25.3.24. Encarnación y Pascua, concepción y muerte de Jesús

 Este año cae muy cerca el día de la encarnación (24/25.3) y el de la muerte de Jesús (29-31.3).  Con esta ocasión quiero ofrecer una reflexión teológica vinculando  concepción/gestación de Jesús y de su “descenso” salvador al infierno.

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ENCARNACIÓN. CONCEBIDO POR EL ESPÍRITU SANTO .

Encarnación. Dios se ha introducido la entraña de la historia; sólo redime lo que asume con su vida. Jesús ha debido penetrar en la hondura radical de las miserias de la tierra: las conoce por dentro y desde dentro las transforma con su entrega y pascua.

– Así lo ha destacado Flp 2, 6 -11: pudiendo haber mantenido la gloria externa de Dios e imponerse con fuerza sobre los humanos, el verdadero Cristo ha preferido abajarse, penetrando en la dureza de la historia y asumiendo nuestra vida de siervos, en camino de entrega que culmina con la muerte.

– También lo ha destacado Hebreos: Jesús, pionero de la salvación (2, 10), no nos ha mirado desde arriba, sino que ha penetra­do en el dolor del mundo (2, 14), siendo en todo semejante a sus hermanos, en el riesgo de la vida y en la muerte, para volverse sacerdote que destruye los pecados de la tierra (cf. 2, 15-18). 

Encarnación significa presencia personal. El judaísmo sabe que Dios habla a través de los profetas, pero añade que se encuentra siempre arriba, en su propia transcendencia. Lo mismo ha proclamado Mahoma en el Corán: Dios habla desde el alto, no se vuelve palabra en forma humana, humanidad concreta.

Tampoco las religiones del oriente conocen verdadera encarnación, sino avatara: la manifestación visible del Dios invisible, en formas simbólicas cambiantes, de tipo imaginativo, no en la carne individual de un ser humano. Pues bien, en contra de eso, el cristianismo es religión de encarnación: la teofanía o manifestación de Dios se identifica con la historia concreta de Jesús, con su persona.

La encarnación supone que Dios sigue siendo distinto, es pura transcendencia (Padre). Pero, al mismo tiempo, se revela de forma personal en Jesucristo, un humano de la tierra. Esta es la paradoja, este el misterio. Las religiones antiguas están llenas de hierofanías cósmicas (cielo y tierra, piedras y animales, árboles y fuerzas atmosféricas); pero Dios no se revela en ninguna de ellas de manera plena. También las religiones proféticas están llenas de palabras y libros de Dios... (Cf. Hebr 1, 1-2). Pero sólo el Cristianismo confiesa que al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley (Gál 4, 4-5), de manera que Jesús, surgiendo de la historia humana, es Dios en persona, en misterio que sólo podemos expresar en forma paradójica:

– En lenguaje de historia, afirmamos que Jesús es el Hijo de Dios que nace en el tiempo: no había un Hijo previo, dualidad de personas en Dios. Sólo, en Jesús (encarnación) se puede hablar de dualidad o comunión intradivina, como indica la cristología ascendente.

– Pero en lenguaje de eternidad, podemos y debemos hablar de dualidad intradivina, añadiendo que Dios no estuvo nunca solo, sin Hijo o comunión de amor, sino que es siempre Trinidad: el que nace de mujer en el tempo de la historia es el mismo que ha nacido (nace sin cesar) de Dios, como Hijo eterno. 

Ambos lenguajes resultan paradójicamente necesarios, de manera que no podemos identificarlos, ni reducir uno al otro. Sabemos, por un lado, que Jesús no existía como persona en un "tiempo" anterior: brota de Dios al estar naciendo (realizándose) sobre el mundo; por eso, su misma encarnación (humanización) ha de entenderse como surgimiento divino. Pero, en otra perspectiva, debemos añadir que Jesús Hijo pertenecen al misterio fundante de Dios, de manera que no puede afirmarse que hubiera un tiempo en que no fuera.

