13.2.22.Jesús, un hombre feliz (Domingo de las bienaventuranzas 1)

Celebramos este domingo (Dom 6 TO, ciclo C) las bienaventuanzas de Jesús según el Sermón de la Llanura de Lucas. El próximo día comentaré las bienaventurazas en concreto.

Hoy presento a Jesús como hombre feliz, el bienaventurado por excelencia, coforme a los cuatro puntos que siguen. (1) Hombre feliz, encarnacíón de Dios. (2) Un bautismo de felicidad. (3) Mensaje de felicidad. (4) Obras de felicidad

  Desarrollo básicamente el tema siguiendo un estudio mas extenso sobre las bienaventuranzas. 

Texto:Lucas 6, 17. 20-26

En aquel tiempo, bajó Jesús del monte con los Doce y se paró en un llano, con un grupo grande de discípulos y de pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón.Él, levantando los ojos hacia sus discípulos, les dijo:

"Dichosos los pobres, porque vuestro es el reino de Dios.Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados.Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis.Dichosos vosotros, cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten, y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían vuestros padres con los profetas.

 1. Un hombre feliz, encarnación de Dios

Tanto como el mensaje de las bienaventuranzas (Lc 6, 10‒26; Mt 5, 2‒11) importa la vida y testimonio de Jesús, el bienaventurado, y en esa línea debemos compararle con otros testigos de felicidad  (Krisna y Buda). Por eso empezaré destacando aquello que Jesús no era[1]:

 ‒ No fue un guerrero como Arjuna, un noble y excelso general, alguien que tuvo una crisis en medio de la guerra, para contemplar la felicidad de Dios más allá de la batalla. No fue tampoco un celota, como algunos han supuesto, caudillo de la lucha militar anti romana, en la línea de los grandes guerreros de Israel, como Josué (conquistador), David (instaurador del Reino) o Judas Macabeo (restaurador de la independencia nacional) en línea política y religiosa.

Ciertamente, la tradición cristiana le ha tomado como descendiente de David, y quizá el mismo Jesús se sintió heredero de unas esperanzas davídicas (extendidas por entonces en el pueblo). Pero aún en el caso de que lo fuera (cf. Rom 1,3‒4), él s invirtió de forma radical la tarea y sentido de su mesianismo, interpretándolo en claves de salud, comida y comunión entre los hombres.

 ‒ No fue tampoco un gobernante poderoso, rey de elevada alcurnia, como Gautama Sakiamuni (Buda). No tuvo que abandonar el palacio por algún tipo de crisis familiar o económico/social como Job, ni lo hizo para descubrir dolores que previamente no sabía, como Buda, pues desde joven (niño) formó parte de un mundo de trabajo y opresión, en momentos de gran crisis económico‒social y religiosa.

Habiendo sido un tekton, obrero manual de construcción, campesino sin campo, artesano eventual, impulsado por la justicia de Dios, abandonó un día el trabajo, haciéndose discípulo de un profeta penitencial, llamado Juan Bautista. En eso puede parecerse a Buda, que buscó también la luz de los brahmanes, pero tuvo que separarse al fin de ellos, recibiendo entonces su nueva iluminación junto al Ganges, en Benarés. En una línea semejante, al separarse del Bautista, Jesús fue iluminado de un modo más alto al otro lado del río Jordán, cf. Mc 1, 9‒11).

 ‒ No fue un profesional de la religión, como los sacerdotes de Jerusalén o los rabinos, ni un discípulo de los escribas fariseos que empezaban a “reconstruir” la identidad israelita, tras el fracaso de la “reforma” socio‒religiosa de los macabeos, sino un hombre del campo, heredero de las tradiciones populares de Israel; y en ese contexto, desde el fondo de un mundo cambiante (lleno de contradicciones) pudo trazar un camino de humanidad reconciliada, a partir de una experiencia de Dios que se expresó en su acción de sanador y mensajero del Reino.

No mejoró las normas de la Ley de Dios, como harán después, desde el fin del siglo I d.C., los rabinos de la Misná. Tampoco escribió unos libross eruditos sobre la felicidad, como hizo en su tiempo L. A. Séneca, 4 a.C‒65 d.C. (De vita beata) o como hará después, en el siglo XIII, Santo Tomás de Aquino en la Summa Theologica I‒II, De Beatitudine,un texto que fue comentado, en el siglo XVI, por F. de Vitoria, creador del Derecho Internacional, donde establece la igualdad de hombres y pueblos ante la felicidad.

             Jesús no trazó leyes ni escribió tratados para organizar jurídicamente la felicidad, pero fue un hombre feliz, profeta y testigo mesiánico de la bienaventuranza entre los excluidos, enfermos y pobres de su pueblo a quienes proclamó y propuso un camino de bienaventuranza en una zona marginal de Galilea. No dijo cosas ajenas a su vida, sino que extendió el testimonio activo de propia experiencia, y sólo así, como portador de la felicidad de Dios, pudo anunciar y extender un camino de bienaventuranza mesiánica, desde la raíz del judaísmo.

Historia de Jesús - Editorial Verbo Divino

 2.Renacer en felicidad: Bautismo

Desde ese fondo ha entendido el evangelio de Marcos el bautismo de Jesús en un pasaje que recoge la experiencia (identidad y misión) fundamental de su vida, pues, aunque incluye elementos penitenciales (inmersión en el agua), apocalípticos (apertura del cielo, voz de Dios Padre) y carismáticos (Espíritu de Dios), ha de entenderse ante todo como eclosión fundante de felicidad e iluminación misionera[2]:

              Y sucedió en aquellos días que llegó Jesús desde Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en el Jordán. En cuanto salió del agua vio los cielos rasgados y al Espíritu descendiendo sobre él como paloma. Se oyó entonces una voz desde los cielos: Tú eres mi Hijo Querido, en ti me he complacido (Mc 1, 9‒11; cf. Lc 3, 21‒22)

            Ésta es la revelación iniciática de Jesús, una experiencia de felicidad y misión (en la línea de Is 6,1-13 y Jer 1, 4-19), que transformó y marcó su vida, tras haber recibido el bautismo que Juan impartía a los penitentes que venían a “confesar sus pecados”, para vivir de esa manera arrepentidos. No fue una experiencia bautismal estrictamente dicha (vinculada al rito penitencia de Juan), sino post‒bautismal, tras haber salido del agua.

