(Jes 4). Jesús, fin de la historia ¿fracaso de Jesús?(A. Schweitzer)

El 14 y 15 de este mes comencé un “curso sobre Jesús”, que quiero seguir ya, de un modo más habitual, retomando así el tema de ayer (en el que presentaba de un modo inicial la obra clave de J. P. Meier). Respondo así al deseo de varios comentaristas del blog, que quieren un estudio más detenido sobre el tema.

Hablé de las “ventanas” que ofrecen los evangelios para que podamos conocer a Jesús (día 14). Presenté después las “tres olas” (o búsquedas) principales en el estudio de la vida de Jesús (15). Terminé presentando el libro de J. P. Meier (día 27).

Hoy quiero presentar la “hipótesis” que más ha influido en estudio moderno de Jesús, tal como la desarrolló A. Schweitzer, teólogo, músico y médico, premio Nobel de la Paz. Éste post tiene dos partes.



1. Una semblanza del Jesús de A. Schweitzer, tomada de mi Diccionario de Pensadores cristianos

2. Una exposición más detenida de su estudio sobre Jesús, a quien concibe como mensajero “fallido y verdadero” del fin del mundo.

3. A modo de conclusión, quiero recordar que A. Schweitzer (al final de su estudio sobre Jesús) pensó que no merecía la pena seguir estudiando y estudiando, pues el estudio teórico e histórico no nos llevaría a ninguna parte... Pensó que la solución estaba en "seguir en concreto a Jesús". Por eso, dejo su cátedra rica, su rico futuro como músico de fama... y se fue de misionero seglar (es decir) como médico a África, poniendo su vida al servicio de los colonizados y excluidos.


Ésta fue para A. Schweitzer) la más dura y amarga experiencia de la historia: Jesús fracasó dos veces. Había fracasado en Galilea, cuando dijo que el reino llegaría pacíficamente (a través de un rapto capaz de transformarle y transformarlo todo). Se equivocó después, en Jerusalén, muriendo por el Reino sin que Dios le haya resucitado (en plano externo).

Lo intentó todo: el camino de la gloria, la vía del sufrimiento. Fracaso las dos veces ¿Qué quedaba? No quedaba nada, pero vino la Iglesia cristiana.

Este fue la conclusión de Schweitzer: Toda la historia de la Iglesia, hasta el día de hoy, constituye un esfuerzo por interpretar la decepción pascual (no llegó el Reino que Jesús habría proclamado, no resucitó externamente) y por seguir realizando de alguna forma su misma tarea , manteniendo su esperanza, a pesar de su fracaso externo.

Jesús no resucitó externamente, ni él vino como Hijo del hombre glorioso, transformando este mundo según el evangelio, pero su anuncio primero (en Galilea) y su fidelidad hasta la muerte (en Jerusalén) han trazado unos caminos nuevos de vida para el mundo y siguen ofreciendo el testimonio más alto de la verdad de Dios y de la tarea humana. El mismo Jesús "fracasado" en un sentido, sigue siendo el Jesús verdadero. Él y sólo él sigue abriendo un camino de humanidad y de esperanza, un camino de Reino... porque Dios habla y actúa a través del fracaso externo de sus mensajeros.


Es evidente que no todos están de acuerdo con la visión de Schweitzer, como seguiré indicando, como seguiré diciendo con la ayuda de muchos investigadores y creyentes. De todas formas, sea cual fuere la solución del enigma de Jesús, casi todo lo que se ha venido diciendo sobre él en el último siglo (desde el 1900 y el 1913) puede y debe entenderse como diálogo con Schweitzer, que sigue siendo el investigador que más ha influído sobre el tema. Éste es, además, un tema apropiado para el fin de año, que estamos “celebrando”


1. EL JESÚS DE A. SCHWEITZER

SCHWEITZER, A. (1875-1965). Teólogo, médico, músico e historiador, de origen protestante, nacido en Estrasburgo (Alsacia), que entonces formaba parte de Alemania. Ha sido uno de los grandes pensadores y testigos del cristianismo de la modernidad. Recibió el Premio Nobel de la Paz por su trabajo a favor de los enfermos, en África. Sigue siendo recordado en el campo de la teología por una obra titulada Geschichte der Leben-Jesu Forschung (1913; versión cast.: Investigación sobre la vida de Jesús, Valencia 1990), que no trataba directamente de Jesús, sino de la Historia de la investigación de su vida y su figura. En ella presentaba y analizaba casi todas las vidas que se habían escrito sobre Jesús desde el siglo XVIII hasta finales del XIX (por eso, el título de la primera edición de 1906 era De → Reimarus a Wrede), para mostrar que los buenos y sabios exegetas ilustrados (especialmente alemanes) habían proyectando sobre Jesús sus propios presupuestos, sus mitos e ideales, sus deseos o sus miedos.

