2267. Pena de muerte en el Catecismo, una visión crítica

Ha sido un número fatídico del Catecismo del 92 (peor que el 666 del Apocalipsis), que Francisco Papa ha cambiado (abrogado), sacando de la “ley” cristiana la pena de muerte.

En un sentido, esa abrogación o cambio parece marginal (los condenados a muerte por ley son pocos cientos al año, mientras que el hambre, las mafias de muerte, la guerra/guerrilla o el crimen particular o de estado matan a millones).

Pero, en otro sentido, ese cambio resulta esencial para la Iglesia católica, pues abre un camino nuevo en la visión el cristianismo.

En su forma concreta, ese “numero de muerte”, ahora abrogado, es muy reciente, y muchos recordamos bien su origen, el año 1992, cuando la Curia Romana, en la línea del nuevo Derecho (1982), por impulso o silencio de San Juan Pablo II, impuso una orientación distinta a la del Vaticano II, con más derecho que Evangelio y más poder eclesial que Jesucristo.


El número era simple (o así lo parecía), y daba le impresión de ser inocente, pero llevaba en sí la carga de milenio y medio de pacto de la Iglesia con un tipo de poderes establecidos, como si no bastara Jesús y la Iglesia tuviera que apoyarse sobre un dudoso “derecho natural”, como si ella pudiera dictar su moral a los estados y tuviera que renunciar a la “liberación” de Jesús y a la presencia del Reino, permitiendo meter en la cárcel y matar a los “malos”, para que los otros, los •buenos” pudieran vivir tranquilos.

Fuimos muchos los que ya en el año 1992 dimos la voz de alarma ante aquel Catecismo y en especial ante ese número, ante su forma de entender el poder (social y eclesial), con su visión “expiatoria” de la vida, y se nos tachó de peligrosos (e incluso de “enemigos”), para descubrir, 26 años después, que el mismo Papa nos da la razón.


Expuse mi postura sobre muchas veces (en folletos y textos de estudios penitenciarios), y la recogí finalmente en el centro de mi libro: Dios Preso. Teología y pastoral penitenciaria (Sec. Trinitario, Salamanca 2005, págs. 297-317).

Pues bien, ahora es momento de recoger lo que allí decía sobre ese ese número del Catecismo (con los anteriores), para insistir después en su falta de “sentido” bíblico, en la línea que propone el Papa Francisco, en el número que pone el lugar del“abrogado”.

Ciertamente, la prensa mundial ha recogido la noticia, pero lo ha hecho (en general) de un modo plano y sensacionalista, pues apenas ha precisado el contenido ni el sentido de fondo del cambio que, como ha dicho en este mismo medio J. M. Vidal, director de RD, afecta en el fondo a todo el “edificio” del Derecho Canónico (e incluso del Catecismo) de la Iglesia Católica. No se puede quitar/cambiar una piedra esencial del edificio sin que todo cambie. Tiempo al tiempo

La noticia y sentido del “cambio” la publicó hace cuatro días la Congregación de la Doctrina de la Fe (1.8.2018) (http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/ladaria-ferrer/documents/rc_con_cfaith_doc_20180801_lettera-vescovi-penadimor ) que estudiaré en una próxima postal. Aquí me limito a presentar la problémática de fondo del número abrogado, el 2267, que era número de muerte.

1. CATECISMO 1992, num. 2267 (y 2263-2266)

La enseñanza tradicional de la Iglesia no excluye, supuesta la plena comprobación de la identidad y de la responsabilidad del culpable, el recurso a la pena de muerte, si esta fuera el único camino posible para defender eficazmente del agresor injusto las vidas humanas.
Pero si los medios incruentos bastan para proteger y defender del agresor la seguridad de las personas, la autoridad se limitará a esos medios, porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana.
Hoy, en efecto, como consecuencia de las posibilidades que tiene el Estado para reprimir eficazmente el crimen, haciendo inofensivo a aquél que lo ha cometido sin quitarle definitivamente la posibilidad de redimirse, los casos en los que sea absolutamente necesario suprimir al reo "suceden muy [...] rara vez [...], si es que ya en realidad se dan algunos" (CEC 2267)



Ese número resulta inseparable de los cuatro anteriores, dentro del apartado que se dedica a “no matar” (nums. 2263-2266), y descubrimos con sorpresa que toda la argumentación es puramente “filosófica”, fundada en la visión jurídico-social” de Santo Tomás de Aquino, S.Th. II‒II. Los teólogos tenemos un inmenso respeto a Santo Tomas, sobre todo en la II-II, pero su pensamiento en ese plano no responde al evangelio, sino a un tipo de sistema ético “pagano” (racional), fundado en una perspectiva aristotélico.

