Iesu Communio (Lerma), Sanctorum Communio. La comunión de los santos

--Número y forma. Nunca, que yo sepa, se había creado, así, de repente, y con tanta solemnidad, un nuevo Instituto religioso, tan grande.
-- Meta-morfosis... Se han reformado a lo largo de la Iglesia muchas Órdenes y Congregaciones, pero ninguna, que yo sepa, con este formato multitudinario y tantas bendiciones (baste recordar lo que le costó a Santa Teresa reformar su grupo)
-- Nombre. Es hermoso y nuevo. Tiene parecido con otros, en especial con la Iesu Societas, Sociedad o Compañía de Jesús de Ignacio de Loyola, pero cambiando de Sociedad a Comunión, de hombres a mujeres... Más cerca están otros grupos con nombres sonoros como Comunión y Liberación o como los Hermanitos/as de Jesús (por no citar la Comunión Tradicionalista, que va en otra lína). Hay, además, decenas de congregaciones femeninas con nombres de "familiares" de Jesús: Esclavas, Siervas, Madres, Discípulas, Amantes... de Jesús. Se podría hablar también de Cuerpo de Jesús, Pan de Jesús, Eucaristía... (pero esos nombres, aunque buenos, nos situarían quizá en otro plano)
-- El tema es el paso de las Hermanas Menores (eso querían ser la Clarisas de Lerma, con Clara y Francisco) a la Iesu Communio. Queda a un lado la minoridad y la fraternidad, se pone de relieve la Comunión Universal de unas mujeres en la sociedad y en la Iglesia.
-- Mi aportación... Como teólogo antiguo me he puesto a reflexionar en el nombre y, retomando un texto de hace tiempo, quiero ofrecer aquí unas reflexiones sobre el sentido que tiene en la Iglesia la Comunión, es decir, sobre la afirmación de la Iglesia como "Comunión de los Santos", conforme al texto famoso del Credo Romano o Apostólico: "Creo en la Iglesia Católica, la Comunión de los Santos...". Es decir, quiero situar a la Iesu Communio de Lerma dentro de la Sanctorum Communio que es la Iglesia.
-- Y con esta ocasión deseo a la "comunistas" (¿comunitarias, comunionales, "jesuitas"?) de Lerma una vida llena de Jesús. Quieren ser su comunión, su compañía. Dios les ayude. Como posible ayuda, para personas que deseen conocer el sentido que ha tenido y tiene en la iglesia el misterio de la comunión de los santos, inseparable de la Iesu Communio, ofrezco unas reflexiones que preparé para un Curso de Teología, en la Universidad de Salamanca (Cátedra Domingo de Soto), hace algún tiempo.
El texto ha salido en diversos "papeles". Lo presento de nuevo aquí, para los que no tengan acceso a él, aunque es largo. Cálcense y tomen tiempo los que se decidan a leerlo. Para los demás, termina aquí mi post semidiario.Buen día a todos y todas, de la Iesu Communio, de la Comunión humana
CREO EN LA COMUNIÓN DE LOS SANTOS
a) Comunión en lo santo
Detrás de esta frase (communio sanctorum) parece haber existido una fórmula griega que nunca ha entrado como tal en los credos de las iglesias orientales, pero que resulta muy común y muy valiosa en el oriente: en ella se habla de la koinônia tôn hagiôn, esto es, de la participación de los creyentes en las cosas santas, especialmente en la palabra de la fe y en la celebración eucarística del misterio. Entendida así, esta fórmula nos lleva al mismo centro de la historia religiosa de los hombres, allí donde ha venido a cimentarse la experiencia del misterio de la iglesia.
El principio de la «communio sanctorum» se encuentra en la experiencia de las religiones de la naturaleza. Las cosas santas se explicitaban allí por medio del proceso cósmico de la vida que se expande, se despliega, se edifica. A través del rito, los creyentes se introducían en la marcha del proceso vital, penetraban en la hondura del misterio, rompían la distancia del tiempo y del espacio, que todo lo parte y destruyan, y participaban, transfigurados, en el orden originante de la reali¬dad. Se inmergían en lo divino, comunicaban con lo santo. Tal es el primer nivel de «comunión sagrada» que nosotros recordamos y, en parte, todavía asumimos a través de la celebración de la pascua de Jesús, el Cristo,
Demos un paso más. Desde sus mismos orígenes, la filosofia de occidente ha pretendido traducir esa experiencia de participación sacral en términos de comprensión ontológica de la realidad. Baste con recordar el platonismo, sobre todo en sus vertientes religiosas más tardías. Allí se supone que lo divino, interpretado como bien originario o unidad fundamentante, se halla en el principio de las cosas. Todas ellas participan de su fuerza, expresan su grandeza, desde un campo de caída, de impotencia, de materia de la tierra. De esa forma, la comunión en lo santo, recordada o asumida en un proceso de ensimismamiento espiritual y de ascenso «erótico», gene¬raba un proceso de retorno intelectual y religioso; a través de la contemplación, el fiel se introducía en lo divino, se identificaba con la esencia original de lo sagrado, comulgaba con lo santo.