Aplicando a la investigación exegética los principios de la proyección religiosa que L. Feuerbach había utilizado al hablar de Dios en su Esencia del Cristianismo, Schweitzer ha mostrado que la figura de Jesús había sido para gran parte de los exegetas cristianos (protestantes) de los siglos XVIII y XIX un pretexto, un fondo sagrado donde habían ido proyectando sus esquemas religiosos y sociales. Teólogos e investigadores, aparentemente neutrales, habían aplicado sobre Jesús, sus ideales y deseos, presentándole como soporte ideológico de su propia visión de la realidad, desde una línea de moralismo idealista, de humanismo burgués o de activismo revolucionario.

La investigación sobre Jesús (que, a su juicio, ha sido la mayor tarea cultural de Alemania en el siglo XIX) había sido una gigantomaquia, una lucha en la investigadores y literatos habían proyectado sus prejuicios e ideales. En contra de eso, Schweitzer pensó que había llegado el momento de situar a Jesús en su propio contexto judío, de tipo apocalíptico, poniendo así de relieve su propia identidad de profeta del fin de los tiempos. Éstos son los tres momentos fundamentales de su visión del Jesús judío, del siglo I de nuestra era, un hombre extraño, distinto, fascinante:

1. Galilea. El primer fracaso.

Según A. Schweitzer, Jesús fue ante todo un judío antiguo (no era el romántico de → Renan, ni el tejedor de mitos de otros muchos), un profeta radical, que había compartido la esperanza apocalíptica con Juan Bautista y con otros profetas de su tiempo, anunciando y aguardando la llegada inminente del juicio de Dios: este mundo cesará y vendrá una tierra nueva, donde los justos vivirán como ángeles del cielo. Vinculando la promesa mesiánica de David con la esperanza apocalíptica de muchos videntes judíos, en la línea de la escuela de Daniel o Henoc, y apoyándose en textos cristianos como Mc 12, 35-37 y Rom 1, 3-4, Jesús se interpretó a sí mismo como descendiente davídico y pensó que Dios le había destinado a ser Mesías de Israel, encargándole la misión de dirigir la llegada de los tiempos finales.

Hasta aquí todo es normal, pues también otros profetas y pretendientes mesiánicos (cuya historia narró con detalle F. Josefo) pensaban que Dios les enviaba para disponer o preparar el desenlace de la historia israelita. Pero Jesús dio un paso más, llegando a convencerse de que él no era simplemente un mesías mundano o un profeta encargado de anunciar y preparar la llegada de un mesías celeste (Hijo de hombre), sino que Dios le había destinado para convertirse en el mismo Hijo de hombre de la tradición apocalíptica, de manera que el mismo Dios debía raptarle hasta el cielo y transformarle allí, para hacerle descender luego a la tierra, envuelto en nubes, instaurando así el Reino final de David, pero en un nivel más alto, como Hijo del hombre o nueva humanidad recreada. Según eso, Jesús no tendría que luchar y conquistar el Reino, como otro guerrero más, en la línea de los celotas, sino que el mismo Dios vendría pronto, para raptarle hasta su cielo (el día del gran juicio) y para transformarle allí, en su altura divina, convirtiéndole en el Hijo de hombre celeste, para hacerle descender después (¡inmediatamente), como Señor Victorioso, como dirigente y culmen de la nueva humanidad reconciliada, después que el mismo Dios hubiera juzgado y destruido a los perversos, como había anunciado Dan 7.

La tarea de Jesús tenía, según eso, un aspecto público y otro secreto. (a) Él dijo abiertamente que el Hijo de hombre vendría muy pronto, anunciando su llegada, tanto por sí mismo como a través de sus discípulos. (b) Pero mantuvo en secreto su identidad (que él mismo sería el Hijo de Hombre celeste), de manera que nadie la supo, ni siquiera sus discípulos centrales. Jesús no dijo a nadie que Dios le convertiría en el Hijo de hombre. De esa forma actuó como Mesías oculto (cumpliendo así el tema del secreto mesiánico de Marcos), como un Hijo de David humilde, que se oculta y realiza su labor sin que nadie le conozca; pero, al mismo tiempo, fue sembrando la semilla del Reino del Hijo del Hombres en los campos de Galilea, como suponen las parábolas (cf. Mc 4, 2-9), mientras esperaba la acción de Dios que le llamaría y le raptaría al cielo, para convertirle en Hijo de hombre y enviarle así a la tierra, para culminar el mundo antiguo.

