"No se trata de proselitismo, sino de testimonio; no es moralismo que juzga, sino misericordia que abraza" El Papa, a los católicos chipriotas: "Se necesitan cristianos iluminados, pero sobre todo luminosos, que lleven caricias a las soledades del sufrimiento y de la pobreza"

"¿Me encierro en la oscuridad de la melancolía, que reseca las fuentes de la alegría, o voy al encuentro de Jesús y le ofrezco mi vida?"
"Pensar, hablar y actuar como un “nosotros”, saliendo del individualismo y de la pretensión de la autosuficiencia que enferman el corazón"
"Es la obra del tentador, que falsifica las cosas y tiende a mostrárnoslas bajo una luz negativa para arrojarnos en el desánimo y la amargura"
"Queridos amigos, es hermoso verlos y percibir que viven con alegría el anuncio liberador del Evangelio: les agradezco por esto"
"Es la obra del tentador, que falsifica las cosas y tiende a mostrárnoslas bajo una luz negativa para arrojarnos en el desánimo y la amargura"
"Queridos amigos, es hermoso verlos y percibir que viven con alegría el anuncio liberador del Evangelio: les agradezco por esto"
Tras estrechar lazos con el Patriarca Crisóstomo II, uno de los objetivos de su visita a Chipre y Grecia, el Papa Francisco alienta, en una misa en el estadio de Nicosia, al pequeño rebaño católico chipriota. En la homilía, Francisco explica los tres pasos para acoger como se merece al Señor que vien en adviento: Ir a Jesús para sanar, llevar las heridas juntos y anunciar el Evangelio con alegría.
Según el Papa, "ir a Jesús para sanar" significa no encerrarse "en la oscuridad de la melancolía, que reseca las fuentes de la alegría, o voy al encuentro de Jesús y le ofrezco mi vida". En segundo lugar, "llevar las heridas juntos", es decir "actuar como un 'nosotros', saliendo del individualismo". Y, en tercer lugar, vivir la alegría del Evangelio, para evitar que el tentador nos pueda "arrojar en el desánimo y en la amargura". Porque "se necesitan cristianos iluminados, pero sobre todo luminosos, que lleven caricias a las soledades del sufrimiento y de la pobreza".

Saludo de Su Beatitud Pierbattista Pizzaballa, Patriarca de los latinos de Jerusalén
Santísimo Padre,
La Iglesia de Chipre le acoge con gran alegría y se une en oración por usted y por su ministerio en la Iglesia universal, con toda la Iglesia de Jerusalén, de la que Chipre forma parte. Te hemos esperado con alegría y con gozo gritamos: "¡Bendito el que viene en nombre del Señor!".
En la primera proclamación del Evangelio, Chipre desempeñó un papel de primera importancia. Gracias a esta población, se inauguró el anuncio del Evangelio a los paganos y así el Evangelio traspasó todas las fronteras culturales y religiosas, llegando a las periferias del mundo antiguo (cf. Hechos 11:20). Un levita chipriota, José, llamado "Bernabé", conduce a Pablo hasta los Apóstoles y actúa como su garante (cf. Hch 9,27).
Hermanos en la misma comunidad de Antioquía, serán enviados juntos a Chipre en su primer viaje misionero (Hechos 13). Desde los inicios del cristianismo, por tanto, Chipre ha sido un lugar de creatividad del Evangelio, de evangelización e inculturación, un lugar de encuentro, diálogo y aceptación de la Buena Nueva, sinónimo de superación de las fronteras étnicas, culturales y religiosas.
Es una característica que se puede observar a lo largo de la historia de Chipre. En el año 431 la importancia de esta iglesia fue reconocida por la Iglesia Universal como signo de la rápida y efectiva implantación del cristianismo en la isla.
Tras la caída de Akko en 1291, Chipre acogió a las comunidades religiosas que habían huido de Tierra Santa, en particular a los franciscanos, que tanto habían contribuido a la atención de los católicos y que, desde hace muchos años, junto con otros sacerdotes y religiosos de la diócesis, siguen contribuyendo a la acogida de los emigrantes y de todas las personas, especialmente las más pobres.
Chipre comparte las heridas de Europa y Oriente Medio al mismo tiempo: heridas que son políticas, militares y -hay que reconocer que no sin amargura- también divisiones religiosas. Ni siquiera la primitiva Iglesia de Chipre estuvo exenta de vicisitudes (Hechos 13:13; 15:36-40), pero ello no impidió la difusión del Evangelio. Por eso, también hoy, que nuestras vicisitudes no se conviertan en una excusa para detener el anuncio.
Nicosia, la capital chipriota, es la última capital europea que todavía ve un muro de división, una herida profunda en la isla.

