El tema del hombre es morir para la vida 2.11. Por nuestra hermana muerte, loado mi Señor

Todos los Difuntos, la alabanza de la muerte

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De los muertos vivimos, y por ellos alabamos  a Dios, en fraternidad gozosa. Porque ellos han sido y son para  (con) nosotros, como sabe y dice el Hermano Francisco,  en su Canto a las criaturas (sol, luna y estrellas, luego viento, y agua y fuego), con la "hermana madre nuestra tierra" (sora nostra matre terra)...,  para culminar con nuestra hermana (sora) muerte.
     Por eso, hoy (1.11) es  día de cantar a  sora nostra morte corporale, como sigue diciendo Francisco, a la muertehermana universal (nuestra) como Dios, como la tierra...  Por eso, es bueno precisar mejor los rasgos de esa muerte, que es corporal (como la tierra) y es  divina, como el  Dios de Cristo,  siendo "mía", "hermana del alma", condición y vida de todos los vivientes, que morimos en, con, y para los demás (en y como Cristo).
     Así quiero presentarla , destacando su condición "bendita" de  hermana nostra, por la que alabamos a Dios,  pues en él vivimos, nos movemos/morimos y somos (Hch 17, 28), para así regalar  vida y compartirla con todos, pues en el Cristo  muerto y resucitado somos, en esperanza universal, sabiendo que la vida de Dios en los hombres hermanos no muere, sino que se transforma, como evocaré en dos partes:
(a) Quiero evocar a una abuela,que me enseñó a querer a los muertos, sabiendo "querido" por ellos, en la línea de Francisco de Asís, dándoles gracias por seguir  en nosotros, cuando pasábamos un día como éste junto al cementerio, hace más de 70 años, con cierto miedo, pero con temblor más fuerte de gozo.
(b) Presentaré una breve  historia de las religiones, que me ha permitido trazar un esquema de vida con revelación del sentido de los muertos. Empiece el lector por la primera parte. La segunda puede quedar para eruditos.
(Imágenes para situar el tema. 1: Necrópolis romana de Barcino/Barcelona, del tiempo de Jesús; 2: Corredor externo de la Iglesia de mi abuela de Zeberio, que era en principio cementerio abierto desde el templo a la luz del ancho mundo;  3: Necrópolis de Argiñeta/Elorrio, junto al pueblo de mi abuela; 4: Necrópolis budista; 5: Yad-va-Shem, memorial de los muertos de la Soah, en Jerusalén; 6: Cementerio de soldados alemanes "caidos", en Yuste).
La herencia de mi abuela

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Recuerdo que solíamos pasar al lado del cementerio, a veces de noche y siempre había personas que nos metían miedo, hablando de apariciones de difuntos. Solíamos tener miedo, ir de puntillas, callados, por si aparecían las almas. Pues bien, recuerdo que ella, la abuela, con la sabiduría de los siglos, me dijo, nos dijo: no tengáis miedo a los muertos; son amigos que ayudan. Siguen aquí cerca de nosotros para acompañarnos a vivir, hasta que todos lleguemos al cielo.

Ese lenguaje de la abuela encerraba una historia de las religiones. Sin ella saberlo, sabía y decía todo lo que han dicho a lo largo de los larguísimos milenios, las grandes religiones, desde el paganismo primero de la tierra vasca (o africana), hasta el más hondo cristianismo, pasando por las religiones orientales.
La abuela era pagano/cristiana, como seguimos siendo paganos en un resquicio del alma, todos nosotros. Para ella, los muertos eran impulsores de vida. Más aún, eran la potencia de una vida que sigue haciéndonos vivir, pura energía espiritual. Ellos nos dan dado la vida y se han ido antes que nosotros para que nosotros podamos existir. Así nos decía “se han ido para ayudarnos; no recéis por ellos, rezarles a ellos para que os acompañen”. Esta ha sido para mí una experiencia de vida y después, cuando he estudiado el sentido de la muerte y de los muertos en las varias religiones de la tierra, he tenido siempre en cuenta lo que decía la abuela.