Sobre ese trasfondo de comunión, entendida en forma de bús¬queda de identificación con el toda sagrado, hay que entender la novedad israelita. Para el antiguo testamento resulta escandaloso todo intento de buscar la comunión del hombre con lo divino. Dios es trascendente y nadie puede introducirse en su misterio. Dios es lejanía de poder, grandeza y fuerza, de tal forma que ningún viviente puede acompañarle en su existencia. Sin embargo, una vez que eso está dicho, después de haber negado toda posibilidad de comunión de naturaleza entre lo humano y 1o divino, el antiguo testamento ofrece los cimientos para una nueva experiencia de comunión con Dios en términos de alianza.
La novedad israelita implica una ruptura de nivel: pasamos el umbral de la naturaleza, desbordamos el campo de las identificacio¬nes «físicas» del hombre con un Dios interpretado como totalidad cósmica, vital o intelectual, y penetramos en un ámbito de encuentro interpersonal con el Señor Yahvé, a través de la palabra, de la ley y de la alianza. Desde ahora en adelante, los verdaderos creyentes de tradición israelita sabrán que sólo puede existir comunión auténtica con Dios donde se logra establecer un campo libre de apertura y donación entre personas. Pasamos de la fusión al encuentro gratificante.
El nuevo testamento está enraizado en la experiencia de Israel, de tal manera que sigue interpretando la comunión con lo sagrado en términos de alianza. Pero, al mismo tiempo, al aceptar como princi¬pio la presencia de Dios en Jesucristo, asume ciertos elementos de la antigua concepción pagana y los transmuta, edificando as¡ una forma diferente de entender la comunión con Dios y entre los hombres.
El dato originante de la experiencia del nuevo testamento es la palabra que recoge Heb 2, 14: el mismo Dios ha decidido «comulgar» con nosotros, entrando en relación con nuestra historia, de tal forma que participa de la carne y de la sangre de los hombres. Ante esa afirmación quiebran los datos anteriores. Lo que el hombre intenta ya no es el re-establecimiento de su parentesco con lo sagrado; tampoco quiere re-validar su alianza con el gran Señor lejano. En el principio de todas las palabras, allí donde el silencio se hace voz originaria, descubrimos que existe algo que es mucho más valioso que el intento humano de entrar en comunión con lo divino.
El mismo Dios ha querido comulgar con nuestra carne y nuestra sangre, hacerse mundo entre nosotros, tomar parte en nuestra historia. Sólo porque hallamos esta primera koinonia incarnatoria, sólo porque Dios asume en Cristo. Logos-hijo, nuestras «especies humanas» (carne y sangre), de una vez y para siempre, nosotros -simples hombres- hallaremos el acceso en comunión a lo divino, podremos comulgar con Dios por medio de la carne y de la sangre de Jesús, que es nuestro Cristo.
Parafraseando una palabra de san Juan (1 Jn 4,10) yo afirmaría: en esto consiste el misterio, no en que nosotros pretendamos estar en comunión con lo sagrado sino en que Dios, el santo, haya querido comulgar con nuestra historia, haciéndose así vida y principio de amor entre los hombres.
Fundado en esta experiencia, Pablo puede definir a los cristia¬nos como aquellos que «han sido convocados a vivir en koinonia con Jesucristo, Hijo de Dios» (1 Cor 1, 9). Comulgar significa aquí participar en Cristo: aceptar su palabra, seguir su camino, revestirse de su muerte, incorporarse a su resurrección, transformarse con su gloria. Para entender mejor la comunión resultaría necesario comentar todos los textos en que Pablo y las cartas postpaulinas van hablando de aquello que nosotros somos en el Cristo: convivimos y con-sufrimos; somos con-crucificados, con-sepultados, co-rresucitados, con-glorificados con él; con él coheredamos y correinamos (cf. Rom 6, 4-8; 8, 17; 2 Cor 7, 3; Gál 2, 19; Col 2, 12-13; Ef 2, 5-6; 2, 2). Toda nuestra existencia de creyentes se interpreta en forma de comunión de vida y muerte, de camino y esperanza con el Cristo. Por eso, la comunión «en lo santo» significa «participación en la santidad de Dios», a través de Jesucristo.
