El último mal es el suicidio... Pero Dios es mayor que el suicidio

El hombres es un ser que puede suicidarse:
-- puede negar a Dios (el fundamento, sentido y fuente de la vida)
-- Puede negarse a sí mismo, devolver el billete de entrada.

El suicidio es un mal (una tristeza); le he llamado el"último mal", pero sabiendo que el último y mayor es el homicidio (destruir por egoísmo propio o por pura maldad) a los otros. Pero, al mismo tiempo, tiempo quiero decir que el suicidio es una bendición:

-- Sería horrible que el hombre no pudiera suicidarse
-- Sería angustioso saber que no puedo salir de esta vida que se ha convertido para mí en una trampa, una caja de hierro donde estoy encerrado.
-- Sería angustioso seguir muriendo de "putrefacción interna"... sin poder acabar de morirse...



-- No se trata de si es pecado o no...

-- El pecado "mortal" es como he dicho el homicidio directo (es destruir la vida de los demás...), como sabe bien la Biblia, desde Gen 4 (Caín y Abel).

-- El pecado mortal es el homicidio indirecto, como el de nuestra cultura que avanza a la muerte por un tipo de "avance egoísta" que destruye las fuentes de la vida, como ha dicho el Papa Francisco, Laudato sí,, como sabía la Biblia desde Dt 30: Pongo ante ti la vida y la muerte...

En esa línea quiero seguir reflexionando sobre el tema... como hice ayer. Buen día.

Creer en Dios, no suicidarse

Dios y los hombres son transcendentes como personas, Dios porque crea (se da en lo creado) y los hombres porque existen (viven) unos en otros, siendo independientes, Dios por ser divino y el hombre por ser creatura de un Dios que no nos quiere esclavos sino amigos (cf. Jn 15, 15). Sólo por ser trascendente, Dios puede salir de sí y vincularse a los hombres al crearles, sin apoderarse de ellos. Por su parte, siendo trascendentes, los hombres salen de sí y se comunican en libertad con Dios y unos en otros, de tal forma que la vida merezca la pena, creciendo así el amor y la esperanza.


a. Vida humana, presencia del Dios trascendente

El hombre existe no sólo en sí y su mundo, sino en Dios, como si estuviera fuera de sí pero sin estarlo. Como un árbol cuyas ramas se extendieran hacia el Infinito sin fin donde pararse, así se descentra y expande el ser humano, sin poder pararse (saciarse) a no ser en otros (en el Otro).


El hombre vive de esa forma dislocado, distendido, entre aquello que tiene y lo que busca, sin llegar nunca a saciarse. ¿A quién está buscando? La tradición religiosa ha dicho (y con razón) que está buscando a Dios, el Infinito, que, sin cesar, le atrae. Pero, como he visto en el tema anterior (evocando a K. Barth), el hombre no encuentra a Dios por haberle buscado, sino porque Dios mismo se le manifiesta (si el hombre se deja transformar por su presencia).

El hombre es, según eso, un ser desajustado: Plantea preguntas que le sobrepasan, abre caminos que no consigue recorrer, busca encuentros que no logran saciarle, y por eso sigue sin cesar indagando sobre el mundo… Pues bien, en el fondo de ese desajuste late la conciencia (esperanza) de un encuentro personal más hondo, que resuelva el conflicto entre la pregunta y la posible respuesta. Eso significa que, si se manifiesta, Dios no lo hará por necesidad, ni para respondernos sin más, sino porque él lo (nos) quiere, superando el nivel de nuestras preguntas, necesidades y deseos.

En esa línea preguntamos por cosas, pero sobre todo por Aquel por quien buscamos, y al que sólo podremos conocer si él quiere hablarnos (en un plano personal). Las cosas tienen un precio y valor, pero sólo las personas valen por sí mismas, pudiéndonos saciar con su conocimiento (cf. tema 14). Frente al animal que viene con respuestas sabidas (y no tiene más tarea que vivir), el hombre nace con preguntas a las que no puede responder, pues dependen del amor (la libertad) de otras personas, y en sentido último de Dios. En esa línea he venido diciendo que el hombre es un viviente que tiene libertad de negar su propia vida, pudiendo según eso, suicidarse. Entre la posible palabra de Dios que quiere hablarle y el posible suicidio que él puede cometer habita el hombre.