Lo que dice Santo Tomás y el Catecismo en este campo es bueno, incluso muy bueno, quizá lo mejor que pueda decirse en una perspectiva moral ontológica (previa al personalismo cristiano del siglo XIX y XX), pero no responde al evangelio. Estos son los números (con cita de Santo Tomás) que preceden al de la muerte (2267):

2263 La legítima defensa de las personas y las sociedades no es una excepción a la prohibición de la muerte del inocente que constituye el homicidio voluntario. “La acción de defenderse [...] puede entrañar un doble efecto: el uno es la conservación de la propia vida; el otro, la muerte del agresor” (Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, 2-2, q. 64, a. 7). “Nada impide que un solo acto tenga dos efectos, de los que uno sólo es querido, sin embargo el otro está más allá de la intención” (Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, 2-2, q. 64, a. 7).
2264 El amor a sí mismo constituye un principio fundamental de la moralidad. Es, por tanto, legítimo hacer respetar el propio derecho a la vida. El que defiende su vida no es culpable de homicidio, incluso cuando se ve obligado a asestar a su agresor un golpe mortal:
«Si para defenderse se ejerce una violencia mayor que la necesaria, se trataría de una acción ilícita. Pero si se rechaza la violencia en forma mesurada, la acción sería lícita [...] y no es necesario para la salvación que se omita este acto de protección mesurada a fin de evitar matar al otro, pues es mayor la obligación que se tiene de velar por la propia vida que por la de otro» (Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, 2-2, q. 64, a. 7).
2265 La legítima defensa puede ser no solamente un derecho, sino un deber grave, para el que es responsable de la vida de otro. La defensa del bien común exige colocar al agresor en la situación de no poder causar prejuicio. Por este motivo, los que tienen autoridad legítima tienen también el derecho de rechazar, incluso con el uso de las armas, a los agresores de la sociedad civil confiada a su responsabilidad.
2266 A la exigencia de la tutela del bien común corresponde el esfuerzo del Estado para contener la difusión dem comportamientos lesivos de los derechos humanos y las normas fundamentales de la convivencia civil. La legítima autoridad pública tiene el derecho y el deber de aplicar penas proporcionadas a la gravedad del delito. La pena tiene, ante todo, la finalidad de reparar el desorden introducido por la culpa. Cuando la pena es aceptada voluntariamente por el culpable, adquiere un valor de expiación. La pena finalmente, además de la defensa del orden público y la tutela de la seguridad de las personas, tiene una finalidad medicinal: en la medida de lo posible, debe contribuir a la enmienda del culpable.


2. RAZONES Y SENTIDO DE LA PENA DE MUERTE (CATECISMO 1992, num 2267, en su contexto).

A. Esquema general. Principios de ley

1. Defensa "propia". La preservación del bien común de la sociedad exige colocar al agresor en estado de no poder causar perjuicio.

2. Penas judiciales. Por este motivo la enseñanza tradicional de la Iglesia ha reconocido el justo fundamento del derecho y deber de la legítima autoridad pública para aplicar penas proporcionadas a la gravedad del delito, sin excluir, en casos de extrema gravedad, el recurso a la pena de muerte

3. Guerra justa. Por motivos análogos quienes poseen la autoridad tienen el derecho de rechazar por medio de las armas a los agresores de la sociedad que tienen a su cargo.

2. Finalidad del castigo (incluso de la pena de muerte):

1. Compensar. Las penas tienen como primer efecto el compensar el desorden introducido por la falta.

2. Expiar.
Cuando la pena es aceptada voluntariamente por el culpable tiene un valor de expiación.

3. Preservar. La pena tiene como efecto además preservar el orden público y la seguridad de las personas.

4. Curar. Finalmente, tiene también un valor medicinal, puesto que debe, en lo posible, contribuir a la enmienda del culpable (cf. Lc 23, 40-43).

Este “precioso” texto se sitúa en un plano más jurídico que evangélico y así puede servir de contrapunto para una reflexión y práctica específicamente cristiana, pero no se puede convertir en “catecismo” de la Iglesia cristiana.

Ciertamente, el evangelio no niega el “derecho natural” (sea cual fuere su contenido, en lo que ahora no entramos), pero su mensaje está fundado en la palabra clave de Jesús en Mt: Habéis oído que se ha dicho (un tipo de ley tradicional, un tipo de ley natural), pero yo es digo (revelación evangélica)

1. Ley natural.

El Catecismo parece fundar su doctrina en un tipo discutible de ley natural (=razón social). Pues bien, sin negar el valor de la ley natural, la Iglesia ha de fundar su palabras en el evangelio. La razón natural (es decir, la pura justicia raciona es buena y necesaria), pero, al fin, como pura justicia ella resulta insuficiente (desde una perspectiva cristiana).

Por eso, lo que dice el Catecismo, fundándose en principio de ley natural, es positivo en plano jurídico y quizá filosófico, pero no responde al don de Cristo, ni anuncia la gracia de la reconciliación universal, sino que sirve para sustentar el orden social establecido, (corriendo el riesgo de que el evangelio y la misma vida de la Iglesia aparezcan como garantía de estabilidad para el orden política y social, mirado en línea de occidente). Este puede ser un punto de partida (un lugar de referencia), pero nunca el culmen de la pastoral cristiana.

2. La cita evangélica

del final del pasaje (Lc 23, 40-4) está fuera de contexto. Jesús no acepta la “razón” del condenado “bueno” (es justo lo que nosotros padecemos…), sino que sitúa el tema en plano más alto de revelación del reino.

