(AE)
Muy cerca del lugar donde trabajo en Sudán hay un gran edificio todo
derruido, sin techo y con paredes que están de “mírame y no me toques.” Los lugareños siempre me han hablado del edificio con respeto y con admiración. En otros tiempos, obviamente mejores, ese edificio era un cine de gran pantalla, todo un logro para una pequeña ciudad poco acostumbrada a ese tipo de entretenimientos.
Como en aquella deliciosa película del Cinema Paradiso, donde un cine de pueblo en una Italia de postguerra se convierte en la factoría de los sueños para un pequeño niño, estoy seguro que aquí, si funcionara, tendría la misma magia y el mismo poder de convocatoria que aquellos cines de antaño que hicieron las delicias de tantos. Hoy el video y otros soportes mediáticos han hecho que el ver cine se haya vuelto una actividad casi íntima. En una residencia de una ONG en la que he estado recientemente veía con sorpresa que después de la cena cada uno y cada una se cogía su disco DVD y se iba a ver la película elegida en el ordenador portátil que cada uno tenía en su habitación.
Por desgracia, el cine en África es un tipo de actividad con potencial pero con muchísimas dificultades económicas y logísticas. En algunas ciudades de Sudán han surgido algunos video clubes que no son otra cosa que un contenedor con sillas y una televisión donde el propietario de turno hace dos o tres pases por día. Este sistema se ve tanto en los pueblos rurales como en los barrios de chabolas. Por desgracia, en el Sudán, cuando paso por delante de uno de estos negocios y veo en una pizarra el anuncio de las películas del día, se me cae el alma a los pies. Como si no hubiera suficiente con el conflicto armado que ha durado 20 años, veo que las pelis que más público atraen son precisamente las de violencia, con Rambo o Schwarzenegger a la cabeza de la lista de los más populares. Esto seguro que no es cine “de evasión” ya que lo que se dice violencia, se experimenta ya suficiente en una sociedad marcada por la guerra y la intolerancia... por lo cual lo que estos celuloides añaden es más fuego si cabe a la mente traumatizada de unos jóvenes acostumbrados a la ley de la jungla, donde siempre gana el más fuerte (o el que tira mejor).
En algún momento he soñado con rehabilitar ese edificio y hacerlo una fuente de diversión pero a la misma vez de educación, querría hacerlo una ventana abierta al mundo que traiga nuevas ideas, nuevas perspectivas, nuevos valores más allá del misil lanzagranadas, el Kalashnikov AK-47 y el diálogo de las armas. Posiblemente si tuviera que elegir el tipo de películas me quedaría solo, a lo mejor sí, a lo mejor no... como aquel amigo mío que pensaba que las películas o eran de acción o no eran películas. Pero al mismo tiempo, tengo que reconocer el gran poder que tiene la imagen en una sociedad todavía no dominada por estos medios audiovisuales. Recuerdo las expresiones de asombro de algunos líderes locales al ver la película “Gandhi”, cuando se dieron cuenta que, ante el poder militar y político de la colonia británica, se podía alzar un hombrecito que enarbolaba no un arma sino la bandera de la no-violencia. Sus gestos tan llenos de significado eran seguidos con estupefacción.
Creo que como ésta, hay cientos de películas que pueden renovar el entusiasmo caído, dar nuevos ánimos a los luchadores por una sociedad más justa, pintar una sonrisa en los labios del que ha visto solo dolor y desolación y traer algo de consuelo a quien ha vivido en primera persona la desgracia de haber nacido en un país en guerra.