Sin embargo, hoy, junto con nuestros queridos hermanos ortodoxos, miramos a Cristo, "que ha derribado el muro de separación (...), es decir, la enemistad" (Ef 2,14). Por eso gritamos nuestra esperanza, que ya es una certeza para nosotros. Si nos entristecen nuestras heridas, y las de nuestras tierras divididas, sabemos, sin embargo, que pueden ser transfiguradas, nuestros muros internos derribados, la historia redimida y rediviva.
En la perspectiva de esta "redención" no podemos dejar de expresar hoy nuestra más profunda gratitud a la Iglesia ortodoxa que, especialmente en Chipre, da muestras de gran apertura y amistad hacia nuestra Iglesia, permitiéndonos incluso celebrar nuestra Eucaristía en sus iglesias. Quién sabe si esta experiencia positiva nuestra no será un primer paso hacia esa unidad tan anhelada por nuestros pueblos; que Chipre se convierta para las demás Iglesias en un modelo de unidad y armonía, de encuentro y amistad sincera.
De hecho, es precisamente esta pequeña isla, aunque herida por tantas divisiones, la que también trae consigo luz y esperanza: la armonía entre las Iglesias, acogida e integración, como se puede ver en esta asamblea, en la que no se puede distinguir quién es chipriota y quién no, en la que los orígenes más dispares -asiáticos, africanos, europeos, emigrantes, trabajadores extranjeros- junto con los chipriotas locales forman un solo cuerpo, una sola comunidad, como en el momento de la primera proclamación.
Y esto nos hace creer que la reconciliación en Cristo es posible, que el Kyrios puede superar nuestros miedos, que puede atravesar las puertas de nuestros cenáculos cerrados y decir: "¡La paz sea con vosotros!" Que Cristo vuelva a borrar nuestros miedos y nos haga testigos valientes, como Bernabé, Pablo y Lázaro, de la paz y la vida hacia nuestros hermanos, que en este mar y más allá del mar, en el Líbano, en Siria y en Tierra Santa, siguen sufriendo.
Que la Virgen María, la Santa Kikotissa, "Fuente de Misericordia", nos muestre su "rostro oculto" pero siempre benévolo e interceda por todos nosotros y por nuestras Iglesias.
Y que de las olas del mar de Chipre, de las olas del Mediterráneo bañadas en la sangre de tantos de nuestros pobres hermanos y hermanas, nazca ahora no Venus, como creían los paganos, sino la verdadera Caritas, el verdadero Amor, que en la Cruz nos hizo a todos hermanos, hijos y madres.

Homilía del Santo Padre
Mientras Jesús pasaba, dos ciegos le expresaban a gritos su miseria y su esperanza: «¡Hijo de David, ten piedad de nosotros!» (Mt 9,27). “Hijo de David” era un título atribuido al Mesías, que las profecías anunciaban como proveniente de la estirpe de David. Los dos protagonistas del Evangelio de hoy son ciegos y, sin embargo, ven lo más importante: reconocen a Jesús como el Mesías que ha venido al mundo. Detengámonos en tres pasos de este encuentro que, en este camino de adviento, pueden ayudarnos a acoger al Señor que viene.
El primer paso: ir a Jesús para sanar. El texto dice que los dos ciegos gritaban al Señor mientras lo seguían (cf. v. 27). No lo veían, pero escuchaban su voz y seguían sus pasos. Buscaban en el Cristo lo que habían preanunciado los profetas, es decir, los signos de curación y de compasión de Dios en medio de su pueblo. A este respecto, Isaías había escrito: «Se despegarán los ojos de los ciegos» (35,5). Y otra profecía, incluida en la primera Lectura de hoy: «Los ojos de los ciegos verán sin sombra ni oscuridad» (29,18). Los dos ciegos del Evangelio se fían de Jesús y lo siguen en busca de luz para sus ojos.
¿Y por qué, hermanos y hermanas, estas dos personas se fían de Jesús? Porque perciben que, en la oscuridad de la historia, Él es la luz que ilumina las noches del corazón y del mundo, que derrota las tinieblas y vence toda ceguera. También nosotros, como los dos ciegos, tenemos cegueras en el corazón. También nosotros, como los dos ciegos, somos viajeros a menudo inmersos en la oscuridad de la vida. Lo primero que hay que hacer es acudir a Jesús, como Él mismo dijo: «Vengan a mí todos los cansados y abrumados por cargas, y yo los haré descansar» (Mt 11,28).
¿Quién de nosotros no está de alguna manera cansado y abrumado? Pero nos resistimos a ir hacia Jesús; muchas veces preferimos quedarnos encerrados en nosotros mismos, estar solos con nuestras oscuridades, autocompadecernos, aceptando la mala compañía de la tristeza. Jesús es el médico, sólo Él, la luz verdadera que ilumina a todo hombre (cf. Jn 1,9), nos da luz, calor y amor en abundancia. Sólo Él libera el corazón del mal. Podemos preguntarnos: ¿me encierro en la oscuridad de la melancolía, que reseca las fuentes de la alegría, o voy al encuentro de Jesús y le ofrezco mi vida? ¿Sigo a Jesús, lo “persigo”, le grito mis necesidades, le entrego mis amarguras? Hagámoslo, démosle a Jesús la posibilidad de curarnos el corazón: este es el primer paso; la curación interior requiere otros dos.
El segundo paso es llevar las heridas juntos. En este relato evangélico no se cura a un solo ciego, como por ejemplo, en el caso de Bartimeo (cf. Mc 10,46-52) o del ciego de nacimiento (cf. Jn 9,1-41). Aquí los ciegos son dos. Se encuentran juntos en el camino. Juntos comparten el dolor por su condición, juntos desean una luz que pueda hacer brillar un resplandor en el corazón de sus noches. El texto que hemos escuchado está siempre en plural, porque los dos hacen todo juntos: ambos siguen a Jesús, ambos, dirigiéndose a Él, le piden la curación a gritos; no cada uno por su lado, sino juntos.
Es significativo que digan a Cristo: ten piedad de nosotros. Usan el “nosotros”, no dicen “yo”. No piensa cada uno en su propia ceguera, sino que piden ayuda juntos. Este es el signo elocuente de la vida cristiana, el rasgo distintivo del espíritu eclesial: pensar, hablar y actuar como un “nosotros”, saliendo del individualismo y de la pretensión de la autosuficiencia que enferman el corazón.