El Catecismo desvirtúa la gracia radical del mensaje de Jesús al condenado (¡hoy estarás conmigo en el paraíso!) y manipula su confesión (nosotros pagamos lo que es justo...) de un modo jurídico, como si esa confesión sirviera para sancionar sin más el orden de la ley romana. Es evidente que el "buen ladrón" se reconoce culpable, conforme a la ley del Imperio, pero Jesús o (o Lucas) no se sitúan a ese plano: no dicen si es culpable y si las leyes de ese imperio son justas o injustas.

Ciertamente, Lucas (como Pablo en Rom 13) ha querido decir que el evangelio no va contra el Imperio, en un nivel de racionalidad política (a diferencia de cierto celotismo judío). Pero él sabe también que el orden del imperio ha sido culpable de la muerte de Jesús. Por eso resulta equívoco resaltar el valor medicinal del castigo de Roma al "bandido" (¿una pena de muerte puede ser medicinal?) y omitir la injusticia mayor de la justicia romana, que mata al mismo Hijo de Dios (1)

3. Pena de muerte.

Avanzando en esa línea, el Catecismo justifica la pena de muerte en casos de extrema gravedad. Algunos juristas sostienen (a mi juicio, de un modo equivocado, pero siempre discutible) la validez de la pena de muerte; pero no tiene sentido que la defienda un Catecismo de la iglesia pues, al hacerlo, deja de ser testimonio de la gracia de Dios y se vuelve defensor una discutida ley social.

El evangelio es buena nueva de reconciliación y de esperanza universal, como gracia y amor (perdón) abierto a los marginados, pecadores, enfermos y expulsados. Por eso afirma (y promete) un espacio de vida para todos los excluidos de la sociedad. En contra de eso, este Catecismo, situándose en un plano de dudosa justicia racional, justifica la pena de muerte para algunos encarcelados (aún sabiendo que ellos no pueden hacer daño) (2).


4. El bien común.


El Catecismo parece dirigirse a una sociedad justa, que acepta (defiende) el bien común, de tal forma que ella (esa sociedad, dirigida por sus representantes legales) puede rechazar con armas a los agresores (= en guerra legal) y sancionar igualmente con justicia a los delincuentes. Su doctrina es posiblemente valiosa y conforme a derecho, en un plano social, dentro de la estructura de violencia de este mundo, pero ella se sitúa en un plano que no evangélico.

Para justificar comportamientos legales bastaría el derecho (en este caso el romano). El Catecismo se ha situado así en un nivel que no es cristiano y lo ha hecho, además, de una manera equivocada (o, por lo menos, muy arriesgada, pues, supone, sin crítica alguna, que la razón está siempre de parte del «todo social» del Estado, identificando el bien común de una mayoría (que puede ser injusta) con la justicia verdadera.

Éste es el argumento que suelen emplear aquellos que se creen capacitados para descargar su violencia "justa" sobre el pretendido culpable (convertido en chivo emisario), sintiéndose ellos intachabes. Este es el argumento de los que mataron a Jesús (¡conviene que un hombre muere y que no que peligre todo el pueblo...!). Por otra parte, en las circunstancias actuales (con armas atómicas capaces de destruir toda la humanidad, bajo un imperio casi único) carece de sentido defender la guerra justa, utilizando argumentos que pudieron valer antaño, pero hoy carecen de sentido. En relación con las cárceles, este catecismo responde mejor al derecho romano que a la Iglesia de Jesús . (3)

El Catecismo se sitúa, en un plano de Talión y así supone que el principio y ley de la venganza sigue estando vigente para los cristianos (en cuanto ciudadanos de este mundo), al afirmar que los representantes de la sociedad pueden (deben) imponer unas penas proporcionadas a la gravedad del delito y al añadir que esas penas sirven para compensar el desorden introducido por la falta. Este lenguaje puede ser valioso en plano de racionalidad social (¡cosa que dudo!), pero no es evangélico ni salvador.

En un plano, los cristianos podemos (¡y debemos!) dejar que la sociedad civil despliegue su justicia, dialogando así con la razón social, con la ética racional, pero sin darle lecciones a toda la sociedad, ni decir lo que debe hacer desde el evangelio. El Catecismo mezcla los dos planos (razón y gratuidad, ley y evangelio), sintiéndose capaz de dar lecciones a los códigos penales (justificando así el talión). En esa línea llega a ser más duro que gran parte de los códigos civiles de occidente, que han suprimido la pena de muerte.

Ciertamente, en otros momentos la ley de la Iglesia (trasmisora del derecho romano) pudo presentarse como norma de suplencia, en el plano civil. Hoy no puede ni debe ejercer esa función: no está para garantizar (sancionar, sacralizar) el viejo orden social, sino para anunciar la gracia de Dios. Sólo así, renunciando a toda cota de poder social, la Iglesia puede ser de verdad liberadora .

3. NUEVA DIMENSIÓN CRISTIANA. MÁS ALLÁ DEL ORDEN PENITENCIAL

Desde aquí podemos volver a las afirmaciones del Catecismo (num. 2267), para evocar y recrear sus objetivos. El Catecismo recoge una larga tradición de la Iglesia occidental, que ha ido creciendo en buena relación de vecindad e influjo mutuo con estructuras jurídicas de origen romano y racional (ilustrado). Este es un dato que debemos valorar, superando el fundamentalismo religioso de aquellos que quisieran que la iglesia ocupara todo el espacio de la vida social.