Esta comunión se realiza de un modo visible en el gesto eucarísti¬co: «el cáliz... es la comunión con la sangre de Cristo; el pan..., es la comunión con el cuerpo de Cristo» (1 Cor 10, 16-17). Así se invierte y recupera el gesto del Dios que se hace humano. Carne y sangre eran primero el lugar en el que Dios se ha humanizado. Ahora, en contexto de celebración eclesial, fundada en el recuerdo y la palabra de Jesús, carne y sangre son la realidad del gran misterio del Cristo, Hijo de Dios, presente entre los hombres. Allí donde la comunidad se reúne y celebra a su Señor, los creyentes, unidos entre sí «comulgan con el Cristo», participan de su vida y de su muerte, se introducen en su pascua. Este es el sentido radical de aquello que la iglesia afirma cuando cree en la «comunión de los hombres con lo Santo»; es lo que la iglesia celebra alborozada y llena de temor en el misterio de su fiesta dominical.
En este contexto se explicita la fórmula original del credo: koinônia tôn hagiôn significa, dentro de la iglesia, que los fieles, reunidos en comunidad y cimentados en confesión pascual, tienen acceso al misterio de las cosas santas; comulgan con Jesús, viven su gracia, actualizan su misterio, La distancia entre lo humano y lo divino sigue abierta. Sin embargo, allí donde los fieles celebran a Jesús se rompen las distancias, se curan las heridas: atónitos y agradecidos, los hombres comulgan en la santidad de lo divino. Más allá de la unidad cósmica, superando la lejanía del Dios israelita, cristianos son aquellos que, por medio de Jesús y dentro de la iglesia, viven el misterio de la comunión con lo divino.
Si preguntamos ¿cómo se realiza ese misterio? escucharemos la voz de una respuesta que al principio nos parece extraña y luego se ilumina desde dentro, hasta cegarnos con su gracia. Cuando Pablo va a decirles la palabra más hiriente, escandalosa y creadora a los amigos de Filipos, al comienzo del capítulo segundo de su carta, les conmina: «¡si es que tenéis alguna koinônia o comunión con el Espíritu...! hacedme este favor...» (Flp 2, 1). De manera semejante, en la más solemne de sus despedidas, abriendo hasta el final su corazón, Pablo desea a los corintios... «que la koinônia del Espíritu esté con vosotros» (2 Cor 13, 13).
Esto significa que la comunión se ha puesto en un campo de Espíritu. En un primer momento nos pudiera parecer que la koinônia a la que aquí se alude es un efecto más o menos convencional de la presencia del Espíritu en nosotros, igual que tantos otros dones o carismas. Pues bien, si ahondamos en el tema y lo ponemos a la luz de todo el nuevo testamento y en el fondo de la vida de la iglesia, avanzaremos hasta un campo de misterio donde la misma palabra comunión acaba siendo predicado propio del Espíritu santo.
Así lo supone Pablo en 1 Cor 12-14, cuando interpreta todos los dones del Espíritu en relación con la unidad eclesial, esto es, con la comunión de los creyentes. Así lo muestra Juan cuando, en el discurso de la cena, alude al Espíritu como misterio de la unión en que se ligan el Padre con el Hijo. Dando un paso más, creo que se puede y se debe afirmar que el Espíritu santo es la comunión en sí, es el don primigenio de Dios que se expresa como campo de amor y de encuentro entre los hombres.
El Espíritu es la verdad original del encuentro, es la unión de amor que liga a las personas, en primer lugar en Dios y, desde Dios, en nuestra historia. Estas precisiones nos sitúan en el ángulo más luminoso de la tiniebla de Dios, allí donde toda la tradición teológica y espiritual ha interpretado al Espíritu como misterio de comunión abierta del Padre con el Hijo. Su realidad personal tiende a interpretarse como «unión entre personas»: es el abrazo de amor que congrega a los amigos, es el intercambio de entrega y de respuesta, de don y de retorno que liga a la persona del Padre con el Hijo.