Estaba convencido de que todo se encontraba ya dispuesto y así debían pregonarlo sus Doce legados por los pueblos y aldeas de Israel, dispuestos a sufrir, preparados para triunfar cuando llegara el Hijo de hombre, aunque sin saber (como decimos) que ese Hijo de hombre, cuya venida anunciaban, sería el mismo Jesús, su maestro. Con esa esperanza salieron, de dos en dos, para anunciar a todos, pueblo por pueblo, aldea por aldea, en un recorrido apresurado (¿de cinco o seis semanas?), la llegada del tiempo mesiánico, que culminaría con la venida del Hijo del hombre, portador del Reino de Dios. Así recorrieron las ciudades de la tierra de Israel, en grupos de dos, en un lapso de tiempo que no fue muy largo (¿cuarenta días?). Pues bien, a pesar de su esperanza, Jesús siguió donde estaba (sin ser raptado al cielo), ni vino el Reino del Hijo del Hombre. Según eso, el mensaje de Jesús en Galilea fue un fracaso.


2. Jerusalén. Segundo fracaso.


Si todo fuera normal, Jesús debería haber abandonado su proyecto, para retirarse a la vida privada, con dolor y nostalgia, como un profeta cuyo anuncio de Reino había sido falso. Pero él retomó su inspiración inicial y reaccionó de un modo creador (dentro de la lógica de la Escritura). Reunió de nuevo a sus discípulos perplejos, derrotados, y marchó con ellos lejos, a una tierra donde no habían proclamado su mensaje (y donde no esperaban por tanto la llegada del Hijo del hombre), junto a Cesárea, de la tetrarquía de Felipe, hermano de Herodes Antipas. Se refugió allí por un tiempo… y escuchó, por segunda vez, la voz de Dios, descubriendo de un modo distinto y más alto, el sentido de su tarea mesiánica: lo que había hecho hasta entonces no era suficiente; para que viniera el Hijo del Hombre del cielo y llegara el Reino, era preciso que el Mesías davídico, sufriera y padeciera, precisamente en Jerusalén, donde debía subir con sus discípulos. Sólo así, tras ese sufrimiento (en el que vendría a expresarse la lucha del fin de los tiempos), podría llegar el Hijo de Hombre.

Jesús supo así que no sería justo hablar de un Mesías triunfador, que no sufra de verdad, mientras el pueblo sufre. Dado que muchos padecen y mueren, en este mundo injusto, también el Mesías Elegido, para hacerse Hijo de hombre, debía padecer, cumpliendo de esa forma su tarea y preparando la llegada del Reino de Dios. Según eso, él mismo debería ser protagonista de la gran lucha, siendo derrotado por las fuerzas del mal, que residen precisamente en Jerusalén, para que Dios pudiera triunfar.

Sólo tras haber fracasado, muriendo en Jerusalén (con los asesinados de la historia), Dios podría a vengarle, saliendo en su defensa (y en defensa de aquellos que han sufrido), para hacerle Hijo del hombre y enviarle como Rey triunfador, con los injustamente asesinados de Israel, destruyendo a los perversos e instaurando el Reino. Así lo descubrió Jesús, penetrando en el sentido más profundo de las Escrituras, y así se lo mostró (lo reveló) de un modo velado a sus discípulos en Cesárea, teniendo que enfrentarse con ellos, para decirles que debían subir a Jerusalén, pues era necesario que él asumiera su destino profético de entrega de la vida para que llegará el Hijo del Hombre (cf. Mc 8, 27-9, 1).

