la comunión gratuita de la vida entre todos los hombres.

Se trata de retomar el principio y sentido de la misión cristiana, fundada en desprendimiento de los misioneros, a quienes Jesús envía sin bienes materiales, recreando así su testimonio de solidaridad: No guardan nada para sí, pueden compartirlo todo con aquellos a quienes ofrecen su mensaje. No llevan oro o plata, sino una palabra más alta de curación (Hech 3, 6), y así pueden compararse con “las raposas” del campo, que no tiene ni siquiera una casa o madriguera propia, porque el mundo entero es suyo para compartirlo con los hombres (Mt 8, 20), sin necesidad de edificaciones o estructuras fuertes de seguridad o dominio sobre los demás.

5. En contra de la política del mundo. Este documento del Pacto la experiencia radical de oposición entre los seguidores de Jesús y aquellos que quieren triunfar sobre la tierra. La política victoriosa de los grandes del mundo sólo puede desplegarse utilizando unos medios de poder y de dinero; en esa línea, los “poderosos” del mundo, aunque digan servir a los hombres, les dominan y esclavizan (Mt 20, 25-28 par.). Ciertamente, la Iglesia ha venido repitiendo esa palabra de Dios, pero el Documento del Pacto lo hace de un modo radical, pues no la sitúa en el plano de la espiritualidad, sino de la misma administración episcopal de la Iglesia.

En esa línea, la “política” de Cristo y de sus seguidores ha de interpretarse como “anti-política”, superando de esa forma una especie de pacto tácito que se había establecido a lo largo de los siglos los señores de la tierra y los obispos (que aparecían también de hecho como señores temporales). Este programa de Jesús ha de entenderse como una inversión completa de los principio de principio que se emplean en el mundo. Los seguidores de Jesús no pueden emplear dinero, ni otro tipo de poderes de dominación (aunque alguien pudiera decir que ellos son justos) para realizar su cometido. El evangelio de Jesús se expresa y “triunfa” renunciando a todo triunfo propio, a través del servicio voluntario y de la entrega de la vida, desde abajo, desde el lugar y con los medios de los siervos y esclavos. Sólo así se puede entender y acoger la obra del Cristo, que no ha venido a que le sirvan, sino a servir y dar la vida por los otros.

6. No buscar títulos de eminencia, que eleven a unos cristianos sobre otros. En esa línea ha destacado el Documento del Pacto la importancia del mensaje de Jesús según Mt 23, 6-11, en el que comienza criticando a los que buscan los primeros puestos en las “comidas comunitarias” y las primeras cátedras en las iglesias, con el honor en las plazas. Son muchos exegetas que piensan que este Jesús de Mateo se está oponiendo de hecho a los primeros “cuasi-obispos” de la Iglesia, que pretenden controlar los primeros puestos de la comunidad (en comidas y celebraciones), como parece que está sucediendo ya (hacia el año 80-90) en algunos sectores de la comunidad de Antioquía. En contra de eso, este Jesús “pascual” que habla a través del evangelio sigue manteniendo la igualdad radical de todos los creyentes.

Este es un tema que preocupó a Joseph Ratzinger en sus primeros escritos sobre la Iglesia entendida como fraternidad, como lugar en el que nadie puede elevarse sobre los demás, ni por un tipo de autoridad sagrada (¡no os llaméis padre…!), ni por doctrina (¡no os llaméis maestro…!), ni por administración (¡no os llaméis dirigentes!). Aquí aparece la primera y más fuerte condena de todo “poder episcopal” entendido como riqueza propia, preeminencia o dominio de unos sobre otros. En esa misma línea, el Jesús de Juan aparece lavando los pies de sus discípulos, para decirles que nadie domine a los demás, pues sólo tiene verdadera autoridad aquel que sirve a los demás (Jn 13, 12-15). Según eso, los obispos del Pacto se comprometen a expresar y realizar su “servicio” episcopal de un modo evangélico radical.