Sabiamente, la iglesia ha dejado en silencio dogmático este tema, de manera que el credo niceno-constan¬tinopolitano sólo afirma que el Espíritu es Señor, que procede del Padre y que recibe adoración y gloria con el Padre y con el Hijo. Pero ese silencio no es de negación sino de reverencia, no es de rechazo sino de invitación a la alabanza y la plegaria. Por eso, nosotros, cuando asumimos en el credo la palabra de la «comunión de lo santo», en el contexto del tercer artículo que se halla dedicado al pneuma, confesa¬mos ante todo nuestra fe en el Espíritu de Dios como realidad de comunión que, uniendo al Padre con el Hijo y realizando su misión en Jesucristo, nos sitúa, por el signo eucarístico, en el mismo ámbito misterioso de su encuentro. Esto significa que nosotros creemos en el Espíritu de santidad, que es comunión del Padre con el Hijo; y confesamos que, desde el recuerdo de Jesús y la celebración eucarística, penetramos en ese misterio de santidad en comunión que es lo divino.
En esa perspectiva se comprende las palabras de 1 Jn 1, 3: «Nuestra koinônia es con el Padre y con su Hijo Jesucristo». Con eso entramos en el centro de unidad de Dios, allí donde el Padre y el Hijo realizan el gran signo del encuentro (cf. Jn 10, 30; 17, 11. 21-23). Frente a todas las unificaciones filosóficas, que intentan llegar a la fusión con lo absoluto, más allá de las pretensiones de trascendencia separada de los monoteísmos que escinden la unidad de Dios de la existencia de los hombres, frente al imperativo sociológico de una integración impersonal en el todo de la clase o Genero humano, las palabras de san Juan ofrecen una nueva perspectiva de acción y de misterio:
Dios es comunión, encuentro de amor libre entre personas; en ella estamos invitados a vivir también nosotros, por el Cristo. Este es el contenido final de la confesión pneumatológica. Por eso, la palabra de «creo en la comunión en lo santo» ha de entenderse en primer lugar como ampliación de aquella otra que dice «creo en el Espíritu santo»; creo en el Espíritu como verdad de comunión en Dios y como base y fundamento de nuestra comunión con lo divino, a través de Jesucristo.
b) Comunión de los santos
Sólo porque Dios es comunión y porque, en Cristo, ofrece su misterio como campo de ser para los hombres, la palabra del Credo puede ampliarse y afirmar: «yo creo en la comunión de los santos», esto es, de los creyentes, de los hombres. El paso es claro y así lo ha formulado ya la primera carta de san Juan: «si tenemos comunión con Dios... tendremos que estar en comunión unos con otros» (1, 6-7), realizaremos la existencia como vida compartida, nos amaremos y ayudaremos mutuamente, confiaremos los unos en los otros.
Sólo la unión con lo santo es capaz de ofrecer un fundamento duradero, inextinguible a la unión entre los hombres. Todas las restantes formas de unidad se mantienen en niveles periféricos y acaban derivando en soledad, desinterés, batalla mutua o inserción impersonal en un conjunto que no deja que seamos libres. Parecemos condenados a vivir en aislamiento o en rebaño. Pues bien, en contra de esas perspectivas antagónicas, la unión con lo sagrado, tal como ha venido a revelarse en Jesucristo, nos conduce a la unión en comunión de amor entre los hombres.
Los rasgos de esa comunión han de entenderse a partir de lo ya dicho: en la línea del seguimiento y entrega de Jesús, en apertura hacia el misterio de Dios como encuentro, en ámbito de Espíritu. La hondura del Espíritu de Dios es comunión; comunión será el efecto del Espíritu en nosotros, el sentido de la iglesia.
En esta perspectiva se comprende la palabra del libro de los Hechos: los creyentes «se mantenían constantes en la enseñanza de los apóstoles, en la koinônia, en la fracción del pan y en las oraciones» (Hech 2, 42). Koinônia significa aquí la vida compartida, la vida en el amor que va integrando a los unos con los otros. Previamente, los hombres se encontraban perdidos, cada uno con su ley y con su esfuerza. De pronto escuchan que Jesús les ha salvado. Cambian con respecto a lo anterior, se entregan a Jesús y, llenos de agradecimiento y sorpresa, se descubren hermanos: nadie vive a solas; todos partici¬pan de la fe, el trabajo, la presencia de Cristo, la esperanza de su reino. Por hallarse cimentado en esa certeza afirmará san Pablo, en voz triunfante: «¡todas las cosas son vuestras!: Pablo, Apolo, Cefas; lo presente y lo futuro, vida y muerte, todo el cosmos...» (1 Cor 3, 21-22).