Jesús sabía que los tiempos mesiánicos eran un momento de dolor, pero sólo ahora entendió que él mismo debía sufrir para que llegara el Reino. Con esta certeza inició el camino final: decidió subir Jerusalén, para anunciar la llegada del Hijo de hombre, con su mensaje radical de no-violencia y de amor a los enemigos. Subió desarmado, con un grupo de discípulos que apenas podían entenderle, dispuesto a cargar con el sufrimiento de los hombres. Sólo un Hijo del hombre capaz de sufrir con (y por) todos podía hacerse portador del Reino de Dios, Hombre verdadero. Dios le pedía dar la vida. Dios le transformaría, acogiéndole en su altura tras la muerte (por la muerte), para convertirle en Hijo de Hombre glorioso, enviándole de nuevo a la tierra, en la misma Jerusalén, para iniciar el Reino. Con esa certeza empezó su camino final, desde Cesárea de Felipe, pasando por Galilea, para subir a Jerusalén, sabiendo que allí le matarían. Como lo había previsto, cuando llegó a la ciudad de las profecías, anunciando la llegada inminente del Hijo de Hombre y del Reino y condenando a los poderes injustos de este mundo, los sacerdotes judíos y el procurador romano, sintiéndose amenazados, le ajusticiaron.

Así murió, creyendo que había cumplido su tarea; había hecho todo lo que puede hacerse en ese mundo, había entregado su vida por la verdad y la justicia (cf. Sal 45, 5); la respuesta quedaba ya en manos de Dios. Murió en Jerusalén, como había previsto, pero todo siguió el silencio. El Reino del Hijo del hombre que él había anunciado (y con quien debería identificarse) no vino, a pesar de que sus discípulos siguieron (y siguen) esperando. Tenía que haber llegado el Reino del Hijo de hombre, pero nada sucedió, todo siguió como estaba. Éste fue su segundo fracaso y normalmente debería haber sido el definitivo. Se había equivocado antes, en Galilea, cuando pensó que Dios le raptaría y le enviaría desde el cielo como Hijo de hombre sin haber tenido que morir primero. Se equivocó otra vez aquí, en Jerusalén, cuando pensó que tenía que morir y así murió, con esperanza de volver muy pronto. Ciertamente, le mataron, pero no volvió en las nubes de gloria, como aguardaron en vano sus seguidores. De esa manera acabó la historia del doble error de Jesús, la historia de un Reino que no vino, allá en Jerusalén, ciudad desde entonces vacía de Jesús.

3. La tarea de Jesús permanece.

En un sentido, Jesús fracasó, pues no ha vuelto como Hijo de Hombre, ni se ha instaurado externamente su Reino, pero su proyecto ético, su gran decisión a favor de una humanidad reconciliada, sigue siendo verdadero. No volvió en sentido externo. Pero sus discípulos descubrieron que había venido y estaba presente de un modo distinto. Por eso, toda la historia del cristianismo, hasta el día de hoy, ha sido un esfuerzo por interpretar de manera positiva aquella decepción apocalíptica: Él no volvió externamente, pero su tarea sigue siendo valiosa, como expresión de fidelidad ética, encarnada en sus discípulos, que siguen anunciando su mismo mensaje de amor.

Animados por el amor que tenían a Jesús y por la fe en su obra, a pesar de que él no vino como había dicho (o precisamente por ello), sus discípulos le vieron de un modo distinto (¡en experiencias alucinatorias!) y tuvieron la certeza de que había “resucitado” y así lo dijeron y de esa forma crearon una nueva religión histórico/mística, centrada en Jesús como Kyrios e Hijo divino, que estaba en el cielo y que volvería muy pronto… tras un ínterin de preparación de sus discípulos y de predicación de su mensaje. El hueco de su ausencia, se convirtió en señal de una presencia más alta: Jesús se hallaba en Dios y volvería pronto, de forma que había que seguir esperándole.

Esos discípulos esperaban el Reino de Dios, que no llegó, pero tuvieron visiones de la gloria divina de Jesús y, a partir de ellas crearon la Iglesia que sigue existiendo, como lugar donde se guarda la memoria de aquel Jesús a quien ahora ellos entienden como un ser espiritual más alto que anima y enriquece la vida de sus fieles. Ciertamente, aquellas visiones fueron engañosas, al menos en sentido externo, pues Jesús no volvió en la forma que había predicho (¡como Hijo de hombre en las nubes, para instaurar el Reino!). Pero la experiencia de su fidelidad personal y de su entrega mesiánica y la tarea que él propuso (que sigue siendo la más alta de la historia humana) continúa abriendo un camino de esperanza para sus seguidores. Por eso, los cristianos cuentan y actualizan la subida de Jesús a Jerusalén como expresión de una fidelidad ética, que sigue marcando la historia de occidente y del mundo.