             Ella ha de verse desde el trasfondo de la historia de Israel; pero, al mismo tiempo, supera ese trasfondo, y así aparece como marca y signo de su nuevo nacimiento, de su encuentro personal con Dios y de su identidad de Hijo querido, aquel en quien Dios se complace.  Fue ante todo una eclosión de felicidad. Dios no le alumbró para que descubriera y confesara su pecado, ni le pidió que se arrepintiera y cambiara (como hacía Juan Bautista), sino que le nombró (=engendró), llamándole así (¡tú eres mi Hijo!) y haciéndole testigo de su felicidad (en ti he puesto mi complacencia).

            Según eso, el protagonista de la escena no fue Jesús llamando a Dios desde el vacío y lucha persistente de este mundo, sino Dios llamando a Jesús y declarándole su Hijo, después que éste hubiera salido de las aguas del bautismo penitencial de Juan… Jesús, por su parte, aparece así en los evangelios como uno que ha renacido desde la felicidad de Dios, tras haber pasado la etapa de iniciación, marcada por el peso del pecado, que él había querido llevar hasta el Jordán al bautizarse. Pues bien, acabado esa etapa, bautizado ya, se le mostró Dios para decirle que el pecado no era lo importante (no le empezó diciendo unas palabras cómo “yo te he perdonado, he limpiado tus pecados”, cf. Is 6, 4‒5), sino más bien “tú eres mi Hijo, en ti me he complacido”.

Sólo entonces, superada la etapa en que pudo haberse preocupado por temas de pecado, Jesús escuchó la voz de Dios que le decía ¡Tú eres mi Hijo, en ti me he complacido, mostrándole así su amor y su felicidad, sin recordarle para nada su pecado. En esa línea, diversos estudiosos de la religión han podido afirmar “Que Jesús se presente como un hombre que no experimenta la conciencia de pecado constituye un misterio psicológico”[3].

El bautismo marca el comienzo de este “misterio psicológico” de Jesús, que se expresa en el hecho de que no concibe la religión como experiencia de pecado y respuesta penitencial, sino como revelación más honda y transformadora de la felicidad de Dios, esto es, de la vida, como he señalado en el primer capítulo de este libro. No viene primero el pecado, con la conversión y después la bienaventuranza, sino primero la bienaventuranza, que es la presencia de Dios en la vida de los hombres, y después, a modo de consecuencia, la conversión (transformación) desde el amor.

Ésta es la novedad del mensaje de Jesús, tal como ha sido fijado en Mc 1,14‒15 y paralelos: El descubrimiento del Reino (presencia de Dios como gracia y felicidad) puede lograr que los hombres se conviertan, esto es, que cambien de forma de pensar y sentir, de amar y gozar, como sigue diciendo el evangelio. Eso significa que no podemos comenzar por el pecado para superarlo y encontrar así la felicidad tras la conversión y penitencia, sino al contrario: Sólo desde la felicidad de Dios que es vida puede llevarnos a descubrir que había un riesgo de pecado, y superarlo (convertirnos, cambiar de mente: Metanoia), no por miedo al castigo, sino por impulso de felicidad[4].

 Según la Biblia, en otro tiempo, Dios había ido ofreciendo su palabra y asistencia a ciertos hombres y mujeres, para que recorrieran un tramo en el camino de conversión y juicio de los hombres. Llamó a Abrahán, patriarca caminante desde Mesopotamia (Gn 12,1-9), y luego a Moisés desde Egipto, confiándole su obra de liberación para Israel (Ex 3-4). Llamó igualmente a Isaías (Is 6), Jeremías (Jr 1) y otros muchos profetas, pero manteniéndose siempre alejado. Sólo en la plenitud de los tiempos (Gal 4, 4) llamó a Jesús con voz engendradora, mostrándose así totalmente feliz y encarnando su felicidad en un hombre, a quien dice: ¡Tú eres mi Hijo, en ti me he complacido!

De esa manera, esta revelación de Dios (¡la plenitud de los tiempos!) se vuelve principio de la historia de los hombres, y desde ese principio pueden entenderse los restantes rasgos de la escena del bautismo, empezando por el hecho de que “los cielos se rasgaron”, de forma que desaparece (se supera) la distancia que el Dios de Gen 1 había establecido entre cielo y tierra, poniendo en medio una raquía (Gen 1, 7‒8), esto es, una bóveda o muro infranqueable. Pues bien, ahora se rompe ese muro, como se dirá después en la muerte de Jesús, cuando se rasga el velo del templo (Mc 15, 38), de forma que la felicidad de Dios será la de los hombres y viceversa.

Por eso, el Espíritu del cielo pudo venir sobre Jesús, cumpliéndose aquello que Dios había simbolizado y prometido en Gen 2, 7, cuando inspiró su aliento en la vida de Adán, el ser humano, pero de tal forma que, ahora, culminando aquel gesto, el mismo Dios del principio dice a Jesús y con él a los hombres: “Tú eres mi Hijo querido, en ti me he complacido”, esto es: En ti (en vosotros) tengo mi felicidad. Eso significa que el hombre es presencia/espíritu de Dios sobre la tierra. Ésta es la primera y más importante de las nuevas palabras de Dios cuando, llegado el culmen de su creación, él contempla lo que he hecho y dice que todo es bueno, especialmente los seres humanos (Gen 1, 31).

            Éste es el Dios que mira y mirando crea, a través de su felicidad, diciendo que los hombres no son simplemente buenos sino muy queridos, destinatarios y portadores de su felicidad. Por eso, antes que libro de las bienaventuranzas de los hombres, el evangelio es testimonio de la bienaventuranza de Dios, pues en la base de la felicidad de los hombres está la de Dios que les dice: “Tú eres (vosotros sois) mi hijo querido, en ti (en vosotros) me he complacido”. Esta es la experiencia originaria (original) del cristianismo: El hombre nace de la felicidad de Dios (para ser feliz, haciendo así que Dios lo sea) [5].