Esa comunicación de los creyentes sólo tiene sentido desde el Cristo: «todas las cosas son vuestras...; vosotros de Cristo y Cristo de Dios» (1 Cor 3, 22-23). Frente al hombre dividido de la historia, al judío y al gentil, al bárbaro y romano, al amo y al esclavo, emerge un nuevo tipo de hombre en Cristo, dentro de la iglesia (cf. Rom 10, 12; 1 Cor 12, 13; Gál 3, 28). Esta unidad de comunión en fe, que es propia de los creyentes, inaugura el hombre nuevo, un hombre que es capaz de compartir la vida desde Cristo, asumiendo las diversidades (varón-mujer, griego-judío), e integrándolas en un campo más alto de enri¬quecimiento y donación, de gratuidad y de servicio.
La comunión de los creyentes se realiza, antes que nada, en el plano de lo santo, esto es, en el nivel de participación de las cosas sagradas. Los fieles comparten la filiación de Dios, la fe, la misma eucaristía. Desde el momento de su conversión, ellos se encuentran cimentados en un mismo principio de vida y esperanza: asumen como propia la historia de Jesús, la recuerdan, la repiten, la celebran. Participan de la fe y la dicen juntos. Se sostienen mutuamente. Se defienden. Cantan juntos. Hay algo misterioso en el umbral de esta experiencia. Sabemos, por desgracia, que los bienes de la tierra acaban dividiendo a los hermanos.
Pues bien, el tesoro de la fe sólo se adquiere y se cultiva en la medida en que se ofrece y se comparte. En el momento en que alguien quiera engrandecer su fe a escondidas, dando espalda a sus hermanos, pierde su tesoro y quiebra el vaso de la fe que pretendía guardar avaramente a solas. Este es el principio de toda comunión: los creyentes se vinculan, ante todo, en la misma profesión de fe, en la misma eucaristía.
Pero esa unidad en lo santo tiene que traducirse en forma de comunión de vida entre los santos, es decir, entre los creyentes. De esa forma, la koinônia eclesial del libro de los Hechos se explicita en la participación de los bienes materiales (Hech 4, 32). Por eso, las diversas iglesias no sólo comunican la fe, sino que se ayudan con dinero cuando llega el hambre (cf. Rom 15, 32) y viven la certeza de que todo es en el fondo común entre cristianos. Evidente¬mente, la iglesia no sabe cómo debe traducirse esta exigencia de comunión material, en términos de participación económica, de transformación política, de unidad social. Pero si ella cree en la comunión de los santos tiene que formar una especie de «ámbito permanente de existencia compartida», un lugar de encuentro entre los hombres, no sólo en el plano del "espíritu", sino también de los bienes materiales.
Sin duda alguna, en el principio estará siempre la comunión «en el misterio», en fe, vida eucarística, oración; pero si ese principio no se expande y no se expresa en la existencia externa, si no se expresa en cauces de colaboración y ayuda material, habrá que decir que la comunión en fe y misterio se halla muerta; se habrá convertido en cobertura ideológica que oculta la falta de valentía cristiana o los intereses de dominación de grupo. Ya no se podrá hablar de «comunión de los santos y en los santos»; habría que hablar sólo de una posible «comunión espiritualista» de unos hombres desunidos en el amor que es el principio y base de la santo.
Esa comunión de vida ha de expresarse, finalmente, en un nivel de encuentro en el afecto. Poco serviría el intercambio de bienes materia¬les si es que falta, con Cristo y desde Cristo, el ejercicio de amor interpretado como ofrenda y cultivo de la vida en compañía. Frente a todos los esquemas de un colectivismo impuesto, frente a los gestos de una misericordia que se busca a sí misma y se ejerce desde arriba, la iglesia tiende siempre al surgimiento de una comunión de hermanos¬-amigos que, escuchando la Palabra y recibiendo agradecidos el misterio, comparten mutuamente la palabra y comunican juntos en el pan y vino del misterio.
Este es, a mi juicio, el nivel en que se juega el sentido y el futuro de la iglesia interpretada como conjunto de fraternidades creyentes, comunidades que comparten la fe y celebran juntas la existencia.
La comunión de Jesús se explicita sólo allí donde los fieles, arraigados en la misma fe y el mismo sacramento, van haciendo la existencia unidos, en gesto de solidaridad y en actitud de diálogo que tiende a reflejarse en la amistad y la confianza. De esta forma, el amar a Dios se explicita en el amarse mutuamente; el creer en Dios en el creerse unos a los otros; esperar en Dios implica, finalmente, ofrecerse mutuamen¬te un campo de esperanza.
Sabemos que la iglesia es «sacramento». Pues bien, la «res», el contenido y realidad que está en el fondo de ese sacramento es la unión comunitaria, aquel amor que se cimienta en Cristo y se refleja a través de la comunión interhumana. Frente a las diversas estructuras de este mundo que se montan y organizan con el fin de conseguir poderes y defender intereses, la iglesia quiere irse extendiendo por el mundo con un gran tejido de comunidades que mantienen y cultivan el fuego de lo humano, en la fe compartida, en la amistad sacra], en la esperanza.