7. Una comunidad donde todo se comparte. Conforme a todo lo anterior, el ideal de la Iglesia no es por tanto la pobreza en sí, entendida en forma de “miseria” (carencia de todo, mendicidad pura), sino la comunión de vida (es decir, el amor mutuo), conforme a la experiencia de la Iglesia primitiva, donde los discípulos ponían en común todos los bienes, como recuerdan los sumarios del libro de los Hechos (Hch 2, 44 s; 4, 32-35). La pobreza de la Iglesia se encuentra por tanto al servicio de la experiencia de la gracia de Dios y de la comunicación de bienes, entendida como expresión de vida mesiánica. No ha de haber por tanto algunos que tienen más y otros menos, unos que dominan y otros que se someten, sino que todos han de compartirlo todo, unos con los otros, dando cada uno lo que tiene.

Al servicio de esa comunión de bienes aparecen y han actúan los mensajeros de Jesús (entre los que se encuentran los obispos). Lógicamente, el mayor “pecado” de la Iglesia será el engaño económico, esto es, la mentira y utilización en el plano económico. Esta será su primera herejía o ruptura interior, merecedora de la “muerte” cristiana, como muestra la cita del texto de Ananías (Hech 5, 4). Sólo en ese fondo de comunicación integral de fe y economía se entiende la declaración básica de la unidad de la Iglesia que, según Pablo; no es unidad de imposición, de unos sobre otros, ni de espiritualidad desencarnada, sino de comunión plena de bienes, corporales y espirituales (1 Cor 12, 4).

8. Un servicio social, atención a los pobres. En ese contexto ha de entenderse la primacía de los pobres, que el documento del Pacto ha destacado en varios de sus números, con tradiciones importantes del Nuevo Testamento. Así nos recuerda, de un modo sorprendente, la necesidad de atender y elevar a las mujeres “encorvadas” bajo el peso de la vida, como dominadas en las comunidades, para que ellas puedan recobrar su dignidad y vivir en plenitud como personas. (Lc 13, 12-14). Ese ideal ha sido retomado y destacado por la Iglesia paulina, en la que aparece como esencial la ayuda a los más pobres de la comunidad, especialmente a las viuda (cf. 1 Tim 5, 16; y en otro contexto 1 Tim 3, 8-10).

Resulta igualmente significativo el hecho de que el Documento haya destacado también el valor prioritario del servicio social en la Iglesia primitiva, tal como aparece “encarnado” en la función de los “diáconos” helenistas que atienden a las mesas, a los huérfanos y viudas (cf. Hch 6, 1-7), a quienes el mismo texto del libro de los Hechos presenta como los primeros “misioneros” de la Iglesia, que llevan el mensaje de Jesús más allá de la “matriz” judía. Esa labor social de los “helenistas” acaba siendo para el libro de los Hechos tan importante o más que la predicación de la Palabra, propia de los doce Apóstoles “hebreos”. La misión “social” (ad pauperes) aparece así como elemento esencial de la misión “evangelizadora” (ad gentes).

9. Redescubrir el valor de la limosna. En sentido estricto, el Nuevo Testamento no ha insistido en la limosna entendida en el sentido moderno, como una forma restringida de “caridad circunstancial”, en medio de un mundo de injusticia generalizada. Por eso, a la luz del evangelio, carece de sentido la oposición moderna que a veces se establece entre la “justicia” (que sería necesaria) y la pura caridad (que sería algo menos importante, y a veces contraproducente, para mantener la injusticia establecida del sistema). Al contrario, desde una lectura radical de la tradición profética de Israel, Jesús y el Nuevo Testamento entienden la limosna como verdadera “justicia”(tzedaka).