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Pero la abuela tenía algo de las religiones orientales. Ella sabía que los muertos tienen que “purificarse”, venciendo todas las formas de mal que han podido ir acumulando a lo largo de su vida. No, ella no creía en las reencarnaciones, pero sí creía en la necesidad de crear un mundo de luz y de gracia, hasta la purificación final de todos, de los vivos y los muertos. Por eso había que seguir vinculados a los muertos, para que todos, nosotros y ellos, fuéramos alcanzando la perfecta limpieza. En ese sentido, la vida en su conjunto era un “purgatorio”, un purificatorio: un camino en el que podemos y debemos aprender a querernos, superando las manchas del odio y la venganza. Por eso, en el fondo, “creer en los muertos” era creer que no habían muerto del todo, que seguían haciendo un camino de Dios, hasta que alcanzaran, con la ayuda de Dios y nuestra colaboración, pureza total de la vida. Esa purificación no era fuego… almas que se queman, sino escuela de amor, para todos.

Finalmente, la abuela era muy cristiana. Recuerdo la manera que tenía de hablar de los “inocentes”, es decir, los locos, los pobres sin ningún medio de subsistencia, los niños que morían sin haber crecido… En ellos veía a Dios. En ese sentido, todos los muertos acababan siendo “inocentes”. Ellos eran los que sustentaban este mundo, manteniendo viva la misericordia de Dios. Pero, al mismo tiempo, ella sabía que tenemos que cambiar la forma de vida en este mundo, cambiar las condiciones de la sociedad, para que no hubiera inocentes sufriendo, para que todos pudiéramos vivir, en amor, como la Virgen María, que ayudaba en el camino.

Creer en los muertos era creen en la vida que es un don de inocencia, un don de Dios, al servicio de los más pobres, esperando la llegada de un mundo de justicia total. Por eso, en el fondo del “culto a los muertos” estaba el recuerdo de Jesús: ser como Jesús para resucitar, para que un día la vida fuera trasparente (nos podríamos ver todos, muertos y vivos); para que un día la vida fuera lugar de justicia para todos, empezando por los “inocentes”. Por ero, recordar a los muertos era un modo de tenerlos presentes en un camino de esperanza… con la certeza de que un día no habría ya muerte.

Ahora, pasados muchos años, más o menos 70, quiero recordar y recrear algunas de las cosas que estaban en el fondo del lenguaje de la abuela, de otra manera, desde la historia de las religiones. Si alguien quiere seguir leyendo siga, pero lo fundamental (lo que yo quería decir) ya lo he dicho, en este días de difuntos, con la memoria (quizá idealizada) de mi abuela.

2. Los muertos en las religiones de la naturaleza

Los muertos están en el mismo proceso de la vida. Así lo han dicho las religiones cósmicas (o de la naturaleza), que introducen la historia del mundo y de los hombres en el ritmo incesante, siempre repetido, del eterno retorno de la vida. Eso significa que no hay fin, no existe meta alguna, sino rueda de generaciones y generaciones, una rueda que en el fondo es buena, porque es bueno vivir. Lo que ha sido eso es, lo que es eso será, lo que es ya ha sido. De esa forma, los muertos están en el mismo ritmo de la vida, que vuelve de formas distintas, pero en el fondo siempre iguales. Siguen estando en la roca y el árbol, en el mar y la montaña, en las estrellas y el mar infinito.