Si este estudio fuera más extenso debería ir presentando las notas y niveles de esta inmensa comunión de santos que es la iglesia. Aquí lo haré de una manera puramente indicativa. La iglesia es, ante todo, comunión de santos, como he dicho: en ella se reúnen las personas que, llamadas a participar del misterio de Dios, santidad originaría, co¬mulgan en lo santo, esto es, participan de una misma fe y celebran la misma eucaristía.
La iglesia es, evidentemente, comunión estructura¬da: se va formando en torno a las personas que transmiten la fe y presiden la celebración, esto es, los obispos con el papa. Es una comunión temporal y escatológica: se funda en la predicación de los apóstoles, perdura y se expande a través del tiempo de este mundo, está abierta al reino, donde el signo cesa y sólo queda la unión de amor de los salvados con Cristo, en el Espíritu. Es comunión amenaza¬da y medio rota, por falta de caridad intraeclesial, por disensiones en torno a la lectura del mensaje, por recelos, ignorancias y herejías. Por eso, la comunión se goza, pero también se sufre y, sobre todo, se espera: el camino de la unidad es don de Dios y las iglesias tienen que recorrerlo en continuidad con sus tradiciones pero, sobre todo, en fidelidad al evangelio y en búsqueda constante de aquella unión que sea signo de evangelio sobre el mundo.
El que confiesa la comunión de los santos afirma todavía más con su gesto y su palabra: no sólo busca la ayuda entre los fieles de su comunidad, no sólo intenta lograr que las iglesias se unifiquen, sino que vive ya en Espíritu la unión de los creyentes y los hombres justos de la historia. Por medio de Jesús, y en el misterio del Espíritu, se superan las distancias: allí donde los fieles celebran su fe en la eucaristía pueden actualizar la unidad de todos los creyentes del mundo; en esa eucaristía se vive la presencia de aquellos que ya han muerto, se venera el recuerdo de los santos de otros tiempos, se anticipa la gloria de los que han de venir. En esta perspectiva, confesar la comunión de los santos significa asumir, desde la hondura de la fe, la unión vital y económica de todos los salvados.
Todos participan, con el Cristo, de un mismo camino salvador: de esa forma se transmiten santidad y vida interna. A través de la plegaria se establece, por tanto, un misterioso intercambio de amor y de existencia entre los fieles. El mismo Espíritu de Dios, que era poder de comunión del Padre con el Hijo, se desvela -en la celebración del misterio de Jesús- como el lazo de unidad entre todos los creyentes.
Pero ¿no estaremos cerrando así las fronteras de la comunión de una manera egoístamente enferma? ¿qué hacer con los restantes hombres, con aquellos millones de increyentes que comparten nuestro mundo y rodean nuestra vida? Todos ellos fueron redimidos por Jesús y convocados al banquete de la vida, aunque no lo sepan o no quieran admitirlo. Pues bien, por caminos que nosotros ignoramos, ellos participan de Jesús y tienen el acceso abierto hacia el misterio de su gloria (cf, Mt 25, 31-46).
En este aspecto, cuando afirmamos «creo en la comunión de los santos» estamos confesando la unidad radical de todos los hombres, por el Cristo en el Espíritu. Aunque muchos se hallen fuera del sacramento de comunión que es la iglesia, ellos pueden formar y forman parte en la «comunión del hombre redimido», de ese hombre nuevo que se encuentra cimentado en Cristo. Sólo al final de los tiempos, si es que hay hombres que han negado toda forma de apertura a Cristo, podrá hablarse de «condena», esto es, de personas totalmente desvinculadas de la comunión en lo santo y con los santos; esta ruptura de comunión será el infierno. Por ahora, la iglesia debe ofrecer la Iesu Communio a todos los hombres, en gesto misionero de vida.
c) Las exigencias de la comunión
La comunión, a mi entender, ha de expresarse a través de los tres gestos del cristiano: fe, compromiso activo en favor de los demás, celebración conjunta del misterio.
La comunión es, ante todo, un misterio de la fe. Creemos en ella, como creemos en el Padre y en el Hijo. La aceptamos en gesto reverente, agradecido, como expansión y presencia del misterio del Espíritu de Dios que fundamenta nuestra vida. Por eso, antes de toda palabra de los hombres, antes de toda construcción mental, proyecto o exigencia humana, la comunión se expresa como don que viene de Dios y nos cimenta en la existencia. La aceptamos reverentes, como misterio de Dios y fundamento de vida para el hombre. De ella provenimos, en ella nos basamos, hacia ella caminamos. Creemos en la comunión como misterio de la iglesia: de ella recibimos la gracia de la fe, en ella crecemos al amor, en ella nos sabemos de verdad personas.