M. Heidegger decía que andamos por Sendas Perdidas de bosque, que vuelven y cruzan, sin llevar a ninguna parte. Pero la Biblia supo y dijo (Gn 2-3) que no erramos por un bosque sin salida, sino que caminamos por un jardín en el que Dios quiso ponernos para que lo cultivemos, domesticando animales y dialogando con otros seres humanos, buscando el árbol de la vida, llamados a superar la muerte, es decir, el homicidio y el suicidio, que está simbolizado por la serpiente del paraíso .

Los animales viven sin alternativa en un jardín que ellos no saben ni pueden cultivar, incapaces de dar nombre (sentido) a las cosas. Los hombres, en cambio, nombran, es decir, crean y recrean la realidad. Los animales perviven por necesidad biológica; los hombres porque quieren, pues podrían rechazar la vida y suicidarse, si así lo decidieran (cf. tema 17). No están obligados, podrían matarse y si viven es porque aceptan (valoran) la vida recibida y la mantienen porque quieren, de tal manera que el mismo hecho de que vivan es ya una confesión de fe en el Dios que les dijo: «El día en que comas del árbol del conocimiento del bien y del mal morirás…» (el día en que cortes las raíces de tu vida, y vivas sólo por ti mismo, morirás; cf. Gn 2, 17). Esa amenaza no se cumplió directamente, pero sigue pendiente, y nos recuerda que podemos destruirnos.


b. Seguir viviendo, un argumento de Dios

La vida del hombre es una prueba o, mejor dicho, una posibilidad, pues nadie le obliga a vivir, ni le impone la existencia, sino que él tiene la posibilidad de rechazarla y suicidarse, «devolviendo así el billete de entrada» en esta gran representación. Por eso, si vivimos y formamos parte de este «gran teatro del mundo» (Calderón de la Barca) es porque queremos (nos queremos), y el hecho de hacerlo es señal de que aceptamos el sentido de la vida, confiando radicalmente en Dios, que es la fuerza de la vida y la esperanza de futuro. Mirado así, el suicidio es un problema radical de teología: No hemos podido crear nuestra vida (nos la han dado), pero podemos negarla, rechazando de esa forma al Creador.

No podemos darnos la existencia, pero podemos negarla, negándonos a nosotros mismos. No podemos salvarnos, es decir, culminar nuestro camino en Dios (por nosotros mismos), superando las aporías de la primera y de la segunda Ilustración, pues sólo él puede hacerlo con nosotros, pero podemos condenarnos, rechazando el camino divino de la vida, no sólo por suicidio directo (negándonos a ella), sino por suicidio indirecto, por buscar otras opciones que bíblicamente van en línea de muerte. Hemos recibido la vida por don (nos la han dado), pero podemos negarla, oponiéndonos al creador (o buscando una forma de vida que vaya en contra de su voluntad de amor/vida y que al final desemboque en la muerte).

En esa línea, el suicidio (con el asesinato) no es un pecado más, sino el pecado (pero no en sentido moral, sino ontológico, no para ir al infierno, sino para salir del infierno de este mundo. La Biblia nos define así desde el principio (cf. Gn 2‒3) como seres que pueden matarse (destruir la vida). Por eso, si no nos suicidamos y matamos será porque aceptamos de hecho la Vida. Pues bien, en este momento (siglo XXI), pasados tres siglos de razones y de ilustraciones, viene a plantearse ante nosotros el gran tema del suicicio, en línea teológica y antropológica.

En ese sentido, la fe en Dios (aceptación de la vida como don y tarea) no es un dato secundario (de quita y pon, a capricho), sino elemento clave de nuestro itinerario. No es una teoría, ni un principio formal del conocimiento, ni afecto intimista, sino fuente y sentido de nuestra existencia, que nosotros, hombres y mujeres, podríamos negar, rechazándola y matándonos. Según eso, el mismo hecho de vivir indica que creemos, pues podríamos negarnos (y rechazar así la obra de Dios); pero estamos en un momento en que, como humanidad, podemos negarnos a vivir de hecho (introduciéndonos fatalmente en un gran agujero negro de inhumanidad).

Actualmente ya no podemos vivir sólo por deber, como creía Kant, pues si así fuera nos terminaríamos matando, porque el deber seca la libertad y el gozo de la vida, y sin gozo acabaríamos rechazando esta vida. A la larga, sólo podremos seguir nuestro itinerario si creemos que la vida es un don y una tarea de gracia. Precisamente el hecho de acogerla y optar por su sentido indica que creemos en ella, y en el fondo en Dios, a quien vemos como Aquel que camina con nosotros o, mejor dicho, en nosotros (Yahvé, Dios de Israel; Cristo). No somos por acaso (por casualidad o fortuna), sino porque nos han dado la vida y la hemos aceptado, descubriendo así que somos más que nosotros mismos. Somos una «especie creyente» (que vivimos porque hemos creído: cf. Hab 2, 1-4), pero estamos en un momento decisivo, de manera que sin una fe más alta podemos destruirnos como especie.