            Jesús había ido al Jordán como penitente, para recibir un bautismo de perdón e iniciar así un camino de arrepentimiento, pero, al salir del agua, cumplido el bautismo, descubrió que Dios no era penitente sino Hijo, portador de su paz (shalom) entre los hombres. Desde ese fondo ha de entenderse el hecho sorprendente de que Jesús “obedezca”, esto es, escuche y acepta la voz de Dios e inicie su tarea, como “hijo querido”, encarnación de la felicidad de Dios (cf. Hbr 5, 8).

            Esto es lo más difícil. Era fácil ser mensajero de un Dios de ley, que ordena lo que has de hacer y haces, sometiéndote así a su dictado. Es más (intenso) “obedecer” (escuchar) a un Dios que no manda nada desde fuera, sino que está en ti mismo y te dice: “eres testigo de mi felicidad, sé tú mismo, actúa como portavoz y presencia de mi felicidad sobre la tierra”. Éste es el comienzo, raíz y sentido de las bienaventuranzas, buena nueva de Dios en la vida de los hombres, por encima de la interioridad separada de Krisna, del no‒deseo de Buda y de un tipo de simple restauración de la vida antigua, como en el final canónico de Job (cf. 42,7‒17).

            Esas palabras de Dios a Jesús (¡Tú eres mi Hijo…!) forman la introducción del evangelio de la felicidad en el comienzo de la historia mesiánica. No son ley de conversión, ni absolución de un pecador, sino buena nueva de vida, esto es, un evangelio. Más allá del Dios‒Violencia, expresado en el talión del sacrificio y la venganza, esta palabra (¡eres mi Hijo, en ti me he complacido!) es la revelación más honda del Dios felicidad, que por exceso de amor crea a los hombres. Más que Principio Terror, al que apelan los “amigos” de Job, Dios es felicidad beatificante, y de esa forma ama a los hombres y espera que ellos respondan también amando (en la línea de Dt 6, 4‒6). Sólo este Dios que sabe amar (dar vida y gozar), diciendo a Jesús (diciéndonos) que tiene su gozo en amarle (en amarnos), puede ser feliz haciéndonos felices[6].

            Este principio de bienaventuranza de Dios va en contra de una afirmación muy repetida del pensamiento de occidente, formulada por Heráclito: “La Guerra es padre y rey de todos: a unos ha acreditado como dioses, a otros como hombres; a unos ha hecho esclavos, a otros libres” (cf. Hipólito, Refutatio IX, 9, 4). En contra es tesis de violencia que mantiene a hombres y dioses sometidos a una ley de lucha fatal, Jesús sabe que el origen y padre de los hombres y los dioses (en el sentido que les daba Heráclito) no es la guerra (como supone también Krisna), ni un deseo que todo lo devora (Buda), sino el Dios de la felicidad de amor, que dice a Jesús (a cada hombre y mujer): “Tú eres mi Hijo”.

            Juan Bautista vivía en una línea de penitencia (conversión), preocupado por las purificaciones (nunca suficientes) y su ritual más hondo se encontraba limitado por un tipo de deseo ineficaz: ¡No soy siquiera digno de servirte, como un simple criado que ata y desata las sandalias de su amo! (Mc 1, 7-8). Pero Jesús ha superado ese nivel de servidumbre, no es esclavo de dioses ni de hombres, sino portador del gozo de Dios que le ha dicho ¡Eres mi Hijo, en ti me he complacido! A la luz de ese gozo ha sabido mirar, y de esa forma ha visto los cielos abiertos y el Espíritu como paloma descendiendo sobre él (Mc 1, 10).

            La misma felicidad amante de Dios (¡te quiero, en ti me he complacido!) es principio de generación (creación), de forma que Jesús, siendo por un lado el más débil, pues no tiene más tesoro que la felicidad, es por otro el Más Fuerte, Iskhyroteros, en amor y no en violencia. Por eso, superando el agua de las purificaciones, y la tentación de un Diablo que es aquí también, como en el caso de Job, portador de violencia y dominio de unos sobre otros (cf. Mc 1, 12‒13), viene a Galilea para convivir con enfermos y expulsados sociales, diciéndoles que Dios les ama y que ellos puedan cambiar y curarse, pasando del odio y venganza a la felicidad creadora, creyendo en Dios e instaurando así su Reino (Mc 1, 14‒15).

 3. Mensaje de Dios: Evangelio o buena nueva de felicidad

La palabra clave del Antiguo Testamento es besorah, que significa buena noticia, anuncio de victoria y libertad. Por su parte, el verbo bissar significa anunciar noticias buenas y gozarse en ellas. El participio activo de ese verbo es mebas­ser, que significa "­evange­lizador", es decir, el que anuncia la buena noticia de la vida, y así lo utiliza el Segundo Isaías (Is 40-55), cuando anuncia la llegada de la buena noticia de la felicidad de Dios tras el exilio: 

  • Súbete a un monte elevado, evangelizador de Sion,
  • grita con voz fuerte, evangelizador de Jerusalén;
  • grita con fuerza, no temas, di a las ciudades de Judá:¡Aquí está vuestro Dios!
  • Mirad, Yahvé se acerca con poder… él trae su salario
  • y su recompensa le precede (Is 40, 9-10).

 Ésta es la buena nueva de la libertad que resuena poderosa sobre un mundo de opresión y cautiverio. El evangelizador (en hebreo mebasser,  en el texto griego de los LXX euangelidsome­nos) es un personaje misterioso, de carácter poético-religio­so, como ángel de Dios, su mensajero de gozo creador entre los hombres. El ángel vuela y se presenta en las montañas que rodean a Sion, ciudad de ruinas y llanto, prego­nando la noticia de la venida de Dios[7]. 

Este evangelio no anuncia ya una victoria militar o política, sino la venida más alta de Dios, gracia de vida, alegría y plenitud para los hombres. Según eso, el evangelizador es el heraldo o mensajero de Dios y está encargado de anunciar su victoria en la ciudad santa y la tierra del entorno (Jerusalén y Judá). Otro texto cargado de poesía y esperanza describe así la llegada de ese heraldo:  

  • ¡Qué hermosos son sobre los montes
  • los pies del evangelizador que anuncia la paz,
  • del evangelizador bueno que anuncia salvación!
  • De aquel que dice a Sion. ¡Reina tu Dios!
  • Escucha la voz de los vigías, que cantan a coro
  • pues contemplan cara a cara a Dios que vuelve a Sión.
  • Cantad a coro ruinas de Jerusalén… pues los confines de la tierra
  • verán la victoria de nuestro Dios (Is 52, 7-10).