También Schweitzer pensaba que, en un sentido externo, Jesús había fracasado, pero estaba convencido de que su mensaje ético, dirigido a la solidaridad y transformación de los hombres y mujeres, sigue siendo verdadero. De manera consecuente, él abandonó la investigación exegética directa (¡había descubierto ya lo que había!) y trabajó como misionero/médico en África, para imitar y seguir mejor a Jesús. Por su dedicación al servicio de los enfermos recibió el año 1952 el Premio Nóbel de la Paz. De todas formas, a pesar de que su investigación sigue siendo muy valiosa, tampoco tampoco Schweitzer ha resuelto el problema. Tras él, historiadores y teólogos han seguido y sigue estudiando la vida de Jesús, desde perspectivas distintas, como han mostrado entre otros → Bultmann y Lagrange, Bornkamm y Brown, Sanders y Crossan.

Entre sus obras, además de la citada sobre la vida de Jesús, cf. : Geschichte der Paulinischen Forschung von der Reformation bis auf die Gegenwart (1911); Die psychiatrische Beurteilung Jesu (1913); Die Mystik des Apostels Paulus (1930); Die Weltanschauung der indischen Denker. Mystik und Ethik (1935); Das Problem des Friedens in der heutigen Welt (1954). De mi vida y pensamiento (Barcelona 1966); El pensamiento de la India (México 1952). Para mejor conocimiento de su vida e influjo cf. G. Seaver, Albert Schweitzer, el hombre y su obra (Buenos Aires 1964); S. Neill, La interpretación del Nuevo Testamento (Barcelona 1967) 237-248.


2. APÉNDICE Y AMPLIACIÓN


La parte anterior ha sido suficiente como exposición del tema. Pero quizá alguien quiera seguir pensando sobre el tema. Por eso, a modo de ampliación (repitiendo muchas cosas de las ya dichas) presento aquí el resumen de la visión de Schweitzer, tal como la he presentado en mi libro sobre LA NUEVA FIGURA DE JESUS (Verbo Divino, Estella 2003).

A. Schweitzer supone que Jesús había compartido la esperanza apocalíptica con Juan y otros profetas de su tiempo y así aguardaba la llegada inminente del juicio de Dios, que él vinculaba con su propia tarea mesiánica: este mundo cesará y vendrá una tierra nueva, donde los justos vivirán como ángeles del cielo. Vinculando las esperanzas davídicas con la apocalíptica, en la línea de la escuela de Daniel o Henoc, Jesús pensaba que debía llegar el Hijo de David (Mesías de este mundo), para preparar la manifestación más alta del Hijo del hombre (liberador celeste), bajando de las nubes. Pues bien, partiendo de textos como Mc 12, 35-37 y Rom 1, 3-4, Schweitzer supuso que Jesús, que se tomaba como descendiente davídico, pensó que él era en realidad el Hijo de David: Dios le había elegido para realizar la tarea mesiánica. Más aún, él tuvo la certeza de que estaba cerca el fin de este mundo y de que él debía actuar como Mesías, para anunciar y preparar la llegada del Hijo del hombre, que vendría del cielo y liberaría a los pobres y oprimidos de la tierra .

Hasta aquí todo es normal, pues también otros pensaban que Dios les enviaba para disponer o preparar el acto final de la historia israelita. Pero Jesús fue distinto. En un momento dado, él tuvo la certeza de que no era simplemente un Mesías de la tierra, sino que el mismo Dios le había destinado para ser Hijo del Hombre, es decir, para transformarle y hacerle venir después desde el cielo. Eso significa que Dios tendría que raptarle un día (el día final), llevándole a la altura de los cielos, para hacerle descender después sobre las nubes, como Hijo del Hombre.

No se puede precisar mejor el momento de esa iluminación, cuándo y cómo “descubrió” su identidad y su tarea, pero lo cierto es que la tuvo y que, un día, después de bautizarse en el Jordán y de actuar quizá como profeta mesiánico (Hijo David), Jesús comenzó a pre-decir y pro-clamar la llegada del Hijo del hombre, enviando a sus discípulos a todo Israel para que proclamaran ese mensaje . ((Ibíd. 403-4; 411ss. Cf. 407: "Es hasta cierto punto comprensible que en esas circunstancias una gran personalidad de origen davídico como Jesús (=eine hervorragende Persönlichkeit davidischer Abstammung) se tome a sí misma como Elegido, esperando que Dios le eleve, convirtiéndole en Mesías-Hijo del Hombre)).