Ambos lenguajes resultan deficientes (si los tomamos por aislado) y necesarios (si los tomamos juntos). Uno y otro han de llevarnos a la misma afirmación fundamental: la persona humana de Jesús (su identidad radical, en nacimiento, libertad y entrega creadora de comunión) es Dios en persona o, mejor dicho, el mismo Hijo de Dios humanizado. Avanzando en esa línea podemos definir a Dios como aquel que es capaz de encarnarse (expresarse) del todo en un humano (no en un ángel o animal, un vegetal o una estrella). Así volvemos a la afirmación de fondo de la preexistencia: Dios se encarna en el hombre Jesucristo, de manera que su misma historia humana es historia divina, trinitaria.

No se encarna Dios en la humanidad general o en el proceso de la idea, como podía haber pensado Hegel; ni se expresa en la hondura supra-material del alma o del espíritu, como podían añadir los neoplatónicos y/o gnósticos, sino en un humano bien concreto: Jesús de Galilea. Lógicamente, los diversos momentos de la existencia de Jesús (recibir el ser, asumirlo de manera personal y compartirlo con otros, entregarlo a los demás...) son elementos centrales del misterio de la encarnación .

Jesús es hombre (=un humano) individual, histórico. Pero no es auto-creador solitario, sino que nace de los otros (por María, su madre), de la promesa israelita (por Abrahán), en el contexto general de la historia (de Adán). Por eso, siendo individuo, lleva en su suerte la suerte de todos los humanos, de manera que ha podido vincularlo en palabra y esperanza. Su encarnación nos sitúa en el lugar donde se cruzan todos los caminos de lo humano, de manera que podemos llamarle "universal concreto": Dios no se ha expresado en un libro perfecto de misterio eterno (Toráh del judaísmo, Corán islámico), ni en la totalidad general del proceso cósmico, sino en Jesús, su Hijo, compendio y sentido de todos los humanos.

Naciendo de la historia anterior y fundando la que sigue, Jesús brota del misterio de Dios, que ha querido que su Hijo eterno (superior a todo lo que existe) surja y se exprese en el camino de la historia. Así lo ha expresado Jn al afirmar que en el principio era el Logos (1, 1), la Palabra que se expande luminosa y creadora en la tiniebla humana, añadiendo que se hizo carne y habitó entre nosotros (Jn 1, l0-11.14). Jesús mismo es Logos, Hijo de Dios, siendo Cristo de la humanidad (cf. Jn 1, 17-18) 

Gran Diccionario De La Biblia de Xabier Pikaza Ibarrondo 978-84-9073-163-5

Así le dice el ángel hermeneuta (intérprete) a José, padre oficial del niño que ha de nacer:"no tengas miedo en aceptar a María, tu esposa, pues lo en ella engendrado proviene del Espíritu Santo" (Mt 1, 20). El Espíritu de Dios se ha introducido en el proceso de la generación, enriqueciendo el nivel ordinario de la paternidad normal, israelita: por encima de aquello que espera José, hijo de David, representante de un mesianismo nacional (plano de carne) viene a desvelarse Dios en Cristo.

Así responde el ángel del poder de Dios (=Gabriel) a la madre María, que pregunta:"el Espíritu Santo vendrá sobre tí, te cubrirá la sombra del Altísimo; por eso, lo que nazca de ti será llamado Santo, Hijo de Dios" (Lc 1, 35). Por encima de toda maternidad sacral (concepción y alumbramiento de una mujer divina), viene a desvelarse la maternidad más alta y sencilla del Espíritu Santo. María es simplemente una mujer, una persona en fe, alguien que cree en el misterio. Precisamente ahí, en el camino de la fe, se expresa el Espíritu Santo. 

Eso significa que su historia es más que pura historia, su inmanencia es más que simple inmanencia. La misma humanidad, en su proceso de alumbramiento, humanidad simbolizada por María, es lugar donde surge el Hijo de Dios. Los símbolos que el texto ha utilizado siguen siendo misteriosos y muy simples. Por eso hay que dejarlos como están, en su rica polivalencia, en su profunda densidad. Pero, a modo de ejercicio, vinculando representaciones de espacios y tiempos distintos, queremos ofrecer cuatro acercamientos, dejando que ellos mismos hablen. 