 El cautiverio de Sion y el sufrimiento de sus hijos era una derrota de Dios. Pero el tiempo de esa derrota se ha cumplido y llega la felicidad para el pueblo oprimido, y en esa línea el profeta ha vinculado la buena nueva de evangelio para los pobres/cautivos con el reinado de Dios sobre la tierra. En esa línea, el "evangel­iza­dor" viene a presentarse como mensa­jero que corre alegre por los montes y se acerca a Sion para anunciar allí la victoria de la vida de Dios, como dicen varios salmos:

  •  Cantad a Yahvé un cántico nuevo, evangelizad (bassru) día tras día su victoria…
  • Decid a los pueblos. ¡Yahvé es rey! Alégrese el cielo, goce la tierra…
  • delante de Yahvé que llega, ya llega a regir la tierra (Sal 96, 2. 10. 11. 13).

También aquí la palabra evangelizar (LXX Sal 95, 2: eangelidsesthe) signi­fica proclamar la buena nueva del reinado de felicidad de Dios sobre los hombres. Este anuncio de victoria define a Dios como aquel que actúa de forma salvadora, tal como lo anuncia y proclama su profeta. Dios ha dejado que dominen por un tiempo los poderes de opresión, tristeza y muerte (hambre, sufrimiento), pero él viene ahora y se manifiesta como salvador para su pueblo, empezando por los pobres y oprimidos, los que lloran, los hambrientos, como sigue diciendo la tradición de este “profeta” de buenas noticias, que es el Siervo de Yahvé. Lógicamente, este Siervo‒Profeta de felicidad ha conocido (sufrido) de un modo intenso el sufrimiento, y sólo así, desde el fondo del dolor, podrá anunciar la dicha y bienaventuranza de su pueblo, es decir, de los oprimidos: 

  • El Señor quiso triturarlo con el sufrimiento y entregar su vida como expiación.
  • verá su descendencia, prolongará sus años…
  • Mi siervo justificará a muchos, porque cargó con sus crímenes (de éllos).
  • Le daré una multitud como herencia, y tendrá como despojo una muchedumbre.
  • Porque expuso su vida a la muerte y fue contado entre los pecadores;
  • él cargó con el pecado de muchos e intercedió por los pecadores (Is 52, 9-11).

 De esta forma se vincula el anuncio de la felicidad con la opresión y sufrimiento de los hombres. Sólo el que sabe sufrir y ha sufrido como el Siervo puede ser evangelista de felicidad, como sabe y dice Tercer Isaías (Is 56-66), sacando las consecuencias del mensaje anterior del Segundo Isaías (Is 40‒55), a quien Dios había revelado ya su identidad: “te he constituido para decir a los cautivos ¡sa­lid!; para mandar a los que estaban en tinieblas ¡venid a la luz!” (Is 49, 9). Pues bien, ahora, como enviado final y evangelizador de Dios, el profeta se presenta expresamente como evangelizar de felicidad para los pobres. 

  • El Espíritu de Yahvé está sobre mí, porque Yahvé me ha ungido.
  • me ha enviado para evangelizar a los pobres,
  • para vendar los corazones que están rotos,
  • para proclamar la liberación de los cautivos
  • y la libertad de los prisioneros (Is 61, 1).

 Éste es el anuncio final y más hondo de evangelio israelita. El profeta-siervo no se ha limitado a compartir el sufri­miento de los pobres, sino que desde el fondo del mismo sufrimiento les anuncia e inicia con ellos el camino de de la felicidad de Dios que le ha enviado para evangelizar a los pobres (lebasser anawim, euangelisasthai ptokhôis) en palabras que recoge y recrea la tradición de Jesús. Hasta aquí ha podido llegar y hasta aquí ha llegado el evangelio del antiguo testamen­to; aquí empieza el camino de Jesús.

Posiblemente, Jesús no ha empleado la palabra "euangelion" (o su equivalente semita besorah) en forma de sustantivo, como si fuera una realidad que pudiera separarse de su mensaje y entrega de Reino. Lo que él hace es, a mi enten­der, algo anterior, más ­importante: Jesús se presenta a sí mismo y actúa como "evangelista de Dios" entre los pobres, hambrientos, sufrientes de su pueblo, ofreciéndoles él mismo, con su palabra y sus “milagros” un camino de felicidad

Éste ha sido su atrevimiento, su osadía de Reino, que hemos situado a la luz de su experiencia en el bautismo. Esta certeza de que el tiempo se ha cumplido (Mc 1, 14‒15) y de que irrumpe el Reino como felicidad y vida de Dios desde los pobres, hambrientos y oprimidos constituye la razón de su vida y su mensaje, la "ipsissima vox Iesu" (Palabra radical de Jesús) y a partir de ella han de interpretarse todas sus restantes acciones y palabras: Su perdón, su solidaridad activa, sus “milagros”. Desde aquí se entiende el contenido radicalmente gozoso de su anuncio.

Superando la actitud de miedo y juicio del Bautista, Jesús ha descubierto que el amor de Dios supera (perdona) todos los pecados de los hombres, y así viene a decirlo y expresarlo de forma apasionada y contagiosa entre los pobres y excluidos. En esa perspectiva, a la luz de las palabras de consuelo y misión de Isaías II y III, se entiende las manifestaciones de consuelo y gozo jubiloso de su anuncio de bienaventuranza:

  •  ¡Felices vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque escuchan!
  • Porque os digo que muchos profetas y reyes
  • Quisieron ver lo que veis y no vieron,
  • escuchar lo que escucháis y no escucharon (Mt 13, 16‒17; Lc 10, 23‒24).