Los dos ciegos, al compartir sus sufrimientos y con su amistad fraterna, nos enseñan mucho. Cada uno de nosotros de algún modo está ciego a causa del pecado, que nos impide “ver” a Dios como Padre y a los otros como hermanos. Esto es lo que hace el pecado: distorsiona la realidad, nos hace ver a Dios como el amo y a los otros como problemas. Es la obra del tentador, que falsifica las cosas y tiende a mostrárnoslas bajo una luz negativa para arrojarnos en el desánimo y la amargura. Y la horrible tristeza, que es peligrosa y no viene de Dios, anida bien en la soledad. Por tanto, no se puede afrontar la oscuridad estando solos. Si llevamos solos nuestras cegueras interiores, nos vemos abrumados. Necesitamos ponernos uno junto al otro, compartir las heridas y afrontar el camino juntos.
Queridos hermanos y hermanas, frente a cada oscuridad personal y a los desafíos que se nos presentan en la Iglesia y en la sociedad estamos llamados a renovar la fraternidad. Si permanecemos divididos entre nosotros, si cada uno piensa sólo en sí mismo o en su grupo, si no nos juntamos, si no dialogamos, si no caminamos unidos, no podremos curar la ceguera plenamente. La curación llega cuando llevamos juntos las heridas, cuando afrontamos juntos los problemas, cuando nos escuchamos y hablamos entre nosotros: es la gracia de vivir en comunidad, de comprender el valor de ser comunidad. Pido para ustedes que puedan estar siempre juntos, siempre unidos; seguir adelante así y con alegría, hermanos cristianos, hijos del único Padre. Y lo pido también para mí.
Y el tercer paso es anunciar el Evangelio con alegría. Después de haber sido curados juntos por Jesús, los dos protagonistas anónimos del Evangelio, en los que podemos reflejarnos, comenzaron a difundir la noticia en toda la región. Hay un poco de ironía en este hecho: Jesús les había recomendado que no dijeran nada a nadie, sin embargo, ellos hicieron exactamente lo contrario (cf. Mt 9,30-31). Pero por el relato se entiende que no era su intención desobedecer al Señor, sino que simplemente no lograron contener el entusiasmo por haber sido curados y la alegría por lo que habían vivido en el encuentro con Él. Aquí hay otro signo distintivo del cristiano: la alegría del Evangelio, que es incontenible, «llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 1), libera del riesgo de una fe intimista, distante y quejumbrosa, e introduce en el dinamismo del testimonio.
Queridos amigos, es hermoso verlos y percibir que viven con alegría el anuncio liberador del Evangelio: les agradezco por esto. No se trata de proselitismo, sino de testimonio; no es moralismo que juzga, sino misericordia que abraza; no se trata de culto exterior, sino de amor vivido. Los animo a seguir adelante en este camino. Como los dos ciegos del Evangelio, renovemos el encuentro con Jesús y salgamos de nosotros mismos sin miedo para testimoniarlo a cuantos encontremos. Salgamos a llevar la luz que hemos recibido, salgamos a iluminar la noche que a menudo nos rodea. Se necesitan cristianos iluminados, pero sobre todo luminosos, que toquen con ternura las cegueras de los hermanos, que con gestos y palabras de consuelo enciendan luces de esperanza en la oscuridad; cristianos que siembren brotes de Evangelio en los áridos campos de la cotidianidad, que lleven caricias a las soledades del sufrimiento y de la pobreza.