Hay una lectura simbolizante de tipo antropológico. Según ella, el Espíritu es señal de la acción providente de Dios que guía todas las cosas y de un modo especial la historia humana, tal como ha venido a centrarse en el surgimiento mesiánico de Jesús: no realiza la función biológica del varón ausente, sino que actúa en un nivel de fe, de creación divina. Por eso, en plano físico, Jesús podría ser hijo de María y José. Pero en otro plano debemos afirmar que ha sido concebido por la fuerza el Espíritu, siendo así expresión privilegiada del misterio de Dios. En esta línea han leído los textos de Mt 1 y Lc 1 gran parte de los cristianos protestantes de los últimos decenios. 

Hay una lectura espiritualista de tipo angélico, representada de modo especial por el Corán. Según ella, el Espíritu Santo se identifica en realidad con Gabriel, ángel perfecto, espíritu purísimo, que puramente ha cohabitado con María, de forma espiritual, sin contacto físico, ni ruptura de virginidad. Para Mahoma, el surgimiento "espiritual" de Jesús (que brota de un Espíritu santo, no del Espíritu de Dios ni de un humano), es signo de fe que debían creer (y no han creído) los judíos. La concepción virginal se convierte en signo angélico, situándose casi a nivel de biología espiritual. Pocos cristianos actuales estarían dispuestos a creer un mensaje de este tipo. Por otra parte, este "nacimiento espiritual" no expresa la filiación divina, pues, para Mahoma, Jesús nace de un espíritu, pero no es Hijo de Dios. 

Hay una lectura escatológica, que entiende el tema como culminación de lo iniciado en Gen 1, 1-2. Se decía en el principio que el Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas del caos, para hacerlas de esa forma germinantes, fuente de vida cósmica. Pues bien, el mismo Espíritu actúa en estos últimos tiempos en María, transformando su "tierra", haciéndola fecunda, engendradora del Hijo de Dios. María viene a presentarse a ese nivel como signo de la pasividad más perfecta, del más pleno acogimiento de la gracia y acción salvadora de Dios: es la humanidad que recibe la Palabra de Dios en obediencia, es la que escucha en su mente (desde su mismo seno materno) la voz del misterio. Así, para que el culmen de la creación se vincule a su principio (Gen 1), debemos afirmar que Jesús debió nacer por obra del Espíritu Santo, como fuente y principio de nueva humanidad.

Hay, finalmente, una lectura trinitaria del misterio y, según ella, el surgimiento divino y humano de Jesús se corresponden. El Espíritu santo es potencia germinante, encuentro de amor que suscita y mantiene la vida. Así decimos que Dios (Padre) engendra "eternamente" a su Hijo por la fuerza del Espíritu, es decir, en el contexto (abrazo, seno) de su amor. De igual forma añadimos que le engendra o suscita en la historia, haciendo que Jesús nazca por medio de su Espíritu, a través de María. No es que el Espíritu sea hipóstasis o simbolización femenina de Dios, como a veces se ha pensado; no es que se identifique de manera personal con María, como también se ha dicho. Pero es evidente que entre ambos (Espíritu y María) hay una fuerte vinculación. Así podemos y debemos presentar a María como la mujer donde ha venido a expresarse de manera plena la fuerza del Espíritu, para que así surja el Hijo de Dios sobre la tierra. 

Ésa última lectura parece preferible. Las lecturas anteriores (antropológica y escatológica) tienen valor pero deben precisarse. Para llegar al centro del misterio cristiano debemos superar la respuesta musulmana, diciendo con el credo que Jesús fue concebido por obra del Espíritu de Dios (no de un espíritu angélico), naciendo sin embargo como un individuo plenamente humano. La Concepción por el Espíritu no puede interpretarse pues como un milagro en clave de ciencia biológica, sino de hierofanía personal de Dios, que se encarna o manifiesta en Jesús de Nazaret, ser humano a que vemos, a nivel de fe, como el Hijo de Dios. Así decimos que nace, al mismo tiempo, de Dios y de la historia, sin que un nacimiento sustituya al otro: nace totalmente de Dios y totalmente de lo humano (de María) por obra del Espíritu Santo.