 Ésta es la palabra clave de la felicidad escatológica (makarioi…), propia de los ojos que ven, de los oídos que escuchan. Éste es el gozo inmenso, el gran tesoro de aquellos, llegando a las fronteras de la vida nueva, descubren y disfrutan la alegría desbordante de Dios sobre el pasado y presente de opresión y pobreza de los “condenados” de la tierra. Como profeta de esa nueva vida, superando las señales de muerte que anunciaba Juan Bautista, ­Jesús ha ido anunciando y sembrando entre los excluidos de su tierra el gozo de Dios, como recogen y proclaman de un modo ya definitivo las palabras de Lc 60, 20‒22. Esta es la experiencia fundamental que ha recogido el evangelio de Lucas en el “sermón de Nazaret”:

  • El Espíritu del Señor está sobre mí.
  • por eso me ha ungido para evangelizar a los pobres,
  • me ha enviado para anunciar la libertad a los cautivos,
  • para dar la vista a los ciegos,
  • para liberar a los contribulados,
  • para anunciar el año agradable del Señor (Lc 4, 18-19).

 Probablemente esta palabra, con citas de Is 61, 1-2; 58, 6 que condensan el mensaje del Isaías III (y de Isaías II), ha sido construida por el mismo Lucas. Pero ella refleja de manera muy precisa el mensaje y vida de Jesús como evangelizador de los pobres, que es mensaje de "año nuevo (agradable) de Dios", año de remisión universal, el evangelio definitivo de la felicidad de Dios.

‒ Este evangelio es posible porque existe Dios y porque él se manifiesta como salvador y felicidad para los pobres. Éste no es el Dios del poder de Roma, ni tampoco el de los grandes sacerdotes de Jerusalén, sino el de los pequeños, los pobres y hambrientos de la tierra.  Sin el descubri­miento gozoso de ese Dios como poder de amor y libertad, sin la expe­riencia creadora de su vida que se expresa y actúa a través de los expulsados de la vida de la tierra no puede hablarse de felicidad de Jesús y su evangelio.

‒ Esta felicidad del evangelio es posible porque Jesús lo está cumpliendo, retomandoy recorriendo paso a paso los rasgos y las promesas del libro de Isaías. Aquí se sitúa la novedad y el escándalo de Jesús, que no es escándalo del mal, sino de un bien mucho más alto que pone en riesgo (condena) a los que buscan y se sienten dueños de una felicidad que quiere imponerse por dinero, por hartura de bienes materiales, y por un tipo de “alegría” falsa que consiste en dominar sobre los otros, “riéndose” de ellos.  

4. Las obras del Cristo, un despliegue de felicidad.

Conforme a lo anterior, Jesús no es rey guerrero, sacerdote de templo, rabino de escuela, ni maestro de penitencia, como Juan Bautista, sino simplemente hombre de pueblo, laico de Dios, que se ha sabido vinculado a las promesas de evangelio (felicidad) del libro de Isaías, apareciendo así como testigo y promotor de su obra en medio de los más pobres de su tierra, que no son ya los judíos del exilio o post‒exilio del signo VI‒V a.C., sino los israelitas pobres de Galilea.

            En el apartado anterior he presentado el sentido original de sus palabras. Ahora me detento en sus obras mesiánica, que no han de entenderse en un sentido religioso estrecho (obras de conversión penitencial como decía Juan Bautista, de culto de templo como querían los sacerdotes o de cumplimiento estricto de una ley nacional sagrada, como las que cumplían los nuevos fariseos), sino de liberación plenamente humana,  en línea de evangelio, como muestran las palabras con las que ha respondido a los emisarios del Bautista, que había sido iniciador de su bautismo, cuando le preguntan “eres tú el que debía venir o esperamos a otro”:

Habiendo oído… las obras del Cristo, Juan envió desde la cárcel a unos discípulos para preguntarle: ¿Eres tú el que ha de venir, o esperamos a otro? Jesús les respondió: Id y anunciad a Juan lo que oís y veis: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena noticia, ¡y bienaventurado aquel que no se escandalice de mí! (Mt 11, 2‒6; cf. Lc 4, 17‒18)[8].

      Esta respuesta, transmitida por el documento Q, de gran antigüedad (cf. Lc 7, 18-23), ha sido quizá re‒formulada por la iglesia, pues presenta en conjunto las diversas curaciones de Jesús, en la línea de las profecías de Is 35, 5-6; 42, 1; 61, 1, incluyendo entre ellas la resurrección de los muertos, como plenitud de felicidad pascual. Pero ellas recogen e interpretan con mucha precisión el mensaje y obra de felicidad de Dios, encarnada en Jesús, que no ha venido a enseñar la Ley sagrada como rabino, ni a organizar el buen culto del templo (como sacerdote), ni a reinar como gobernante (en la línea de David), ni a enseñar meditación interna, como Krisna, ni a superar los deseos, como Buda, ni siquiera a convertirse en una línea penitencial, como quería Juan Bautista, sino a ofrecer el testimonio de la felicidad de Dios y a impulsarla con la vida, curando, animando, abriendo caminos.

Estas obras del Cristo son precisamente aquellas que hacen felices a los hombres, en esta tierra, en un sentido intenso, material y espiritual, como expresión radical de la fe en la vida, en línea de sanación‒curación, no para que los hombres se sometan a Dios y le supliquen así como sometidos, sino para que vivan, se muevan y sean en plenitud (cf. Hch 17, 28), como creaturas queridas. No son “obras” de felicidad puramente intimista, propias de “expertos religiosos” separados del mundo, ni obras de ley y cumplimiento externo, sino experiencias de vida total, abiertas de un modo particular a los enfermos, pobres y excluidos de la tierra.

En esa línea, ellas retoman el principio y sentido de las siete bienaventuranzas del Antiguo Testamento, que he presentado en el capítulo anterior, como expresión de felicidad de la vida entera, en cuerpo y alma, en vida y muerte, pero sin patriarcalismo económico‒social, sin ley nacional, sin conquista violenta de la tierra, una felicidad abierta a todos, desde los más pobres. A Juan Bautista le importaba la conversión (para que viniera el perdón de Dios). Jesús, en cambio, empieza ofreciendo a los hombres curación (esto es, salud humana), y felicidad, como signo de que Dios, es decir, como experiencia y camino de felicidad, construyendo así un templo de vida humana (no de sacrificios externos) sobre el mundo.