El Catecismo reconoce la autonomía del poder civil en el plano de justicia racional, social y “penal”; pero tiene el peligro de identificar ese nivel racional con la novedad del cristianismo. Desde ese fondo quiero fijarme en las cinco finalidades que el Catecismo atribuye a la “pena de muerte” (al sistema carcelario), que pueden ser buenas en un plano de ley natural (racional) pero que no responden a la novedad del cristianismo:

1. Preservar el orden público

El «orden público». que tiende a identificarse con el «bien común»- aparece como valor fundamental, anterior a toda valoración moral o religiosa; a su servicio está la cárcel, que sirve para colocar al agresor en estado de no poder causar perjuicio (con la misma pena de muerte como expresión final de esa exigencia de preservar el orden público. Esa finalidad parece en principio justa y resulta necesario mantenerla, en la línea del sistema judicial, pero suscita dos problemas.

‒ Muchas veces, los pretendidos agresores son también (y sobre todo) víctimas de la sociedad a la que responden de un modo violento.
‒ Jesús no ha venido a preservar el orden público, sino a proclamar la gracia de Dios sobre todos, superando así el nivel del juicio.

Este Catecismo, siendo muy legal (y favoreciendo de hecho a las autoridades establecidas), tiende a olvidar que la sociedad, representada por esas autoridades, puede volverse agresora e injusta (cf. Mc 10, 38-45). Resulta imposible hablar de la cárcel (y de la pena de muerte), si se olvida la injusticia de fondo de muchas sociedades, con sus violencias previas, a las que responde la violencia del encarcelado (5).

2. La justicia del talión

El Catecismo afirma que las penas impuestas al agresor (cárcel, pena de muerte) deben compensar con un castigo proporcional el desorden introducido por la falta. De esa forma ofrece una versión judicial de la "ley", en la línea del chivo emisario, una versión centrada en el derecho y deber de la venganza, ignorando o negando la novedad del Sermón de la Montaña (cf. Mt 5, 21-26.38-48 par).

Es posible que el Estado no pueda gobernar con el Sermón de la Montaña, pero allí donde la Iglesia lo ignora se vuelve no-cristiana. Pues bien, en este momento, el Catecismo se olvida del Sermón de la Montaña y no apela al Evangelio (donde el mismo Cristo es el que “expía” y “redime” a y “por” los otros, por los hombres). Pues bien, en contra del Sermón de la Montaña, en este contexto, el Catecismo apela a un tipo de ley de la venganza: la violencia social (justa) responde a la pretendidamente injusta del agresor, introduciendo así un orden (evidentemente no evangélico, sino civil) sobre el mundo (6).

3. Cárcel (y pena de muerte) medicinal ¿para quién?

El Catecismo concibe la cárcel (el castigo) como una medicina que debe contribuir a la enmienda del culpable, como lugar adecuado para educar al agresor o culpable, a quien toma como ignorante (no sabe lo que hace) o enfermo (hay que darle una medicina). La cárcel aparece también como escuela de humanidad y justicia donde aquellos que son sabios en ambas especialidades (los no delincuentes) enseñan a vivir a quienes necesitan enmendarse.

Esta finalidad resulta buena, pero sólo alcanza su objetivo si la separamos de una visión del castigo entendido en forma de talión. Para que ese objetivo medicinal se cumpla y la cárcel pueda convertirse en escuela de renacimiento, es necesario que los pretendidos justos (representantes del orden social) abandonen su seguridad orgullosa y sean capaces de dialogar en amor y respeto con los supuestos delincuentes. Resulta absolutamente necesario que el supuesto culpable se descubra amado, protegido, potenciado por el resto de la sociedad, que no busca venganza, sino concordia. Sólo si la sociedad le responde en amor, ofreciéndole un gesto de confianza, el detenido podrá re-descubrir el sentido de la vida y madurar, en un ambiente apropiado de trabajo, comunicación y diálogo (7).

4. Cárcel/pena de muerte expiatoria

El Catecismo propone esta nueva finalidad diciendo que, para aquellos que reconocen su culpa y aceptan el castigo, la cárcel puede convertirse en lugar y tiempo de expiación. Este lenguaje, de fondo sacrificial, ha recibido aquí un sentido cristológico, al aplicarlo a Jesús, diciendo que "se dio a sí mismo en expiación" (Núm 615). Este es, sin duda, un lenguaje profundo que podemos aceptar, pero debemos entenderlo en sentido evangélico, separándolo de todo tipo de violencia sacrificial y de toda imposición de la sociedad (en este caso de la Iglesia) sobre los encarcelados, y en especial sobre los condenados a muerte (8).

Decir que los culpables deben expiar su culpa, recibiendo el castigo que merecen sus pecados, significa quedarse en el nivel de algunos textos del Antiguo Testamento (¡no de todos, ni los más valiosos), sin haber comprendido la gracia de Jesús, la Nueva Alianza de su perdón gratuito, su muerte en favor de los demás. Cuando se dice que los culpables deben expiar por lo que han hecho se está utilizando un lenguaje no cristiano: no se puede afirmar que los posibles "culpables" tienen que "sufrir" (expiar) para purificarse, pues les ha purificado el mismo Cristo, que ha expiado por ellos (por todos), regalándonos gratuitamente su vida (9).