De esa forma, los muertos se integran en el eterno retorno de la naturaleza, entendida como divina, realidad suficiente, absoluta. No hay un Dios personal, ni los hombres son de verdad individuales: vivimos de los muertos que han vivido antes que nosotros. Y así seguiremos viviendo. Por eso enterramos a los muertos, para que fecunden la tierra, como semilla de vida.
En algunas de estas religiones, el “alma” es Huaca, un alma cósmica. Esa es una palabra propia de los incas del altiplano sud-americano, que piensan que el hombre forma parte del todo divino cósmico. Huaca son las montañas, los ríos poderosos y, en especial, la madre tierra. Pero en ella son especialmente sagrados o huaca los que han muerto y siguen vinculados a su sepultura. Por eso es fundamental el enterramiento: de la madre tierra venimos y en ella somos recibidos por la muerte. Quizá podemos decir que el alma de los hombres forma parte del gran alma cósmica, que es la divinidad de la tierra o huaca. Por eso, un día como hoy, en gran parte de la América profunda, los vivos y los muertos se descubren en sinfonía superior de Vida. Así lo he sentido, por ejemplo, en México y en Perú, lugares donde el culto a los muertos sigue siendo garantía de sentido y vida para millones y millones de personas.

3. Religiones de la interioridad

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Las religiones de la interioridad (hinduismo, budismo) tienden a decir que los hombres y mujeres somos más que mundo. Somos alma (interioridad, espíritu) que ha descendido de la altura de Dios y ha venido a introducirse en un mundo que gira y que gira, sin sentido alguno. Así estamos en el mundo como en una cárcel: Somos el resultado de una caída… y por eso estamos encerrados en la materia. Por eso tenemos que volver a nuestro origen y patria, a lo divino, más allá de las estrella. Vuelve el polvo, vuela el alma el cielo… Por eso, estas religiones suelen quemar a los muertos: para que el alma se desligue de la materia, para que la vida interior se libere del peso del cuerpo y vuelva a su sitio, en lo divino.

De esa manera, la muerte no es retorno a los ciclos de vida de la tierra, sino separación liberadora. Las almas deben invertir el camino de caída y volver a su origen superior, superando así la historia. De todas maneras, los muertos han hecho que seamos lo que somos y así les damos gracias. En el fondo, somos ellos: somos todos los muertos que aún no han logrado purificarse y que vuelven, volvemos a la tierra que el liberemos el espíritu y salgamos de esta cárcel y Dios sea Dios para siempre y la materia se muera y destruya a sí misma, como pura materialidad sin alma.

En estas religiones… sólo se “salva” el mundo interior, el mundo exterior ha de perderse. Por eso, aquí no se puede hablar de resurrección ni, en el fondo, de transformación de este mundo, de justicia… Para superar la muerte es necesario, en el fondo, superar la misma vida. La religión es, en el fondo, la forma en que los hombres y mujeres pueden superar la vida, el eterno retorno de los deseos que nos atan a la tierra. Los que han muerto de verdad ya no desean nada, no están en ninguna parte, sino en el puro más allá de la tierra del silencio. Da la impresión de que para superar la muerte hay que superar la vida, pues toda la vida el hombre en el mundo es muerte. Aquí importa la vida interior, la salvación del “alma”, no la justicia y comunicacion entre los hombres. Desde ese fondo se puede hablar de reencarnación y de inmortalidad.

a. Reencarnación. Conforme a esa visión, para todos aquellos que no se han purificado, lo que externamente es muerte se convierte en reencarnación: si no están purificados, los muertos vuelven a nacer… hasta que las almas se purifiquen de todo y vuelvan a lo divino. Las almas caídas, que somos todos nosotros, realizamos en este mundo un largo viaje de exilio y liberación, que se expresa en forma de re-encarnaciones. Los hombres nacemos de un genoma biológico, que nos ha sido transmitido a través de una padres; nacemos también de una tradición cultural, que nos ofrece la sociedad y familia en la que nos socializamos; pero nacemos, finalmente, en el plano más profundo, de un proceso anímico. Nuestra vida verdadera, el alma, proviene de otras almas y así sigue rodando en los giros de la tierra, hasta que logra liberarse y pasa a lo nirvana (se introduce en lo divino). Por eso nos reencarnamos unos en otros… en un proceso en el que sigue dominando la muerte, pues nacer de nuevo es nacer para morir… hasta que que lleguemos a la no-muerte de la inmortalidad..