Así lo han contado, en perspectivas diversas y de forma insuperable, Lc 1-2 y Mt 1-2, iniciando esta biografía teológica. En su unidad y distinción, ambos textos (Lc 1-2 y Mt 1-2) dicen lo esencial sobre el origen de Jesús. No son cristología primitiva que debe ser superada por afirmaciones más hondas; no son mito que debe desmitificarse, para llegar a la verdad existencial. Ambos textos, separados y vinculados, son comienzo de una narración que siendo humana (cuentan las cosas desde María y José, hablan del niño que nace) nos sitúan en el umbral de la revelación divina: Dios mismo se expresa en el camino de Jesús, diciendo su palabra salvadora.

MURIÓ EN LA CRUZ, DESCENDIÓ A LOS INFIERNO

Dios es amor y no hay amor sin que el amante ofrezca su vida al amado, como el Padre que se entrega absolutamente al Hijo. No hay amor sin que el amado responda en acogimiento y confianza (Jesús se ofrece al Padre, poniéndose en sus manos). Esto es lo que aparece representado y realizado humanamente en la Cruz. Así podemos distinguir en ella varios planos:

La Cruz es misterio trinitario. En ella se expresa el don del Padre que regala su vida al Hijo (poniéndose en sus manos) y el don del Hijo que responde, entregándole la vida. La Cruz es la expresión del amor como gratuidad: gozo de ser para, con y desde el otro, sin que ninguno (Padre e Hijo) se reserven nada. Entendida así, en el fondo de la comunión divina, la misma Cruz es Pascua: el Padre recupera en el Hijo aquello que le ha dado, de un modo gozoso; el Hijo recupera en el Padre aquello que le ha dado, poniéndose en sus manos.

La Cruz es misterio pascual, que podría haberse realizado sin la dureza y violencia que vemos en la historia humana de Jesús. Dios Padre le ha entregado en plenitud su vida para que la realice humanamente y se la ofrezca de nuevo, en donación de amor, culminando de esa forma su despliegue personal de encarnación, abierta en comunión de gratuidad a los humanos. La cruz va unida el mismo don de la existencia.

Jesús ha expresado humanamente la cruz del amor trinitario en formas de dolor y muerta violenta. Ha querido vivir y ha vivido el amor divino (gratuidad, plena confianza) en medio del conflicto y egoísmo de la historia. Así ha entregado su vida en amor, dejándose matar por el reino, en cruz que se vuelve asesinato. De esa forma ha expresado el amor pleno del adre desde la conflictividad de una historia de violencia. 

Dios ha realizado su misterio de amor (Cruz pascual) dentro de una historia de violencia. (Cruz de pecado). Humanamente mirada, la Cruz concreta de Jesús nace del pecado: él muere porque le han matado, en asesinato donde se condensan todas las sangres de los asesinados (cf. Mt, 23, 35): ella es resultado de la lucha humana y expresión de la maldad suprema (pecado original) de la historia. Pero, mirada en otro plano, ella aparece como Cruz pascual: momento en que se expresa y culmina el amor de Dios Trinidad dentro del mundo. Precisamente allí donde los humanos quieren imponerse por la fuerza, instaurando su violencia, revela Dios su amor y Jesús le responde en amor pleno, muriendo en favor de ellos.