5. Conclusión. Más allá de la pena de muerte.

Parece que el Catecismo se sitúa al exterior de la cárcel (y de los lugares donde rige la pena de muerte), como si los buenos ciudadanos y cristianos fueran los que están libres, aquellos que han sido pretendidamente ofendidos por los encarcelados a quienes, generosamente, como en un exceso de bondad, conceden un tiempo y lugar para que penen por aquello que han hecho y así se rehabiliten. Pues bien, esa actitud va en contra de todo lo que hemos ido viendo en los capítulos anteriores, al ocuparnos de Jesús y de la Iglesia primitiva.

Sólo se puede hablar cristianamente de la cárcel allí donde se supera el talión y se superan, de un modo más alto, las fronteras entre el dentro y fuera, de tal forma que emerja la comunidad de creyentes como lugar de salvación en cuyo interior ocupan un lugar especial los encarcelados. En esa línea puede y debe decirse no sólo que los libres evangelizan a los pobres, sino que los pobres evangelizan a los libres, dentro de la única Iglesia, entendida como espacio de salvación o encuentro universal (cf. Mt 11, 6). Sólo si pasamos de una Iglesia asistencial (que ayuda a los encarcelados como si estuvieran fuera de ella) a una Iglesia de salvación compartida (donde todos se ayudan, siendo comunidad de Jesús) podremos entender el evangelio.

Sin duda, los cristiano pueden y deben convertirse (conforme a la palabra esencial de Mc 1, 14-15: «convertios y creed en el evangelio»), pero ese gesto ha de aplicarse a todos los creyente (y no sólo, ni en primer lugar, a los encarcelados), sabiendo, además, que el principio de la conversión y cambio no es la expiación penitencial, sino la gracia de Dios ( «¡ha llegado el Reino!»).

Una sociedad que se justifica a sí misma, expulsando y encerrando en la cárcel a los pretendidos culpables, para hacer que ellos expíen su pecado (y que acaba justificando en esa línea la pena de muerte), sigue en un nivel pre-cristiano y, además, se encuentra humanamente enferma: sigue empleando mecanismos de violencia “legal” para justificarse a sí misma; no sabe que Cristo nos ha purificado ya, nos ha perdonado de una vez y para siempre con su amor gratuito.

Entendida así, la pena de muerte implica el fracaso radical del cristianismo (es decir) del evangelio, por cuatro razones fundamentales:

1. Cristo no ha venido a “matar” a los pecadores, para que así los justos puedan vivir tranquilos, sino a ofrecer el evangelio (buena nueva de la vida) a todos, en línea de perdón y de anuncio del Reino de Dios para todos (sin expulsar a algunos del camino de la vida).

2. Cristo no ha venido a condenar al infierno a los pretendidos culpables, sino a “darles vida”, es decir, a ofrecerles una nueva oportunidad, en línea de perdón y de transformación. Donde se mata al pretendido pecados (culpable) se está negando no sólo su dignidad, sino su capacidad humana de transformación.

3. Eso no quiere decir que se deje en la calle sin más (y con armas) a los diversos tipos de “culpables”, en el sentido de “peligrosos” (asesinos, violadores…), sino todo lo contrario: Una sociedad humanista y cristiana ha de ofrecerles espacio y caminos privilegiados de transformación (de conversión, de interioridad, de reconocimiento personal…) en la línea de Jesús, el Cristo, que ha muerto por los pecadores (que no ha venido a matarles).

4. Eso implica una nueva teología cristiana, y, sobre todo, un Derecho Canónico y una nueva praxis eclesial distinta, creadora (abierta al conjunto social y a la esperanza de vida para todos), de la que tendré que hablar en otras postales.

NOTAS

1 El Catecismo no debería haber utilizado este pasaje para probar el sentido sanador de los castigos y menos aún de una pena de muerte. A Lucas no le importa el valor terapéutico (muy dudoso) del ajusticiamiento del "bandido", sino el poder de la palabra de Jesús: «¡hoy estarás conmigo en el paraíso!». Sólo esa palabra salva, mientras que el orden social permanece en su pecado. Sobre la culpabilidad de judíos y romanos además de comentarios a Lc (cf. J. A. FITZMYER, Luke, Anchor Bible, New York 1981 ss; F. BOVON, Lucas, Sígueme, Salamanca 1995ss), pueden consultarse de un modo especial los comentarios a Hech 4, 23-31 donde Lucas ha presentado su visión teológica más honda, vinculando en un mismo pecado (matar a Jesús) a judíos y gentiles.

2. En este punto, el Catecismo se sitúa fuera del evangelio (incluso en contra del evangelio). Recordemos que a Jesús le mataron justamente, conforme a la ley de este mundo: era un peligro público para judíos y romanos.