En esa línea, hacer o dar limosna significa “hacer justicia”, como indica el texto central de Mt 6, 2-4 (leído a partir de Mt de 6, 1). Según eso, los bienes de cada creyente (es decir, de aquel que cree en el Reino de Jesús) han de convertirse en “limosna” para los demás (cf. Lc 12, 33-34), en signo y camino de comunión de vida (según la justicia de Dios). La limosna no es por tanto algo “accesorio” o secundario, algo que puede hacerse, si uno quiere, sino que ella forma parte de la misma entraña de la justicia bíblica, entendida como virtud teológica, propia del Dios encarnado en Jesús (no de la justicia como virtud cardinal, tal como la formula el “sistema” social helenista). Este redescubrimiento de la limosna, entendida como misericordia activa y como servicio respetuoso a los demás (en justicia), constituye el centro y sentido del mensaje de Jesús, tal como lo ha puesto de relieve, por ejemplo, el evangelio de Mateo.

10. La colecta de Pablo, las iglesias comparten sus bienes. Lógicamente, el Pacto de las Catacumbas ha puesto de relieve el sentido e importancia de la “colecta” realizada por las iglesias paulinas, a favor de los pobres de la Iglesia de Jerusalén (tal como aparece en especial en 2 Cor 8-9), como signo de comunión espiritual y material (económica) entre las comunidades, es decir, como expresión de auténtica justicia social y de culto a Dios. Esta colecta, para ayudar a las comunidades pobres (en especial a la de Jerusalén) un simple “consejo”, algo que queda libremente a la voluntad de cada iglesia, sino todo lo contrario: Conforme a la visión de Pablo, sin esta comunión económica entre las iglesias (no para que unos enriquezcan y otros pasen hambres, sino para que todos puedan compartir la vida en igualdad) no se puede hablar evangelio, ni de catolicidad cristiana.

Éste ha sido uno de los elementos fundamentales del proyecto renovador de los “padres de la Iglesia” de las Catacumbas, que descubrieron la exigencia cristiana de compartir los bienes entre unas iglesias ricas y otras pobres, en un mundo injustamente dividido en grupos sociales muy diferentes. Actualizar la experiencia paulina de la “colecta” a favor de las iglesias necesitadas, de manera que exista comunión no sólo espiritual, sino también económica y de vida entre ellas, fue un reto esencial del aquel momento del Concilio. El pacto de la Pobreza se entiende así como “pacto eucarístico” de comunión entre las iglesias.

11. Vivir del propio trabajo. El grupo del Pacto de las Catacumbas era muy sensible al tema del trabajo de los ministros de la Iglesia, tal lo habían puesto de relieve los “curas obreros” de diversas naciones, entre ellas Francia. En esa línea, según el documento, los firmantes parecen inclinarse por la experiencia de Pablo, conforme a la cual el misionero (catequista, presbítero, obispo…) ha de vivir de su propio, realizando así su labor misionera completamente gratis, como han puesto de relieve citando algunos textos clave de la tradición paulina (cf. 1 Cor 4, 12; 9, 1-27; cf. Hech 18, 3 ss.).

Éste es un tema que a mi juicio ha quedado abierto en el fondo del Pacto. En un momento dado, algunos ministros de las iglesias paulinas apelaron al “derecho” de ser liberados para su función “misionera”, siendo alimentados por sus comunidades, conforme a una palabra del AT (“no pondrás bozal al buey cuando trilla”, Dt 25, 4) y que se atribuye al mismo Jesús (“el obrero es digno de su salario”, cf. Mt 10, 10; Lc 10, 7; 1 Tim 5, 17-18); Pablo admitió ese “derecho” para otros, pero él no quiso aceptarlo, sino que decidió vivir de su trabajo (cf. 1 Cor 9, 1-18). En ese contexto se pueden distinguir tres modelos de mantenimiento económico de los ministros del evangelio.