Dios no ha creado a los humanos con el fin de abandonarlos fuera de sí mismo, sino para incluirlos en su amor fundante, en Cruz y Pascua. Por eso, siendo un momento pasajero de la historia (bajo Poncio Pilatos...), la Cruz pertenece a la "necesidad" más profunda del amor de Dios. Así repite el NT: dei, era necesario (cf. Mc 8, 31 par; Lc 24, 7.26). Para expresarse en su verdad como divino, en gracia abierta a la comunión del Espíritu Santo, Dios ha querido asumir y realizar su amor en nuestra historia conflictiva en forma de "Cruz cristiana". Esa Cruz pertenece al tiempo primigenio de la realización de Dios. La génesis trinitaria (inmanente) de Dios y su expresión histórica (económica) en la Cruz de Jesucristo forman el único misterio del Dios que es divino haciéndose en la historia.

El misterio de Dios como Trinidad (principio, centro y fin de todas las verdades) acaece en la historia de la vida y muerte de Jesús. Por eso, la Cruz no es algo que Dios ponga a la fuerza sobre las espaldas de los otros, reservándose egoístamente un gozo sin Cruz, sino que ella constituye el centro y camino del misterio trinitario: sólo, siendo Cruz en sí, Dios puede ofrecerla a los humanos para que en ella culminen su existencia. Lo contrario podría ser sadismo. 

– Frente al legalismo de antigua o nueva escuela, la Cruz abre a la gracia de Dios que se entrega a sí mismo en amor por los humanos. Legalista es quien pretende transformar las cosas por la fuerza, con esquemas de ordenación sacral (Israel) o estrategias de carácter económico y militar (Roma). Evidentemente, el signo de la Cruz no niega los valores de este mundo, sino que los redime: por eso eleva, por encima de todas las leyes, un cielo más alto de amor que se expande por la entrega mutua de la vida. La Cruz es libertad para el amor, que así se vuelve autoridad suprema: poder de la impotencia, donación enriquecedora, muerte que da vida.

– Frente al escapismo de quienes convierten la experiencia religiosa en "opio del pueblo", la Cruz de Jesucristo eleva su protesta poderosa contra toda injusticia de la tierra. No muere Jesús en la Cruz por cobardía ante la historia y sus diversas exigencias (económica, política...), sino porque ha querido encender de un modo intenso el fuego de la vida (del amor que es plena gracia) en esta tierra. Sólo quien afirme la posibilidad y sentido de la nueva tierra podrá entregar su vida por ella. Frente a todas las restantes formas de actuar, que pueden volverse dictadura, la entrega de la cruz nos abre hacia el futuro de la humanidad pascual de un Dios que se hace amor para los humanos. 

– Frente al masoquismo que entiende la Cruz como deseo de autodestrucción debemos resaltar la gloria del crucificado: gloria y gracia del amor que triunfa sobre el odio, de la esperanza que vence al miedo. Esta es la gloria de un Dios que funda nuestra vida en su entrega de amor, haciéndose él mismo donación de vida en Cristo. Así lo muestran, por ejemplo, las representaciones proto-románicas donde el crucificado aparece como Señor de gloria. El cristianismo nunca busca la Cruz como final sino como lugar de transformación en el amor[1].

TEOLÓGICAMENTE, LA CRUZ DE JESÚS SE IDENTIFICA CON SU RESURRECCIÓN Y SU DESCENSO A LOS INFIERNOS

HOAC DE CADIZ Y CEUTA: JESÚS DESCENDIÓ A LOS INFIERNOS, por José Manuel ...

La confesión pascual fundante del NT incluye la certeza de que Jesús fue sepultado, como indican de formas convergentes tradición paulina (1 Cor, 15, 4) y evangelios (cf. Mc 15, 42-47 par). Pues bien, el Credo de los apóstoles añade que descendió a los infiernos expresando de esa forma un misterio de muerte y victoria sobre la muerte, que pertenece a la experiencia más honda de la iglesia antigua y de la moderna ortodoxia (icono de la resurrección).

Muerte e infierno. Porque asume nuestra vida en finitud, Jesús ha tenido que aceptar nuestro destino, expresando su misterio radical de Hijo de Dios en nuestra propia condición de seres para la muerte. Porque asume nuestra condición de pecado (violencia), ha tenido que penetrar en el abismo de la lucha interhumana, introduciendo el cielo del amor y gracia de Dios en el infierno de conflictividad de nuestra historia, donde envidia y violencia le han matado.