Parece que todos deberían haber saludado con júbilo un mensaje y camino de felicidad como esta de Jesús. Pero los poderes del mundo tienen miedo de la felicidad auténtica, de la curación del hombre, de su libertad, de un templo que se identifica con la misma vida humana, prefiriendo más bien un templo externo como el edificado desde el tiempo antiguo sobre la era de Arauna (cf. cap. anterior). Lógicamente, ellos prefieren que los hombres sigan sometidos a su ley, no libres y felices, y así mataron a Jesús. Por eso, el texto termina diciendo: “Y bienaventurados aquellos que no se escandalicen de mí”. Estos son los momentos básicos de su felicidad:

− Felicidad de los ojos: Que los ciegos vean (Mt 11, 5). En esta palabras late y se expresa el recuerdo de algunas “curaciones” integrales de Jesús, que han recogido con mucho interés los evangelios (cf. Mc 8, 22-26; Mc 10, 46-52; Mt 9, 27-30; 20, 30-34; Jn 9, 1-41. Pues bien, esas palabras expresan y ratifican al mismo tiempo la experiencia superior de un conocimiento liberador del Reino de Dios (cf. Mt 13, 10-17) tal como aparece en la controversia de Jesús con un tipo de rabinismo judío del entorno.

La primera felicidad es que los hombres “vean”, que descubran por sí mismos el don y tarea de la vida, que se dejen transformar por la gracia y libertad del Reino, que sean felices y se amen mutuamente. En esa línea hablará Mt 5, 8 de la bienaventuranza de los limpios de corazón, que verán a Dios, interpretando así el corazón como sede de la visión más profunda. Pero el mundo en general no quiere la felicidad de los hombres, sino que se sometan, que sean “súbditos” del estado, cumplidores de sus leyes, productores y consumidores de sus bienes. 

Felicidad de los pies: Que los cojos anden (Mt 11, 5). Conforme a la palabra de Pablo en Atenas (Hch 17, 28), los hombres “vivimos, nos movemos y somos” en Dios. En ese contexto, los verdaderos cojos (= paralíticos, mancos, encorvados…) son aquellos que se encierran y detienen (se paralizan) en sí mismos, de manera que no pueden moverse, en un plano corporal y espiritual. Pues bien, en contra de eso, la felicidad de Jesús es que los hombres se “desaten”, que puedan andar por sí mismos, tomando así en libertad los caminos del Reino.

Jesús se ocupó de los que son cojos bajo un sistema de poder, de aquellos están paralizados bajo un tipo de verdad e “interés” oficial, de los que tienen miedo de desatarse y andar, haciéndoles capaces de vivir y moverse en libertad, como recuerda la tradición de los evangelios (cf. Mt 8, 5-13; Mt 9, 2-7; 15, 30-31; 21, 14). Según eso, tras la felicidad de los ojos, le importó la felicidad de los pies y las manos: Que los hombres y mujeres “anden”, que puedan caminar y obrar en línea de Reino, pues la felicidad se identifica con la felicidad del hombre que se mueve, que vive plenamente, en su plano corporal y “espiritual”. 

 − Felicidad de la piel y del tacto: Que los leprosos queden limpios (11, 5). La lepra es para la Biblia (y más en concreto para los evangelios) una enfermedad somática y una mancha (=impureza) religiosa, pues, conforme a la Ley (Lev 13‒14), los leprosos quedan excluidos del culto de Dios, como infortunados permanentes. En contra de eso, Jesús viene y actúa como sanador de leprosos, en sentido corporal, pero sobre todo personal y social (cf. Mc 1, 40-45; Mt 8, 2-4), proclamando la bienaventuranza o felicidad de Dios a los excluidos por “impuros”, diciéndoles: ¡Quedad limpios!

Esta actitud y conducta de Jesús resultaba escandalosa en un mundo que excluía del templo de Dios y de la vida en amor a los leprosos por impuros y malditos (como muestra el caso de Job). Pues bien, en lugar de ratificar la bendición y bienaventuranza de los puros (limpios), que habitan en el templo de Dios y cumplen su Ley nacional (como destacaban muchos salmos), Jesús ha proclamado los bienaventurados a los leprosos eimpuros, expresando (iniciando) así la mayor de la inversiones o revoluciones religiosas (humanas) de occidente.

− Felicidad de la lengua y del oído: Que los mudos hablen, que los sordos oigan (cf. Mc 11, 5). La tradición del evangelio ha vinculado a sordos y mudos, pues ambas enfermedades solían ir unidas, y así presenta a Jesús como aquel que ha “curado” a unos y otros de un modo conjunto (cf. Mt 9, 33-34; 12, 22; 13, 14-15). Curar significa aquí ante todo acoger, animar, y así aparece en este pasaje como un milagro de fuerte simbolismo mesiánico (de reconciliación humana).

 Como enviado de Dios, Jesús ha querido crear (está creando) grupos de personas que escuchan y hablan, pero no en un plano exclusivamente religioso (obedecer a la Ley, dialogar sobre ella, como dicen varios salmos y muchos textos rabínicos), sino en sentido humano, integral: Que los hombres puedan hablar y escucharse mutuamente, comunicándose en su verdad como personas, como han de hacer padres e hijos, enamorados y esposos, amigos y posibles enemigos, en sentido radical, todos los hombres y mujeres de la tierra. Ésta es la felicidad de la Palabra, esto es, de la comunicación de hombres y pueblos.

− Felicidad de la vida: Que los muertos resuciten (Mt 11, 5). Estas resurrecciones pueden aludir a las que Jesús había realizado, según la tradición, haciendo volver a este mundo a personas que estaban o parecían ya muertas (cf. Mc 5, 21-43; Mt 9, 18-23; Lc 7, 11‒17; Jn 11; Mt 27, 52-53. Pero, en el fondo de ellas, se ha expresado la más honda fe en la resurrección, como despliegue integral de Vida de aquellos (hombres y mujeres) que creen en el Dios que resucita a los muertos (cf. Mc 12, 18‒27 y par).