1) Pero, una vez dicho esto, tenemos que añadir que la comunión cristiana implica un compromiso. Hay que traducirla en gesto de apertura radical hacia los otros: en desprendimiento intenso, en búsqueda de justicia, en transparencia comunitaria... Quien acepte la comunión como principio de existencia sabe que ya nunca podrá tornar a su egoísmo.
Sabe que vivir es compartir, es recibir la existencia y regalarla, es ir haciéndose en contacto con los otros, descubriendo que se gana aquello que se entrega por el bien de los demás y que se pierde aquello que uno quiere guardar en exclusiva. En el fondo, el creyente admite sólo el compromiso de la comunión, interpretada como apertura a Dios y como exigencia de amor interhu¬mano. Todos los restantes principios de la vida puede dejarlos en segundo término.
2) Queda en segundo lugar la tabla de las virtudes clásicas, con la justicia interpretada como exigencia de dar a cada uno lo que es suyo. Resulta insuficiente el ideal moderno de la justicia revolucionaria, como búsqueda de una sociedad sin clases. Es incom¬pleto el ideal de la razón que quiere desvelar la plenitud del hombre a través del conocimiento o de la técnica. Para el cristiano, no hay más absoluto que la caridad, entendida ahora a manera de entrega por los otros, en un camino que proviene de la comunión de Dios y se abre hacia la comunión entre los hombres.
3) Finalmente, la comunión es un misterio que se celebra en esperanza. Creemos en ella. La traducimos en nuestro esfuerzo. La celebramos. Por eso, nos reunimos en gesto festivo. Recordamos la muerte pascual de Jesús. Y nos sentamos en torno al pan y vino compartido. De pronto, por encima de nuestras dificultades para creer y de nuestras impotencias para obrar, la comunión se vuelve fiesta: es algo que está aquí, en el centro y fondo de la comunidad que canta y rememora, que comparte el pan, se pasa el vino y celebra la gloria de Cristo.
Sobre la tierra de enfrentamientos y rupturas, sobre un mundo de conflicto y lucha, emerge la luz de un misterio diferente. ¿Qué hacen esos hombres reunidos en liturgia? ¡Celebran la presencia de un Dios que es comunión? Recuerdan a Jesús y cantan su propia comunión interhumana, la solidaridad en la vida y en la muerte, en abrazo de paz, la ofrenda compartida, esa nueva amistad que emerge y brota del misterio.
Evidentemente, las facetas que acabo de mostrar resultan absolu¬tamente inseparables. Quizá en otro tiempo se había concedido primacía a la comunión sacramental, ritualmente perfecta pero un poco separada de la vida. En estos últimos años se ha asistido al redescubrimiento de la fe, como principio de toda religión, cimiento de todos los encuentros. También se ha destacado el lado práctico del tema: la comunión es algo que se hace, se va construyendo a través del compromiso en favor de la justicia, por medio de la lucha encaminada a liberar a los perdidos y oprimidos, a través de un proceso que culmina en el surgimiento de una sociedad sin clases. A mi entender, esas posturas son muy justas.
Sin embargo, resulta absolutamente necesario que redescubramos el aspecto festivo de la comunión: una solidaridad que no se celebra en el misterio de Jesús termina siendo anticristiana. Evidentemente, eso no puede hacernos olvidar que una celebración que no incida en el compromiso en favor de los necesita¬dos termina siendo pagana. En las reflexiones que siguen quiero sacar las consecuencias de este planteamiento.
El cristiano cree en la comunión y no en la fuerza de la pura razón abstracta que va encontrando la verdad en su proceso de avance intelectual v técnico. Hemos asistido a la utopía del «hombre racional», del ilustrado; podemos recordar a todos aquellos «nuevos sabios» que pretendían alcanzar la plenitud del hombre a través del conocimiento y desarro¬llo intelectual.
Pues bien, nosotros aceptamos la razón pero, en contra de todos los mesianismos ilustrados, confesamos que la plenitud del hombre no llega a través de la dialéctica intelectual sino por medio de la revelación de lo santo y de la comunión interhumana. Sabemos que «la verdad nos hará libres» (Jn 8, 32).