Algunos iconos de Oriente presentan la cuna de Jesús como sepulcro donde el mismo Dios comienza a morir ya cuando nace como humano. Pues bien, invirtiendo esa figura, el evangelio ha interpretado la muerte como nuevo nacimiento y cuna de la historia. Lógicamente, esa muerte puede presentarse como principio de discernimiento: para que se revelen los pensamientos interiores (dialogismoi) de muchos corazones (cf. Lc 2, 35).

Pero la muerte de Jesús aparece, al mismo tiempo, como principio de resurrección, fuente de gracia: "Entonces se rasgó el velo del templo, tembló la tierra, las piedras se quebraron y se abrieron los sepulcros, de tal forma que volvieron a la vida muchos cuerpos de los justos muertos... Al ver lo sucedido, el centurión glorificaba a Dios diciendo: ¡Realmente; este hombre era inocente!. Y todas las gentes que habían acudido al espectáculo, al ver lo que pasaba, se volvieron a la ciudad golpeándose en el pecho (cf. Mt 27, 51-53; Lc 23, 47-48; Mc 15, 39: ¡Era Hijo de Dios!). Del infierno de condena, desde el mismo subsuelo de la historia donde Jesús ha descendido brota la esperanza de la vida. 

          Desde ese fondo queremos evocar la palabra quizá más extraña y misteriosa del Credo: ¡bajó a los infiernos!, al lugardonde todos los humanos estábamos unidos, como rebaño para la muerte. Jesús ha penetrado en ese abismo, llegando así a lo que la iglesia llama "los infiernos", el sub-mundo donde mueren los difuntos.

Por ahora, infierno no supone condena anticristiana de aquellos que rechazan la salvación de Jesús, sino perecimiento pre-cristiano de aquellos que mueren aplastados por la finitud de la vida y la violencia de la historia. Conforme a la visión tradicional del judaísmo y de la iglesia antigua, este infierno (sheol, hades, seno de Abrahán...) es el destino de muerte de todos los humanos, a no ser que Dios venga a liberarles por el Cristo. La muerte misma en cuanto destrucción: eso es el infierno. Pues bien, el credo afirma que Jesús "ha descendido" al lugar o estado de ese infierno, para liberar a los humanos de la muerte, ofreciéndoles su resurrección. 

 Bajó a los infiernos. Misterio de pascua.Diciendo que bajó a los infiernos el credo destaca el abismo de dureza, destrucción y muerte donde Cristo culminó su solidaridad con los humanos. Quien no muere del todo no ha vivido plenamente todavía: no ha experimentado la impotencia poderosa, el total desvalimiento. Jesús ha vivido en absoluta intensidad; por eso muere en pleno desamparo. Ha desplegado la riqueza del amor; por eso muere en suma pobreza, preguntando por Dios desde el abismo de su angustia. De esa forma se ha vuelto solidario de los muertos. Sólo es solidario quien asume la suerte de los otros. Bajando hasta la tumba, sepultado en el vientre de la tierra, Jesús se ha convertido en el amigo de aquellos que mueren, iniciando, precisamente allí, el camino ascendente de la vida: 

       – Jesús fue enterrado (cf. Mc 15, 42-47 y par; l Cor 15, 4). Sólo quien muere de verdad puede resucitar "de entre los muertos": Jesús ha bajado al lugar de no retorno, para iniciar allí el retorno verdadero.

– Como Jonás "que estuvo en el vientre del cetáceo tres días y tres noches..." (Mt 12, 40), así estuvo Jesús en el abismo de la muerte, para resucitar de entre los muertos (Rom 10, 7-9).

      En el abismo de muerte ha penetrado Jesús y su presencia solidaria ha conmovido las entrañas del infierno, como dice la tradición: "la tierra tembló, las rocas se rajaron, las tumbas se abrieron y muchos de los cuerpos de los santos que habían muerto resucitaron" (Mt 27, 51-52). De esa forma ha realizado su tarea mesiánica:

 Sufrió la muer­te en su cuerpo, pero recibió vida por el Espíritu. Fue entonces cuando proclamó la victoria incluso a los espíritus encarcela­dos que fueron rebeldes, cuando antiguamente, en tiempos de Noé... (1 Pe 3, 18-19).