Hermanos, hermanas, el Señor Jesús también pasa por las calles de Chipre, escucha el grito de nuestras cegueras, quiere tocar nuestros ojos y nuestro corazón, quiere atraernos hacia la luz, hacernos renacer y reanimarnos interiormente. Y también a nosotros nos dirige la pregunta que hizo a aquellos ciegos: «¿Creen que puedo hacer esto?» (Mt 9,28). ¿Creemos que Jesús pueda hacer esto? Renovemos nuestra confianza en Él. Digámosle: Jesús, creemos que tu luz es más grande que cualquiera de nuestras tinieblas, creemos que puedes curarnos, que puedes renovar nuestra fraternidad, que puedes multiplicar nuestra alegría; y con toda la Iglesia te invocamos: ¡Ven, Señor Jesús!
Acción de gracias de S.E. Mons. Selim Jean Sfeir, Arzobispo de Chipre maronita
Santidad, le agradecemos de todo corazón su presencia entre nosotros, y deseamos que nuestro "gracias" llegue a Dios, porque en las palabras que nos ha dirigido hemos reconocido la voz del Buen Pastor.
Sí, Señor, gracias por tu presencia entre nosotros. Gracias por tu amor incondicional hacia cada uno de nosotros. Gracias por permitirnos ser responsables los unos de los otros; representar tu presencia vivificante para los demás. Con nuestros gritos de alegría, Señor, te aclamamos; con nuestras ovaciones, te aclamamos; con nuestros aplausos, una y otra vez, te aclamamos.
Te damos gracias, Santísima Trinidad, con todas tus hijas e hijos de Chipre, por tu obra de salvación en tu Iglesia, y por el don del amor puro con el que has agraciado nuestra isla con la visita del Sucesor de Pedro. En nombre de todos los pueblos, lenguas y civilizaciones que se encuentran en esta tierra nuestra, te damos las gracias, Dios único, Santísima Trinidad, con la fuerza de nuestros aplausos.
Alabado seas, Padre, que, a través del Papa Francisco, has venido personalmente a inclinarte hacia los más pobres, los inmigrantes y todos los que se sienten excluidos de la sociedad, para reavivar en ellos tu presencia. Gracias, Padre, por nuestro Padre Francisco y por la tarea que has puesto sobre sus hombros. Por él, elevamos nuestra oración a través de nuestros aplausos.
Alabado sea Jesús, que ha unido sus manos a las de todos los que han trabajado en la sombra para organizar y preparar esta visita, tanto en sus aspectos prácticos como espirituales. Por todos ellos, Jesús, contigo y con el Santo Padre, aplaudimos.
Alabado sea el Espíritu, que nos llama a todos a la santidad, que consolida nuestra vida en la de Jesucristo, y que nos devuelve a los demás como un don del Padre, del que somos responsables. Con el Santo Padre, que ha sido tu ángel en esta ocasión, te damos las gracias y te decimos, con nuestros aplausos, que somos tus servidores en este mundo.

María, Madre de Dios y Madre nuestra, Madre de la Visitación y de todas las visitas, es contigo que queremos ir hacia los demás. Y es contigo, María, que queremos caminar hacia tu Hijo Jesús, que es el mismo ayer, hoy y siempre, y hacer sonar un grito de alegría por los demás, y especialmente por la presencia de tu Hijo Francisco entre nosotros.
Sí, el Espíritu y la Esposa dicen: "¡Ven!". El que se proponga, que diga: "¡Ven!". El que tenga sed, que venga; el que quiera, que saque el agua de la vida, gratuitamente, porque, sí, el Señor viene pronto. A Él todos nuestros aplausos, ahora y siempre.
Saludo del Papa al concluir la Santa Misa
Queridos hermanos y hermanas:
Soy yo el que desea agradecerles a todos ustedes. Mañana por la mañana, al despedirme de este país, tendré la oportunidad de saludar al señor Presidente de la República, pero ya desde ahora deseo expresar de corazón mi gratitud a todos por la acogida y el afecto que me han brindado.
Aquí en Chipre estoy respirando un poco de esa atmósfera típica de Tierra Santa, donde la antigüedad y la variedad de las tradiciones cristianas enriquecen al peregrino. Esto me hace bien, y hace bien encontrar comunidades de creyentes que viven el presente con esperanza, abiertas al futuro, y que comparten este horizonte con los más necesitados. Pienso particularmente en los migrantes que buscan una vida mejor, con los que tendré mi último encuentro en esta isla, junto a los hermanos y hermanas de diversas confesiones cristianas.
Gracias a todos los que han colaborado en esta visita. Recen por mí. Que el Señor los bendiga y la Virgen Santa los proteja. Efcharistó! [¡Gracias!]
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