En un sentido, allí donde la vida se interpreta como maldición, resucitar tras la muerte sería la mayor de las desdichas. Pues bien, en contra de eso, allí donde la vida se concibe como gracia, la felicidad consiste en “renacer” en un mundo donde ella es manantial de felicidad (por encima de la muerte), felicidad que se da (regala) y que no muere, que se comunica y alcanza su plenitud en el Dios de la vida. El Job bíblico no había conocido esta felicidad, Krisna y Buda la entendían de otra forma (como inmortalidad o nirvana). Pues bien, Jesús nos sitúa aquí ante la felicidad del Dios que no muere, una felicidad que se expresa en aquellos que viven en él, por encima (resucitando) de la muerte, conforme al mensaje pascual de Jesús en la Iglesia (cf. Mc 16, 1‒8; Mt 28, 16‒20).

‒ Felicidad de los excluidos: Y los pobres reciben la buena noticia (11, 5). Pobres (ptôkhoi, mendigos) son aquellos que no pueden mantenerse la vida por sí mismos, pues carecen de trabajo o medios para subsistir, a diferencia de los miembros de clase humilde (penêtes) capaces de alimentarse, aunque a costa de duros sacrificios. Evangelizar a esos mendigos no es darles un simple mensaje espiritual, sino abrir para ellos un camino de esperanza (como dirá la primera bienaventuranza: Lc 6, 20 y Mt 5, 3), con lo que ella implica de cambio (transformación) en las condiciones personales y sociales de los hombres.

La felicidad de Jesús es buena nueva de vida para los pobres: Que ellos puedan mantenerse (vivir) en dignidad y relacionarse unos con otros, siendo así portadores de felicidad, de curación y esperanza, como supone el envío de Mt 10, 8-10. En esa línea aparece aquí Jesús como buena nueva de felicidad para los mendigos, no porque ellos sea pobres, sino porque, siéndolo, pueden ser portadores de un mensaje de felicidad que les transforma y capacita para hacer felices a los otros.

 ‒ Y bienaventurado aquel que no se escandalice de mí… (M 1,6). Las obras anteriores de bienaventuranza (sanaciones, resurrección, liberación de los pobres…) culminan de forma paradójica en esta conclusión de Mt 11, 6: ¡Bienaventurado, makarios, aquel que no se escandaliza de mí! (es decir, aquel que no se escandaliza de mi felicidad). Eso significa que hay un mundo de poder social y religioso, económico y militar que no quiere (no soporta) la felicidad de Jesús, porque ella va en contra de sus intereses. Estas palabras de “riesgo de escándalo” se dirigen, en primer lugar, en contra de una oligarquía social de Galilea, que no aprueba el cambio de Jesús, sino que quiere que sigan dominando sobre el mundo las relaciones y rangos de felicidad de la sociedad establecida, con ricos felices y pobres sometidos!

Todo el anuncio de bienaventuranza de Jesús como sanación en libertad, para la vida tiene que culminar con estas palabras sombrías (¡Bienaventurado el que no se escandaliza de mí!) que pueden entenderse a la luz de los “ayes” o lamentaciones que en Lc 6, 24‒26 siguen a las bienaventuranzas. En sentido estricto, esos ayes no son “malaventuranzas” (y mucho menos maldiciones), sino expresión de la tristeza mesiánica, en la línea de las Lamentaciones clásicas del libro de ese nombre.

La felicidad de Jesús constituye, por tanto, un motivo de “escándalo” para aquellos poderosos que quieren mantener sus privilegios (su placer personal, parcial, elitista), impidiendo así que todos puedan ser felices. Ciertamente, él no ha luchado de un modo externo (económico‒militar) en contra de nadie, pero su proyecto de bienaventuranza resulta peligroso para los “privilegiados” de un sistema, que dice querer a los pobres y enfermos, pero pretende tenerles sometidos (que no se curen, que no vean, que no entiendan, que no sean dueños de sí mismos). Ante ellos sólo quedará el “dolor” de Jesús, expresado en forma de lamentación, como seguiré indicando.

 Las últimas palabras (¡bienaventurado el que no se escandalice de mí!) están indicando que algunos (muchos) no quieren la felicidad de los pobres (como insinuaba el libro de Job). Ciertamente,  quizá están dispuestos a ayudarle, pero desde arriba, dándoles de comer, para mantenerles de esa forma sometidos: Que no vean de verdad, que no anden libres, que no sean verdaderamente autónomos, señores de sus propias vidas. Muchos no quieren que se implante y crezca un movimiento de sanación y liberación real, de resurrección de los muertos. Para ellos la bienaventuranza de los pobres (enfermos, oprimidos…) es más peligrosa que una lucha militar, y por eso acaban condenando a muerte a Jesús, para impedir que él les haga de verdad felices. Y desde aquí podemos pasar ya a las bienaventuranzas de Lucas

NOTAS

[1] He desarrollado el tema en X. Pikaza, Historia de Jesús, Verbo Divino, Estella 2015. De un modo especial: M. Navarro, Jesús de Nazaret: la invitación a la felicidad de un hombre feliz, Iglesia Viva 210 (2002) 35-68; Ungido para la vida, Verbo Divino, Estella 1999. Cf. también G. Barbaglio, Jesús, hebreo de Galilea, Sec. Trinitario, Salamanca 2003; J. D. Crossan, Jesús. Vida de un campesino judío, Crítica, Barcelona 1994; J. D. G. Dunn, Jesús recordado, Verbo Divino, Estella 2009; J. Gnilka, Jesús de Nazaret, Herder, Barcelona 1993; F. Martínez Fresneda, Jesús de Nazaret, Inst. Teológico, Murcia 2007; J. P Meier, Un judío marginal I-V, Verbo Divino, Estella 1998-2017; J. A. Pagola, Jesús, aproximación histórica, PPC, Madrid 2007; J. Philippe, La felicidad donde no se espera. Meditación sobre las bienaventuranzas, Patmos, Madrid 2018; A. Puig, Jesús. Una biografía, Destino, Barcelona 2005; E. P. Sanders, Jesús y el judaísmo, Trotta, Madrid 2004; G. Theissen y A. Merz, El Jesús histórico, Sígueme, Salamanca 1999; S. Vidal, Los tres proyectos de Jesús y el cristianismo naciente, Sígueme, Salamanca 2003; N. T. Wright, The NT and the Victory of the People of God I‒II, SPCK, London 1992, 1996.