 Se ha dicho que esos espíritus encarcelados eran los humanos del tiempo del diluvio, como supone la liturgia, pero la exégesis moderna piensa que ellos pueden ser los ángeles perversos que en tiempo del diluvio fomentaron el pecado, siendo por tanto encadenados. Sea como fuere, a partir de este pasaje, ­la iglesia afirma que Jesús ha penetrado en el abismo de dolor y destrucción de nuestra tierra, compartiendo la suerte los muertos, haciéndose fuente de vida para ellos.

     Jesús había descendido ya en el mundo al infierno de los locos, los enfermos, los que estaban angustiados por las fuerzas del abismo: ha asumido la impotencia de aquellos que padecen y perecen aplastados por las fuerzas opresoras de la tierra, llegando de esa forma hasta el infierno de la muerte. Así se relaciona con Adán, el humano originario que le aguarda desde el fondo de los tiempos, como indica una antigua homilía pascual: 

¿Que es lo que hoy sucede? Un gran silencio envuelve la tierra: un gran silencio y una gran soledad. Un gran silencio, porque el Rey se ha dormido en la carne y ha despertado a los que dormían desde antiguo. Dios ha muerto en la carne y ha puesto en conmoción al abismo.

Va a buscar a nuestro primer padre, como si éste fuera la oveja perdida. Quiere visitar a los que viven en tinieblas y sombras de muerte (cf. Mt 4, 16). Él, que es al mismo tiempo Dios e Hijo de Dios, va a librar de sus prisiones y de sus dolores a Adán y Eva.

El Señor, teniendo en sus manos las armas vencedoras de la cruz, se acerca a ellos. Al verlo, nuestro primer padre Adán, asombrado por tan gran acontecimiento, exclama y dice a todos: mi Señor esté con todos. Y Cristo, respondiendo, dice a Adán: y con tu espíritu. Y, tomándolo por la mano, lo levanta diciéndole:

Despierta, tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz (cf. Ef 5, 14). Yo soy tu Dios que, por ti y por todos los que han de nacer de ti me he hecho tu hijo. Y ahora te digo que tengo el poder de anunciar a los que están encadenados: ¡salid!; y a los que se encuentran en tinieblas: ¡levantaos!. Y a ti te mando: despierta, tú que duermes, pues no te creé para que permanezcas cautivo en el abismo; levántate de entre los muertos, pues yo soy la vida de los muertos. Levántate, obra de mis manos; levántate, imagen mía, creado a mi semejanza. Levántate, salgamos de aquí, porque tú en mi y yo en ti­ formamos una sola e indivisible persona. (P. G. 43, 439. Liturgia Horas, sábado santo).

      Jesús ha descendido hasta el infierno para encarnarse plenamente, compartiendo la suerte de aquellos que mueren. Pero al mismo tiempo ha descendido para anunciarles la victoria del amor sobre la muerte, viniendo como gran evangelista que proclama el mensaje de liberación definitiva, visitando y liberando a los cautivos del infierno.

Jesús se ha introducido en la historia de la muerte. Por eso, la palabra de la iglesia le sitúa frente a Adán, humano universal, el primero de los muertos. Hasta el sepulcro de Adán ha descendido Jesús, como todos los humanos, penetrando hasta el lugar donde la muerte reinaba, manteniendo cautivos a individuos y pueblos. Ha entrado hasta ese reino, protegido por la gracia de su propia pequeñez y de su entrega en Cruz. Ha entrado allí para quebrantarlo, volviéndose así redentor de cautivos a Lc 4, 18-18.