Jesús realizó su tarea a grandes voces y en secreto. Dijo a grandes voces que venía ya el Hijo del Hombre y anunció su llegada, tanto por sí mismo como a través de sus discípulos. Pero, al mismo tiempo, mantuvo en secreto su identidad, de manera que no la reveló ni siquiera a sus discípulos: no dijo a nadie que Dios le había destinado para convertirse en Hijo del hombre. De esa forma se portó como Mesías escondido, un Hijo de David humilde, que actúa ocultamente, como un desconocido, mientras va sembrando semilla de reino en los campos de los hombres cuya tierra está preparada, como saben las parábolas (cf. Mc 4, 2-9).

La venida final del Hijo del Hombre era inminente y sólo quedaban dos cosas por hacer.

(1) Los doce discípulos debían anunciar su llegada por todos los lugares de Israel, como pregoneros del acto final de la historia.

(2) Mientras tanto, Jesús debía prepararse y aguardar en soledad orante, hasta que Dios viniera a raptarle, haciéndole subir al cielo para revelarle su secreto final (en la línea de la teofanía de 1 Hen 14) y para transformarle y enviarle después, desde allí, de un modo glorioso, como Hijo del Hombre, con todos los poderes .

Jesús vinculó de esa manera dos grandes tradiciones de Israel:

(1) La del Hijo de David, Mesías de la historia de Israel.

(2) La del Hijo del Hombre, plenitud celeste de la humanidad. El Hijo de David está al servicio del Hijo del hombre.

Por eso, la trasformación mesiánica de los israelitas (que anuncian y preparan los Doce discípulos) ha de entenderse como preparación de la venida final del Hombre escatológico celeste. Éste es el paso final, ésta es la prueba que marca la ruptura de los tiempos. Con esa certeza, Jesús habló a los suyos de la prueba que debían sufrir y superar en los últimos días (¡ya muy cerca!), cuando el mundo presente estuviera acabando y los poderes de la tierra (simbolizados por los demonios) se empeñaran en luchar para mantener su poderío. Precisamente entonces, los enviados de Jesús recibirían la fuerza de Dios para superar la prueba.

Jesús estaba convencido de que todo se encontraba ya dispuesto y de que así debían pregonarlo sus emisarios por los pueblos y aldeas de Israel, dispuestos a sufrir, preparados para triunfar con el Hijo del hombre, aunque ignoraran todavía que ese Hijo de hombre que ellos anunciaban sería el mismo Jesús, su maestro. Con esa esperanza salieron, de dos en dos, para anunciar pueblo a pueblo, aldea por aldea, en un recorrido apresurado (¿de tres o cuatro semanas?), la llegada del tiempo mesiánico, que culminaría con la venida del Hijo del Hombre, portador del Reino de Dios. Pues bien, los Doce fueron y, divididos en seis grupos, anunciaron y fijaron la llegada del Hijo del Hombre, para retornar después al lugar donde había quedado Jesús, su maestro, para esperar con él la gran obra de Dios. Los discípulos volvieron (Mc 6, 30) y esperaron con Jesús, pero no pasó nada: las cosas siguieron rodando indiferentes, a pesar de lo anunciado. Pasaron los días previstos y todo siguió igual: ni Jesús fue elevado, ni descendió nadie (ni él ni otro) como el Hijo de hombre

Lógicamente, Jesús debería haber abandonado su proyecto, para volver a su aldea, con dolor y nostalgia, como un fracasado. Pero él reaccionó de un modo creador (dentro de la lógica de la Escritura). Tomó a sus discípulos y fue con ellos lejos, a una tierra donde no se había proclamado su mensaje, junto a Cesárea, de la tetrarquía de Felipe, hermano de Herodes Antipas. Se refugió por un tiempo en esa tierra y allí descubrió, por segunda vez, de un modo ya más personal, el sentido de su tarea mesiánica: no era suficiente el anuncio del Reino del Hijo del hombre; para que llegara ese Reino era preciso que el mismo Jesús, Mesías davídico, sufriera y padeciera.