(a) Intercomunicación mesiánica (cf. Mc 6, 6-12 par). Cada creyente colabora conforme a lo que tiene, y todo se comparte (cf. Mc 10, 29-31: ciento por uno). Éste no es un modelo de mendicidad, sino de división de funciones y comunicación no salarial: el misionero no está obligado a un trabajo económicamente productivo, pues todos comparten palabras y haberes.
(b) Servicio retribuido. Aparece en un texto citado por el mismo documento (1 Ti 5, 18): la iglesia paga con sus medios a quienes trabajan para ella, con dedicación permanente; este modelo ofrece ventajas, pero corre el riesgo de profesionalizar las tareas de evangelio.
(c) Servicio eclesial gratuito, con trabajo exterior retribuido (1 Cor 9). El misionero gana un salario con su trabajo (Pablo teje lonas o telas de cabra para tiendas de campaña), para realizar su función eclesial en tiempos libres, sin ser gravoso a nadie; en esta línea se ha mantenido el rabinato judío (los grandes maestros han sido trabajadores manuales) y el monacato cristiano más antiguo; los firmantes del Pacto parecen optar por este último modelo (que es el de Pablo), unido al primero, que va más en la línea de Jesús.


12. Ante la urgencia del juicio, Mt 25, 31-46. Ésta es quizá la cita más importante del Pacto de las catacumbas, que define y resuelve escatológicamente el tema de la riqueza y pobreza a partir de la exigencia del servicio mutuo. Los bienes materiales no importan en sí mismos (como algo material, sean muchos o pocos), sino como medio de comunicación y comunión humana, es decir, de servicio mutuo. En este contexto, Jesús aparece encarnado en los pobres (tuve hambre, estuve exilado o desnudo, enfermo o encarcelado), de manera que el servicio que se realiza a los carentes o necesitados tiene un sentido mesiánico (se realiza al mismo Cristo).

La importancia revolucionaria de este pasaje está en el hecho de que interpreta los ministerios eclesiales (enseñar, bautizar: cf. Mt 28, 16-20) desde la perspectiva del servicio social interhumano. En este contexto, al menos de forma velada, la función de los “obispos” de la Iglesia se identifica con la de acoger y visitar a los marginados (pobres, enfermos, encarcelados), pues el texto utiliza en esa línea la palabra clave del “episcopado” cristiano (epeskepsate, pues episcopos viene de episkopeô, y significa el supervisor de las comunidades, es decir, aquel que acoge de un modo especial a los demás).

Éstos son los textos bíblicos que el documento ha citado para afirmar (probar) su proyecto, desde la perspectiva de una Iglesia de los pobres. Tomados en sí mismos, esos textos van más allá de un pacto de obispos, pues no sirven sólo para “iluminar” un compromiso de vida y apostolado episcopal (¡cosa que hacen también!), sino para definir la vida cristiana en su conjunto.

Son citas y referencias fundamentales, que abran un abanico luminoso de vida cristiana, aunque en un primer momento parezca que están introducidas un poco a la fuerza (como con cuña) en un documento sobre los obispos. Más que para fundar une “episcopología” en el sentido limitado del término, ellas pueden servir y sirven para fundar una “eclesiología” o, quizá mejor, una visión de conjunto de la vida cristiana, desde una perspectiva de los pobres.

Son citas que una eclesiología clásica, desde la Reforma Gregoriana (siglo XI) hasta el Vaticano II, pasando por Trento, apenas había tomado en cuenta, pues parecían más propias de una moral y una espiritualidad que de un tratado de Iglesia. Pues bien, ahora, de pronto, los “obispos de los pobres” las han puesto en el centro de su proyecto de Iglesia, y lo han hecho de una forma aparentemente silenciosa, no para negar frontalmente otras posturas, sino para situar su visión de Iglesia y su compromiso episcopal a la luz de la vida y mensaje de Cristo, según el Nuevo Testamento. En esa línea, el Pacto de las Catacumbas aparece como Carta Magna de una gran enmienda eclesiológica, no desde fuera, sino desde el mismo centro del Vaticano II. Sus firmantes fueron pocos (unos cuarenta, con algunos “amigos” externos, quizá hasta setecientos), pero ellos representaban una voz esencial dentro del Concilio.
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