"Es extraño que una Iglesia que ha surgido de la muerte “legal” de un ajusticiado se atreva a justificar la pena de muerte, con razones de terrorismo de estado que los mayores juristas europeos ya no aceptan. «La pena de muerte resulta ya casi indefendible desde la perspectiva tradicional de los fines de la pena. Dado que no es aceptable la retribución por la retribución y que a través de la eliminación física del delincuente se imposibilita de raíz su eventual reeducación, no cabría más que asignar a la pena de muerte el fin de intimidar a la colectividad... De esta forma, quienes crean que debe recurrirse necesariamente a la pena de muerte en particular sólo podrán fundamentarlo en términos de seguridad o de intimidación de la colectividad. Sin embargo, el aspecto de seguridad, citado en primer lugar, pondría más bien de manifiesto la debilidad del Estado correspondiente: ¿no tiene éste otra forma de dominar al delincuente que no sea precisamente mediante su eliminación física?

De hecho debería dar qué pensar la circunstancia de que la pena de muerte se dé de forma más habitual precisamente en aquellos países que adolecen de graves problemas de desigualdad e inestabilidad interna, por la existencia de regímenes totalitarios o profundas desigualdades sociales (como se reconoce ante todo en el hecho de que la pena de muerte afecta predominantemente a los miembros de los estratos sociales inferiores). Así, cuando a falta de condiciones esenciales de vida "a la medida del ser humano", se condena a muerte por puras razones de seguridad ¿no se está poniendo de manifiesto, de una forma especialmente cruda, que el ser humano es instrumentalizado para un fin ajeno a sí mismo? Esta degradación a puro objeto resulta aún más evidente si se utiliza la pena de muerte con fines intimidatorios. Al margen de que es una forma de debilitar, antes que de fortalecer, el respeto por la vida, ya que ésta resulta instrumentalizada al servicio de la prevención, todavía hay un aspecto de mayor peso argumentativo: con la pena de muerte se hace frente en buena medida al "terror" del delincuente con el "contraterror" del Estado.

Cuando el Estado sólo cree posible lograr la intimidación entregando a la muerte a un ser, a la postre totalmente indefenso frente a aquél, tanto si la ejecución es brutal como si se transforma en un "contraterror ritualizado" mediante la formalización y una aparente humanización, se manifiesta una vez más la debilidad - y no la fortaleza - del Estado. La prepotencia exterior demostrada frente al individuo condenado a muerte, a través de todo el aparato de ejecución técnico y personal, apenas puede ocultar la impotencia interior frente a la colectividad». A. ESER, (Instituto M. Plank de Freiburg), «Una justicia penal a la medida del ser humano», en http://www.poder- judicial.go.cr/salatercera/revista/REVISTA%2015/eser15.htm.

3. Esta visión del Catecismo está lejos de la palabra creadora y gratificante de Jesús que pide perdón universal y renuncia a la violencia (Sermón de la Montaña). El Catecismo no ha logrado asumir, ni ha integrado en su visión de la cárcel, la novedad mesiánica del Cristo, como si el evangelio no hubiera superado la lógica del talión, como si Jesús no hubiera instaurado con su pascua un camino nuevo de no-violencia creadora. He desarrollado este argumento de la «no-violencia cristiana» en Antropología bíblica, Sígueme, Salamanca 2005.

Jesús no dijo a los hombres y mujeres que sufrieran con paciencia los dolores y el engaño de la vida. No les habló de penitencia justa por sus culpas sino de gracia de Dios, de perdón universal y reino abierto (gratuito) para todos. Pues bien, el Catecismo se sitúa en otro plano, como si tuviera miedo de proclamar el evangelio en la cárcel, como si allí no se pudiera anunciar y vivir ya desde ahora una experiencia de la salvación, como si a los pretendidos "bandidos" o culpables tuvieran que seguir estando bajo la ley antigua de la espada. Por otra parte, el Catecismo parece suponer que la autoridad tiene siempre razón y que los condenados (a privación de libertad o a muerte) son culpables (al menos en general).

Ciertamente, Jesús no afirma que los "pecadores" son buenos y "la buena sociedad" es perversa, pero tampoco dice lo contrario. No ha venido a proclamar la salvación de Dios a los enfermos, publicanos, prostitutas, pobres, marginados... porque son buenos o mejores que los otros, sino porque están necesitados y porque el Padre Dios les ofrece su gracia. Ciertamente, Jesús no afirma que los poderosos y jueces son malos (a pesar de Lc 1, 51-53; 6, 20-26), pero tampoco ha venido a sostener que ellos son buenos y que por eso deben castigar a los culpables. Por otra parte, el evangelio sabe que a Jesús le han condenado los representantes del bien común, conforme a una sentencia que siendo “justa” (plano de racionalidad social) ha sido el máximo pecado de la historia. Por eso, resulta al menos extraño que ahora el Catecismo de la Iglesia parezca suponer que la autoridad tiene siempre razón al condenar a los "culpables".

4. El encarcelado y, en especial, el condenado a muerte suele ser víctima de la sociedad antes que agresor o delincuente. Por eso, en perspectiva cristiana, sólo se puede hablar de las cárceles integrando el tema de los encarcelados dentro de una visión mesiánica y liberada de la sociedad. Ni el bien común medido por las autoridades, ni el orden público en general provienen del evangelio, que está centrado en la caridad de Cristo y en la experiencia de la gracia. Orden público y bien común pueden tener y tienen un valor en plano de ley civil y derecho racional (=estatal), pero en clave evangélica han de ser reinterpretados desde la gratuidad del mesianismo de Jesús. Por eso, más que principios son consecuencias que brotan de la más alta experiencia de gracia cristiana, como estamos indicando.