Pero se trata de una verdad gratuitamente recibida, solidariamente cultivada, abierta a la comu¬nión entre los hombres... Fuera de ese campo de amor, la así llamada «verdad» puede convertirse en destructora. Nosotros creemos en la «comunión gratificante» y no en la ciencia. E1 cristianismo no es «república de sabios» sino fraternidad de redimidos que, gratuita¬mente, acogen y comparten la existencia.
El cristiano cree en la comunión y no en la solidaridad externa sin más. Ciertamente, valoramos la solidaridad. Pocas cosas hay en nuestro mundo más genuinamente humanas que la unión de unos hombres que están comprometidos en un mismo proceso de transformación, en una misma lucha por lo humano. Pero esa solidaridad, expresada a través de la dinámica socio-política, no llena todo el campo de lo humano (y a veces corre el riesgo de volverse violenta, concretándose como lucha de clases, imposición revolucionaria o sistema dirigido, capitalista o comunista.
La solidaridad social (la Iesu Conversio) es absolutamente necesaria. Pero si prescinde del encuentro de amistad interpersonal y se refleja sólo en forma de vinculación supraindividual a un grupo o clase social resulta insuficiente. Por eso es necesaria la "communio amoris", una comunión, que se cimenta en la gratuidad, se abre en forma de búsqueda amistosa entre los hombres y mujeres, y se explícita en forma de camino de amor gratificante y gratuito, lúdico, gozoso, no impositivo.
El cristiano cree en la comunión y no en la pura asistencia externa. Ciertamente, la asistencia misericordiosa es buena y necesaria; el mismo Dios se expresa a través de ella. Sin embargo, si la asistencia no tiende a la libertad del encuentro interpersonal, si no se despliega a través de la justicia y, sobre todo, si no se explicita y celebra en forma de comunión de liberados, corre el riesgo de convertirse en relación de superior con inferior y no en contacto de personas libremente iguales que se aman, se completan, celebran el misterio y caminan juntas hacia el reino. Por eso es necesarias la "communio", que es vinculación total desde el amor, comunión de amantes (sanctorum en forma personal) y de bienes compartidos (sanctorum en forma neutra).
En resumen: el cristiano cree en la presencia de Dios en el mundo, tal como lo afirman las viejas religiones; cultiva la misericordia como amor activo en favor de los necesitados; trabaja por el despliegue de la razón sobre un mundo que busca su propia luz mundana; lucha por la justicia, en una tierra dividida por la opresión y el odio entre los hombres... Pero, en el fondo de eso, sólo oree en la comunión de los santos.
Esa comunión constituye el principio de su vida y el final de todos sus afanes. En ella está el principio: el don del Espíritu de Dios, por Jesucristo. En ella está el final: la comunión de un Espíritu que, siendo unión del Padre con el Hijo, se desvela como esencia y fundamento de comunión para los hombres. La comunión de los santos no es una especie de «segunda comunión» que Dios ha creado para nosotros. Es más bien «la misma comunión divina», ampliada por el Cristo en nuestra historia y convertida en principio, sentido y meta de la realidad para los hombres.
Haciendo una paráfrasis de 1 Cor 13, podríamos decir que todo pasa. Un día cesará el perdón, pues ya no habrá pecado a perdonar. Terminará la solidaridad de clase, pues no habrá ya clases contra puestas ni enemigos a quienes combatir. Acabará nuestra misericor¬dia, pues habrá cesado la miseria que atormenta a los pequeños y mueve el corazón a los piadosos. La misma razón habrá acabado su camino, abierta en luz hacia el misterio de las cosas. No habrá justicia interpretada como lucha por la igualdad, ni como defensa de lo mío o de lo tuyo, porque todo empezará a ser compartido...
Las cosas de este mundo habrán cumplido su misión y quedarán sencillamente como signo o recuerdo del camino recorrido. Pues bien, entonces sólo quedará la comunión de Dios entre los hombres. Los salvados habrán integrado su camino y su verdad en Dios, de tal manera que su amor será un despliegue transparente del amor de comunión de lo divino. Cristo entregará su reino al Padre y el Dios de comunión vendrá a mostrarse como «todo en todos» (cf. 1 Cor 15, 28). Los hombres viviremos nuestra libertad de amor y nuestro gozo de entrega transpa¬rente en comunión, unidos a lo santo, esto es, en el ámbito de comunión que forman el Padre con el Hijo en el Espíritu.
Este es, a mi entender, el contenido fundamental de la fórmula communio sanctorum que, a partir del siglo IV, fue introducida en el símbolo apostólico de las iglesias latinas. Comenzó siendo una cláu¬sula particular, quizá un poco secundaria. Pues bien, ella ha terminado reflejando el misterio central del cristianismo.