Mientras el pueblo sufra no se puede hablar de un Mesías triunfador. Si muchos padecen y mueren en este mundo injusto, también el Mesías, elegido por Dios para hacerse Hijo del Hombre, debe padecer, cumpliendo de esa forma su tarea y preparando la llegada de la salvación. Sólo un Mesías que padece y muere asesinado (con los asesinados de la historia) podrá venir a presentarse como Hijo del hombre. Así lo descubrió Jesús, penetrando en el sentido más profundo de las Escrituras, y así se lo mostró (lo reveló) de un modo “velado” a sus discípulos en Cesárea de Felipe, teniendo que enfrentarse para ellos con esos mismos discípulos (cf. Mc 8, 27-9, 1).

Jesús había sabido desde siempre que los tiempos mesiánicos son tiempos de dolor y prueba intensa. Pero sólo ahora ha sentido que él mismo, para convertirse en Hijo del hombre y portador del Reino de Dios, tenía que morir, asumiendo y padeciendo en su propia carne el “combate final” entre los poderes satánicos (que pensarán que, matándole a él, vencerán al mismo Dios) y el poder salvador de Dios, que le resucitará, enviándole así, al final, como Hijo del Hombre.

Ésta fue la conclusión a la que llegó Jesús, adquiriendo la certeza de que todo se encontraba finalmente preparado y que la prueba y lucha definitiva se decidiría en su persona. Jesús, Mesías designado, tenía que ser entregado y morir, asumiendo de esa forma el sufrimiento del conjunto de los hombres; pero Dios respondería tras (a través de) su muerte, para salvarle a él y salvar de esa manea a sus elegidos. Sólo un Hijo del Hombre sufriente podía convertirse en portador del Reino de Dios, Hombre verdadero. Con esa certeza volvió de Cesárea de Felipe y, pasando a través de Galilea, subió a Jerusalén, sabiendo que allí debía morir y acelerando de algún modo su condena. Lógicamente, asustados por el mensaje de Jesús sobre la venida inminente del Hijo del hombre y del Reino, sintiéndose amenazados, los sacerdotes judíos y el procurador romano le condenaron a muerte.

Ciertamente, Jesús había “cambiado” de postura. No siguió escondido en Galilea, mientras sus discípulos pregonaban el mensaje nuevo, sino que subió llevando personalmente ese mensaje a la Ciudad de Dios, al centro de la tierra prometida (Jerusalén). Cambió de táctica, pero siguió en la misma línea, realizando hasta el final su tarea mesiánica. De esa forma asumió plenamente el camino de la profecía israelita, pudiendo presentarse como signo y presencia (anticipo) del Hijo del Hombre. Paremos un momento. Distingamos desde aquí los dos momentos y modelos de su vida mesiánica:


1. Hijo de David.

En un primer momento, Jesús se creyó Mesías davídico para anunciar la próxima llegada del Hijo del hombre, como de hecho hizo, no sólo por sí mismo, sino a través de sus Doce. Había nacido en Israel, de la familia de David, como otros muchos, pero se creyó distinto, destinado a convertirse, por rapto o trasformación celeste, en Hijo del hombre, para iniciar así la nueva humanidad, el verdadero Reino de Dios. Sus discípulos creyeron en él y anunciaron su “mensaje”, sin saber que él mismo era el Hijo del hombre designado. No haría falta sufrimiento ni muerte: la salvación irrumpiría un modo glorioso (por rapto y revelación posterior).

2. Hijo de Hombre.

En un segundo momento, Jesús descubrió que el Mesías sólo puede hacerse Hijo de hombre si entrega la vida y muere por los demás (es decir, por la misma verdad de su mensaje). Así tendrá que morir, viniendo a convertirse en una especie de catalizador donde se enfrentarán los poderes contrapuestos del mal (le matarán) y de Dios (le resucitará), a fin de que lleguen a cumplirse los tiempos de la salvación. Con esa certeza se presentó abiertamente en Jerusalén (no quedó escondido, orando en silencio, el Galilea). Lógicamente, las autoridades de Jerusalén rechazaron su pretensión y le condenaron a muerte, porque su mensaje resultaba peligroso. Por eso, tuvo que padecer, aceptando (como tantos otros asesinados de la historia) la condena a muerte, pero sabiendo que a través de ella se convertiría en el Hijo del Hombre (el hombre pleno). En su muerte culminaría la maldad de la historia y de esa manera, completo el mal, podría revelarse después la fuerza salvadora de Dios, según el evangelio.