Parece que Catecismo divide realidad en dos campos o planos: en un nivel de ley civil reina el talión (no se aplica el evangelio); sólo en el plano interno de la Iglesia se aplican la gracia y perdón de Jesús. Como venimos indicando, esa división puede ser buena; pero hay que añadir que el evangelio no puede emplearse para justificar el talión o principio-revancha, en un plano social, sino para abrir, sobre ese plano social, un camino más alto de gracia o misericordia (Mt 9, 13; 12, 7; cf. J. SOBRINO, El principio misericordia, Sal Terrae, Santander 1991). La Iglesia no ha nacido para defender el talión, sino para lamentarlo y anunciar el perdón y la paz, la reconciliación definitiva, a través del amor gratuito. Una visión de la cárcel como lugar donde se aplica el talión para castigar a los agresores ha sido superada no sólo por el Evangelio, como he señalado en Antropología cristiana, Sígueme, Salamanca 2005,, sino también por una filosofía de inspiración bíblica, como la de E. LEVINAS en Totalidad e Infinito, Sígueme, Salamanca 1977. He estudiado el tema en Dios como Espíritu y Persona, Sec. Trinitario, Salamanca 1989, 323-338.

5 . Son muchos los que piensan que las cárceles normales de nuestra sociedad no están preparadas para cumplir judicialmente esta función, de manera que deben cambiar en forma radical (hasta ser abolidas). Hacia ese cambio de la cárcel, con la abolición del sistema penitenciario actual, debe tender la presencia y acción cristiana. En el Convegno di Pastorale Sociale, organizado por OASI (cf. documentazione@oasifirenze.it) y celebrado en Florencia del 2 al 4 de junio de 1995, el Senador MARIO GOZZINI, autor de La giustizia in galera, Editori Riuniti, Roma, 1997, y relator de la Ley Social que lleva su nombre (Parlamento de Italia: 16/10/1986) señaló de manera magistral la contradicción de la ley italiana (o española).

Por un lado, esa ley pide que la cárcel sea lugar de reeducación liberadora de los condenados. Por otro lado, las condiciones sociales y económicas, humanas y educativas de la cárcel hace muy difícil (casi imposible) que se cumpla esa exigencia. Como única salida realista apeló al trabajo renovador de todos: jueces y funcionarios, voluntarios carismáticos (en gran parte cristianos) y fuerzas sociales de la población, para que pueda cumplirse el objetivo de la ley penal italiana. En esa línea se sitúan las palabras de un gran especialistas hispano sobre el tema: «Al entrar en la cárcel el preso se despersonaliza. Comienza un proceso de degradación motivado por el ambiente, la compañía de otros delincuentes, algunos veteranos y peligrosos; conoce con el tiempo las mafias que regulan aquella gente; siente la lejanía de sus seres queridos, si los tiene; sufre el desarraigo, la incomunicación, la falta de valores personalizadores y el hacinamiento. Sumado todo con la condena, a veces de muchos años y con la ociosidad, acaba con la persona más resistente a la erosión del mal.

A todas estas descripciones y palabras más o menos abstractas, podemos ponerles nombres, muchos nombres, cuantos entramos habitualmente en las prisiones. No se puede negar que hay excepciones y que la cárcel ha salvado la vida de no pocos, al darles comida, un techo y cierta atención sanitaria. Incluso alguno ha tocado fondo en la cárcel y allí dentro ha comenzado a ser otra persona. Pero son excepciones; es más normal el proceso descrito anteriormente. El que lo dude, que pregunte a cualquiera que haya pasado un tiempo en la cárcel»; L. TOUS, «El Dios de la Cárcel», Éxodo, 44 (1998) 39-40; edición virtual: http://www.exodo.org/textos/10.htm.

6. Ciertos pasajes de la Biblia pueden haber vinculado la expiación a la experiencia de venganza y violencia divina: el Señor Todopoderoso necesitaría la sangre o sufrimiento de la víctima, para así aplacarse. De esa forma, el delincuente, interpretado como chivo expiatorio de la comunidad, asumiría su culpa y se purificaría sufriendo el castigo. Pero el conjunto de la Biblia y en especial el Nuevo Testamento ha re-interpretado este lenguaje. Dios no quiere sangre de víctimas, no sacia su deseo de venganza con violencias (con la muerte de los culpables). Por eso ha invertido por Jesús ese tipo y forma de expiación: no ha exigido la muerte del pretendido culpable (=que expía por su culpa), sino que ha muerto él mismo, asumiendo la culpabilidad (y expiando) por todos, para que puedan vivir en gratuidad.