[2] Cf. “Bautismo” en Gran Diccionario Bíblico, Verbo Divino, Estella 2017. 150‒154. He desarrollado extensamente el tema en Comentario a Marcos, Verbo Divino, Estella 2013. Además de las “biografías” de Jesús, citadas en nota anterior, sobre el bautismo cf. J. D. G. Dunn, Jesús y el Espíritu, Sec Trinitario, Salamanca 1981; G. Barth, El bautismo en el tiempo del cristianismo primitivo, BEB 60, Sígueme, Salamanca 1986; C. K. Barret, Espíritu Santo en la tradición sinóptica, Sec. Trinitario, Salamanca 1978; E. Schweizer, El Espíritu Santo, BEB 41,Sígueme, Salamanca 1992.

[3] Así lo ha puesto de relieve A. Vázquez, siguiendo a Vergote: «Muchos hombres religiosos, incluso fundadores de religiones han pasado por una época de “pecado” pasando luego por una conversión generalmente seguida de una fase penitencial, alejada del trato con los pecadores, “huyendo” de la tentación. Jesús, en cambio, aparece con frecuencia rodeado de “impuros” y, dejándose invitar de publicanos y pecadores, sin importarle siquiera las críticas a que esto daba lugar; pero, por otro lado, no aparecen jamás atisbos de que haya tenido nunca la más mínima experiencia de sentimiento ni de conciencia de culpa que le llevase a pedir perdón a Dios. He aquí un caso único diferencial entre los grandes hombres religiosos de la humanidad, lo cual parece demostrar que Jesús no era un hombre simplemente religioso, sino que su estilo de ser religioso tenía un carácter “nuevo” e inédito lo mismo que su mensaje. “Que Jesús se presente como un hombre que no experimenta la conciencia de pecado constituye un misterio psicológico” (A. Vázquez, Psicología de Jesús, en F. Fernández, Diccionario de Jesús de Nazaret, Monte Carmelo 2001, 1049‒1972,  http://www.galiciadigital.com/opinion/autor.67.php, con cita de A. Vergote, «Jesus de Nazareth sous le regard de la psychologie», en Explorations de 1'espace théologique, Univ. Press, Leuven 1900, 20).

[4] He desarrollado el tema en Hijo de Hombre. Cristología Bíblica, Sec. Trinitario Salamanca 1997; Historia de Jesús, Verbo Divino, Estella 2015 y Evangelio de Marcos, Verbo Divino, Estella 2013. Cf. G. W. H. Lampe, The seal of the Spirit, Oxford UP 1977, 33-45; H. Mühlen, El Espíritu Santo en la iglesia, Secretariado Trinitario, Salamanca 1998; M. Sabbe, Le baptême de Jésus, en I. de la Potterie (ed.), De Jésus aux évangiles, (BEThL 25) Gembloux-Paris 1967, 184-211.

[5] Sobre la creación por la “mirada” ha dicho San Juan de la cruz una apalabra definitiva: “Las criaturas son como un rastro del paso de Dios, por el cual se rastrea su grandeza, potencia y sabiduría. Según dice san Pablo, el Hijo de Dios es resplandor de su gloria y figura de su sustancia (Heb 1,3). Es, pues, de saber que con sola esta figura de su Hijo miró Dios todas las cosas, que fue darles el ser natural... El mirarlas mucho buenas (cf. Gen 1, 31) era hacerlas mucho buenas en el Verbo, su Hijo” (Cántico Espiritual B 5, 3.4). En desarrollado el tema en Ejercicio de Amor. San Juan de la Cruz, San Pablo, Madrid 2019, sobre estrofa 5.

[6] Así lo ha puesto de relieve A. Torres Qeiruga, Del Terror de Isaac alAbbá de Jesús. Hacia una nueva imagen de Dios, Verbo Divino, Estella 2000.

[7] He desarrollado este motivo del “evangelio” como buena nueva de felicidad y curación, que va de Iasías II y III hasta Jesús y el Nuevo Testamento, en Evangelio de Marcos,  Verbo Divino, Estella 2012, 39‒43. Cf. G. Friedrich, Euangelion, TDNT 2, 724-725 707-710; O. Schilling, Basar (buena nueva), Diccionario teológico del AT, Cristiandad, Madrid 1978, I, 861-865. Sobre los textos de Isaías II y III, cf. P. E. Bonnard, Le Second Isaie, son disciple et leur éditeurs (Isaïe 40-45), Paris 1972; K. Elliger, Deutero Jesaja (40,1-45,7) (BKAT 11/1), Neukirchen 1978;   C. Westermann, Jesaja 40-66 (ATD 19), Göttingen 1966. 

[8] He estudiado el texto en Comentario de Mateo, Verbo Divino, Estella 2017. Cf. E. Drewermann, Das Matthäusevangelium I-III, Walter V., Olten 1992/1995; M. García, Mateo. Guía de lectura del NT, Verbo Divino, Estella 2015; I. Goma Civit, El evangelio según san Mateo I-II, Facultad Teológica, Barcelona 1980, M. Grilli y C. Langner, Comentario al evangelio de Mateo, Verbo Divino, Estella 2011; M. J. Lagrange, Évangile selon Saint Matthieu, EB, Paris 1923; U. Luz, El evangelio según san Mateo. 1-IV, Sígueme, Salamanca 2001/4; S. Pérez Millás, Mateo. Comentario exegético I-VIII,Clie, Viladecavals 2009/2113; R. Schnackenburg, R., Matthäusevangelium I-II (NEB), Würzburg 1985/7; J. L.Sicre, El Evangelio de Mateo. Un drama con final feliz, Verbo Divino, Estella 2019; W. Trilling, El evangelio según san Mateo I-II, NTM, Herder, Barcelona 1970. Cf. también Cf. D. J. Verseput, The Rejection of the Humble Messianic King. A Stuy of the Composition of Matthew 11-12, Lang, Frankfurt 1986; I. Schottroff y W. Stegemann, Jesús de Nazaret, esperanza de los pobres, Sígueme, Salamanca 1981.

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