Ésta fue la enseñanza secreta y más honda de Jesús: tenía que sufrir, a favor los demás (con los demás), para que llegara el Reino del Hijo del Hombre, vinculado ahora a la entrega de su vida y a la resurrección. Ciertamente, él sufrió (como han sufrido tantos millones de hombres) y murió (como han muerto tantos otros)… Pero el Reino no vino y el silencio se extendió en torno al Calvario. Murió como pretendiente mesiánico, pero Dios no le resucitó convirtiéndole en Hijo del hombre, ni él volvió del cielo, lleno de poder, sobre Jerusalén para juzgar el mundo viejo e iniciar la obra definitiva de Dios.

Todo siguió como estaba, bajo el poder de los grandes “poderes” del mundo. Aquí se dio y se sigue dando (piensa A. Schweitzer) la más dura y amarga experiencia de la historia: Jesús fracasó por segunda vez, pues su evangelio no se ha cumplido (externamente). Se había equivocado antes, en Galilea, cuando dijo que el reino llegaría pacíficamente (a través de un rapto capaz de transformarle y transformarlo todo). Se equivocó después, en Jerusalén, muriendo por el Reino sin que Dios le haya resucitado (en plano externo). Lo intentó todo: el camino de la gloria, la vía del sufrimiento. Fracaso las dos veces ¿Qué quedaba? No quedaba nada, pero vino la Iglesia cristiana.

Toda la historia de la Iglesia, hasta el día de hoy, constituye para Schweitzer un esfuerzo por interpretar esa decepción pascual (escatológica) y por seguir realizando de alguna forma la misma tarea de Jesús, manteniendo su esperanza, a pesar de su fracaso externo. Jesús no resucitó externamente, ni vino como Hijo del hombre glorioso, transformando este mundo según el evangelio, pero su anuncio primero (en Galilea) y su muerte posterior (en Jerusalén) han trazado unos caminos nuevos de vida para el mundo y siguen ofreciendo el testimonio más alto de la verdad de Dios y de la tarea humana.

En esa línea, fundados en el mismo valor del evangelio (es decir, en la doctrina ética de Jesús) y no pudiendo soportar el fracaso “externo” de su mensaje, algunos discípulos le “descubrieron” de una forma nueva: tuvieron “experiencias visionarias” que les convencieron de que Jesús estaba vivo (había resucitado en espíritu) y de que volvería pronto para culminar su misión (resucitaría de una manera también corporal para ratificar su obra). Pero esa “segunda venida” o parusía de Jesús tras su muerte se fue retrasando y en el "ínterin" o tiempo intermedio, fortalecidos por sus experiencias visionarias, los cristianos fueron creando una organización eclesial donde mezclaron palabras y experiencias de Jesús con elementos de espiritualidad judía y helenismo, para seguir esperando así al mismo Jesús, como hacen los cristianos hasta el día de hoy.

Pues bien, en lugar de venir Jesús desde el cielo, con el reino universal del Hijo del Hombre, llegó la Iglesia, comunidad de discípulos reunidos por el recuerdo de Jesús, que siguen esperando su vuelta. Él no había querido fundar una Iglesia, sino que habló del Reino (de la culminación humana) y señaló a los hombres y mujeres la manera de mantenerse fieles hasta que llegara (es decir, para que llegara); pero ese Reino no llegó (no vino el Hijo del Hombre en plenitud) y los discípulos siguieron manteniendo la esperanza y con ella, para mantener el recuerdo de Jesús, fundaron su Iglesia .

Sobre el retraso de la parusía, desde la perspectiva de Schweitzer, cf. E. Grässer, Das Problem der Parusieverzögerung in den synoptischen Evangelien und in der Apostelgeschichte, Berlin 1960, 65-68. M. Werner, The formation of christian dogma, London 1957, 22ss interpreta el cristianismo como helenización y abandono progresivo de la escatología.

Esa interpretación de A. Schweitzer sigue siendo fascinante. Sin embargo, la nueva crítica de los evangelios y el mejor conocimiento del contexto judío nos invitan a superarla, pues tomada al pie de la letra ella resulta insostenible. (1) No podemos distinguir los momentos de la conciencia de Jesús como hace Schweitzer, pues el encuadre cronológico de Marcos y el discurso del envío de Mt 10 reflejan experiencias posteriores de la Iglesia. (2) Además, el mensaje y vida de Jesús contiene elementos fuertes de escatología realizada, como hemos ido viendo en nuestra exposición. (3). Finalmente, la iglesia no ha nacido por decepción (porque no ha vuelto Jesús como Hijo del hombres), sino por una experiencia fuerte, nueva, de su presencia, como seguiremos indicando .
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