Así aparece Jesús, Christus Victor,Mesías vencedor del demonio y del abismo. Su descenso al infierno, para destruir el poder de la muerte constituye de algún modo la culminación de su biografía mesiánica, el triunfo decisivo de sus exorcismos (cf. misterio 9). Lo que empezó en Galilea, curando a unos endemoniados particulares, lo ha culminado con su muerte, descendiendo al lugar de los muertos, liberándolos a todos del Gran Diablo de la tumba.

Tomado en un sentido literal, este misterio (¡descendió a los infiernos) parece resto mítico, palabra que hoy se dice y causa asombro o rechazo entre los fieles. Sin embargo, tomado en su sentido más profundo, como lo vieron los redentores medievales (trinitarios, mercedarios... ), este misterio constituye el culmen y clave de todo evangelio. Aquí se ratifica la encarnación redentora de Jesús: sus curaciones y exorcismos, su enseñanza de amor y libertad.

Jesús sólo se puede llamar Cristo si ha vencido a la muerte, si ha ofrecido comunión de Dios y vida eterna a los difuntos antiguos de la corrupción insuperable de la historia. Sólo es Cristo porque, habiéndose entregado por el reino, ha ofrecido a todos los humanos el cielo de su gracia, el amor victorioso de Dios. Desde aquí podemos y debemos distinguir ya los dos infiernos:

– Este primer infierno, al que Jesús ha descendido por su muerte es final de destrucción donde los humanos acababan (acaban) penetrando al final de una vida que les lleva sin cesar hasta la tumba. Había sobre el mundo otros infiernos de injusticia, soledad y sufrimiento; pero sólo el de la muerte era total y decisivo. Pero Jesús ha derribado sus puertas, abriendo así un camino que conduce hacia la plena libertad de la vida (a la resurrección), en ámbito de gracia. A este nivel se puede hablar de "apocatástasis": reconstrucción de la realidad, salvación definitiva. Por eso, en principio, están (estamos) todos salvados por el Cristo.

– Puede haaber un segundo infierno o condena irremediable de aquellos que rechazando el don de Cristo y oponiéndose de forma voluntaria a la gracia de su vida, caen en la oscuridad y muerte por siempre (por su voluntad y obstinación definitiva). Salvación y condena no son posibilidades simétricas, caminos igualmente abiertos para el ser humano. Estrictamente hablando sólo existe salvación, pues Cristo ha muerto para liberar a los humanos de su infierno; sólo si algunos rechazan su amor y perdón para siempre final puede hablarse de un mal definitivo, de aquello que Ap 2, 11; 20, 6.14; 21, 8 llama muerte segunda, expresada en un infierno infernal o condena sin remedio (sin esperanza de otro Cristo). En la línea de ese infierno segundo se situarían  aquellos que prefieren quedarse en su violencia, de manera que no aceptan, ni en este mundo ni el nuevo de la pascua, la gracia mesiánica y el amor universal de Jesús. Sabemos que Jesús no ha venido a condenar a nadie; pero si alguien se empeña en mantenerse en su egoísmo y violencia puede convertirse él mismo (a pesar de la gracia de Jesús) en infierno perdurable.

[1] Para una teología de la muerte de Jesús en el evangelio de Mateo, Seminario, Vitoria 1980; Aulen, G., Le triomphe du Christ, Aubier, Paris, 1970; L. Bouyer, Le mystére pascal, Paris 1957; W. J. Dalton, Christ´s proclamation to the Spirits.A study of 1 Pe 3, 18; 4, 6, Inst. Bib., Roma 1965; R. A. Edwards, The sign of Jonah in the theology of the evangelists and Q, London 1971; Moioli, Cristologia, 186-195; B. Reicke, The Disobedients Spirits and Christian Baptism, Muksgard, Kobenhavn 1946; Ruiz de la Peña, J. L., El hombre y su muerte, Aldecoa, Burgos 1971; Id., Las pascua de la nueva creación. Escatología, BAC, Madrid 1966; Varios, Communio: RCI 3 (1981) 4-114; H. U. von Balthasar, El misterio pascual en Mysterium salutis III/II, Madrid 1971, 237-265.

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