2. Inmortalidad. Sólo a través de la superación de los deseos se puede lograr la “no muerte”, que es la in-mortalidad: llegar a ser inmortal es morir sin nacer de nuevo, superando el eterno retorno de una vida esclavizada a la materia. Llegamos de esa forma a una muerte que en el fondo puede ser “no vida”, negarse a esta vida, superarla (para pasar a la in-mortalidad, que corre el riesgo de ser in-vitalidad). Esta visión es propia de las religiones de la interioridad, las almas van cobrando su propia diferencia, se vuelven independiente del grupo social y del cosmos, de tal manera que ella se identifican con el Dios que “no mundo”, con el Dios que “no vida”. Esta visión de la inmortalidad es profunda, pero puede convertir a los muertos en “no-seres”, en realidades que no viven (que han superado la vida). Esta visión suele parecernos negativa, pero tiene elementos muy positivos, si se entiende como camino de superación de la injusticia de esta tierra, como búsqueda de purificación total… que nos lleva a un mundo “distinto”, a otra ribera de humanidad aún no conocida.

4. Judaísmo y cristianismo

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El judaísmo ha superado la experiencia del giro del eterno retorno de los muertos, pero no ha tomado al hombre como un ser caído que debe abandonar la historia para elevarse y liberarse, saliendo de esta materia de muerte hacia el nivel superior (a-temporal) de lo divino. Por eso, los judíos no han divinizado a los muertos (¡Dios es distinto!), ni les han tomado como puras almas, sino como portadores de una vida que debemos crear y trasformar, con la ayuda que viven y se dan vida en el tiempo, llamados a comunicarse la vida de una forma creadora, esperando una culminación que aún no ha llegado.

No estamos eternamente encerrados en esta materia del mundo, ni tenemos que salir del mundo para convertirnos en puras almas, sino que tenemos que “buscar un mundo nuevo” de justicia, donde podrán volver a la vida los que han muerto, en la resurrección final. Eso significa que los muertos no giran sin fin con el mundo, ni quieren salir de este mundo, para ser simplemente divinos, sino que nos están impulsando al futuro, a la resurrección de un mundo nuevo, pues no se ha revelado todavía aquello que seremos: Dios nos ha prometido un futuro de vida (un futuro con Mesías, un Reino de Dios) y debemos colaborar con Dios para alcanzar lo prometido.

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Los cristianos somos judíos que confesamos que ese futuro de Reino, de vida, ha empezado con Jesús, que ha resucitado ya. Por eso decimos que es el primero de los muertos, el primero de los que ya han resucitado. Morir significa, por tanto, poner la vida en manos de Dios, para que otros vivas, mientras va surgiendo (hacemos que surja) un mundo de justicia y reconciliación, donde se supera esta forma de muerte actual que nos domina. Ciertamente, conservamos el valor de las representaciones anterior. Pensamos, de algún modo, que las antiguas religiones de la naturaleza tienen parte de razón: los muertos son un momento del proceso de la vida: su energía y su impulso permanece en las cosas, con ellos y por ellos existimos.

También podemos pensar en el alma que “sale” de la materia y se eleva a lo divino, con las religiones orientales. Pero, en sentido estricto, pensamos que la muerte puede y debe convertirse en medio de comunicación de vida, en camino de resurrección: los muertos se van porque quieren dejar un lugar a los demás para que viva, regalando así lo que son, para que la vida se vuelve regalo de gracia. Así ha muerto Jesús, el vencedor de la muerte.

Resucitar significa “crear” (desde Dios y con Dios) una vida distinta, de comunicación amorosa, de gracia. No es salir de este mundo, no es negar la vida, para alcanzar un tipo de inmortalidad espiritualista, más allá de la materia, más allá del mundo. Resucitar es trasformar este mundo, esta historia, en lugar de amor que permanece de un modo distinto, en amor que surge del amor, en amor que crear nuevo amor. Resucitar es compartir en gratuidad la vida…

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