7. El Dios de Jesús no nos hace pagar por lo que hicimos, para que expiemos nuestra culpa, sino que “ha pagado por nosotros”, perdonándonos gratuitamente, muriendo por nosotros, no para echarnos en cara esa muerte o pasarnos recibo por ella, sino para ofrecernos el misterio y gozo de su gracia. Puede hablarse de un mecanismo de expiación allí donde el pretendido culpable declara ¡acepto el castigo para así rehabilitarme o purificarme!. Más aún, ese mecanismo puede tener un valor para aquellos que lo asumen de un modo libre y consciente. Pero resulta contrario al evangelio el imponerlo sobre los demás y de un modo especial sobre los encarcelados, pues Cristo ha muerto por todos, de manera que ya no tenemos que expiar, ni purificarnos por sacrificio o cárcel, sino que podemos reconciliarnos gratuitamente.

8 Visión social del tema en ELKARRI (AGIRREZABALA, Z. y equipo Elkarri), La cárcel: análisis y propuestas para su mayor humanización, Elkarrikasi, San Sebastián 1998. Ed. virtual: http://elkarri.org/pdf/elkarrikasi9_lacarcel.pdf, pag. 6: Las "herramientas" o medios que ha utilizado la prisión eran (y en algún sentido siguen siendo) estas: «1. El aislamiento y la dispersión respecto del mundo exterior, de todo lo que ha motivado la infracción y de las complicidades. El aislamiento de los elementos que pueden crear vínculos de solidaridad hace abogar por la dispersión. Existe una sociedad organizada de criminales, sociedad que la prisión trata de desestructurar por medio de la dispersión. Para que sumido en la soledad, el recluso reflexione. Será en el aislamiento donde el remordimiento vendrá a asaltarlo. El aislamiento asegura el coloquio a solas entre el detenido y el poder que se ejerce sobre él. Sólo las relaciones controladas por el poder son permitidas y una acción coercitiva individualizada debe lograr la ruptura de toda relación no controlada por el poder dela prisión. 2. La facultad de manipulación de la pena. La institución penitenciaria siempre ha reivindicado su participación directa en la modulación de la pena del recluso.


Esto es especialmente palpable en el tratamiento de los presos por disidencia política. Administrar la pena ha sido uno de los fundamentos de su "labor correctora", y lo hará al margen del control directo de las instancias judiciales. Puede afirmarse que la institución penal, lo mismo en la detención que en la prisión, ha colonizado a la institución judicial». Es evidente que, actuando así, la prisión no puede servir para humanizar al pretendido delincuente, sino para todo lo contrario.

9. Debemos superar el maniqueísmo de quienes piensan que la sociedad es buena (no debe cambiar) y los encarcelados malos (dignos de castigo). Unos y otros, sociedad y encarcelados, conjunto de la Iglesia y penitentes, deben hacer su proceso. Una Iglesia que no se sabe pecadora y asume el camino de conversión con sus penitentes no es digna de llamarse Iglesia. Los penitentes no están solos, pues toda la comunidad asume y comparte su camino. Cf. C. VOGEL, El pecador y la penitencia en la Iglesia antigua, Barcelona 1967; D. BOROBIO en Penitencia, Varios, Conceptos fundamentales del Cristianismo, Trotta, Madrid 1993, 1001-1018; Id., «Dimensión litúrgica de la penitencia», en N. SILANES (ed.), Dimensión trinitaria de la penitencia, Semanas de Estudios Trinitarios, Salamanca 1994, 225-270.

La Iglesia en su conjunto ha renunciado a la praxis penitencial antigua y ha celebrado el sacramento de la reconciliación de una forma personal (privada) entre el ministro y los fieles, incluso en el caso de los grandes “delincuentes”. Pero también esta “nueva” praxis (confesión privada), que tiene grandes valores espirituales, ha entrado últimamente en crisis y no se ven formas de recuperación. Pienso que la Iglesia debe volver en este campo a la raíz del evangelio, buscando nuevos caminos de celebración del perdón, con su elemento personal y social, incluso en el entorno de la cárcel. Sólo allí donde los cristianos en conjunto sepamos perdonarnos y celebrar el perdón, como signo y camino de reconciliación, podremos hablar del Reino de Dios y ofrecer nuestra experiencia al conjunto de la sociedad. Esa reconciliación cristiana puede y debe presentarse como expresión de la gracia precedente de Dios (de su perdón universal, gratuito), que capacita a los hombres para reconciliarse entre sí. Sólo allí donde esta experiencia eclesial de gracia y perdón gratuito, no humillante ni impositivo, se puede ampliar y se amplía al ancho campo de la vida humana podemos hablar de una presencia de los cristianos en el entorno de la cárcel. Los cristianos no pueden ir a la cárcel como portadores del juicio de Dios, sino como testigos de su gracia. Para ellos, en principio, la culpabilidad o no-culpabilidad del encarcelado resulta secundaria; lo que importa es el amor que Dios ofrece a todos y que ellos, en su nombre, humildemente, sin superioridad de ningún tipo pueden transmitir. De esa forma, la presencia de los cristianos en el entorno de la cárcel podrá ser expresión del gran sacramento de la gracia de la vida. Los cristianos no van a la cárcel para que los presos "se confiesen", sino para compartir con ellos el anuncio y signo de liberación del evangelio, en formas simplemente humanas (que a veces pueden volverse explícitamente cristianas).

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