Somos inmanencia (realidad humana) abierta por encima de sí misma, en Aquel que la funda, la impulsa y acompaña. No hay para nosotros clausura de ley, no hay meta que pueda detenernos y decir «he terminado, ya no hay para mí nada posible», pues sólo podemos existir desde un nivel más alto de existencia y en el nivel de la pura razón ilustrada o revolucionario acabaremos matándonos todos (como he dicho en el tema anterior). No podemos idolatrar ninguna forma de riqueza o de meta ya lograda, ninguna ver¬dad o gozo conseguido (en plano material, afectivo, ideológico), pues siendo auto-conciencia somos conciencia-desbordada en amor (es decir, como regalo de vida), porque de otros hemos nacido y en relación a otros vivimos, en Aquel que nos trasciende y fundamenta haciéndonos vivir (Dios):

Somos. Una carga grande nos han puesto...

‒ Somos tarea (nos sabemos enviados, como misión de vida) y para realizarla debemos superarnos a nosotros mismos. Por eso no podemos contemplar el mundo como espectadores ni contratar o pagar a nadie para que recorra en nuestro lugar la vida, ni responder a las cuestiones en un nivel de ideas, sino que debemos hacernos dejando que nos hagan, ante el árbol del bien y del mal (cf. Gn 2-3; Dt 30, 15-20), un árbol de vida que nos sobrepasa y que nosotros no podemos manipular a nuestro antojo, de un modo egoísta, envidioso, como Eva y Adán en el principio (pues si lo hacemos terminamos matándonos a nosotros mismos).

‒ Somos esperanza de respuesta, esto es, de vida compartida. Más allá de nuestros posibles «deberes», nos sabemos en manos de la Vida, esperando su respuesta, pues formamos parte del éxtasis de amor que es Dios (tema 14, 19). En ese sentido, la Trascendencia en la que vivimos y con la que dialogamos pertenece a nuestra identidad, conforme a los principios de todo encuentro personal de amor. Somos pregunta que no puede responderse a sí misma, cuestión que nos supera, extraños seres dis-locados (que habitan en otro lugar), conociendo ya (por nuestra pregunta) más que aquello que sabemos por nosotros mismos, y siendo así (de alguna forma) más que lo que somos, es decir, acontecimiento de amor, tarea cuya realización depende de nosotros, esperanza de respuesta.

Somos así poderosos, pero no por lo que hacemos, que es mucho (dominar la tierra), sino por lo que Dios puede en (con) nosotros, y por lo que nosotros podemos (somos), al vivir unos en otros, siempre que subamos de nivel y aprendamos a existir y comunicarnos de un modo gratuito. De esa forma, nuestra misma inmanencia (ser lo que somos) aparece como expresión de trascendencia: Somos más que aquello que somos y podemos, pues el mismo Dios puede y actúa en nosotros, como acontecimiento de amor. No queremos cosas (aunque también las deseamos), sino que nos quieran y nos ayuden a encontrar lo que somos, sabiendo que sólo otros (Dios) nos pueden enriquecer de verdad, y así decirnos lo que somos, de forma que seamos. Somos, por tanto, una pregunta de amor que nos sobrepasa, y sólo podremos conocernos (descubrirnos como seres personales), si Dios mismo nos ofrece su amor y nosotros lo acogemos.

Y aquí se plantea de nuevo el tema del suicidio...

-- Que puede ser pecado (rebelión contra Dios...), deseo destructivo...Un deseo que no puede ir más allá del deseo (y por eso, como el budismo sabe muy bien) el suicida no sale de este mundo, sino que sigue en la rueda de los deseos, pues no ha subido de nivel (del puro deseo y de la necesidad a la gracia...).
-- Que puede ser también una gran pregunta por Dios... Una pregunta a la que sólo él puede responder... Por eso, nosotros, los cristianos, a diferencia del budismo, creemos que Dios es más grande que el suicidio humano... Que Dios acoge en Cristo la vida del suicida y le da la mano...

(seguiré hablando del tema, refiriéndome a Judas).
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