No sólo a golpes legislativos basta

Los que no piensan son como  sonámbulos”. En sus elogios al “pensar” antes de obrar  y para no equivocarse tanto sobre todo,  la  relevante pensadora  Hannah Arendt pone como imagen de contrapunto al “sonámbulo”; la persona que  -en  la noche y soñando-  da pasos sin rumbo, vacila  desorientada y se muestra más como autómata que como racional.

**  En aquellos tiempos –dice nuestro pensador- Montesquieu  bataneaba graciosamente  la ley de las mayorías,  ¿Se adopta la decisión de ocho individuos en contra fde la de dos? ¡Craso error!   Entre ocho caben –verosímilmente- más necios que entre dos”(cfr. J. ORTEGA Y GASSET, De la crítica  personal, Obras Completas, Alianza Edit., Madrid, 1993, t. I, pag. 15).    Hacer de lo que puede ser  un simple recurso técnico (las mayorías en democracia)  un artículo de fe absoluta o dogma  es como –en lo procesal- dar al un mero indicio  valor de prueba. Algo similar a confundir la velocidad con el tocino, como se dice de quienes andan a tientas sin atinar en lo que hacen o dicen.

             A la sombra de los lemas de arranque, pretendo cobijar hoy la ocurrencia –tal vez idea- que me sale al paso cada vez que los hechos –dejémoslo en “algunos hechos”- me alertan de su agudo contraste –cada vez más elocuente y brutal- con eso que “lo progre” acostumbra llamar única fuente del desarrollo humano, y que responde a la expresión “tecnologías-punta”-medios y no tondos de un deseo, idolatrías banales de lo efímero. Como si lo demás fuera basura. Como es verdad que los hechos hablan y son legión cada día, no se precisa identificarlos uno por uno. Sobra con estar al tanto  y pensar.  Sobre todo, pensar un poco.

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        La ocurrencia o idea de hoy tiene letras propias y alicientes más que suficientes  para pemar y reflexionar un poco.  Los derechos humanos –en estas culturas casi sólo de medios- lo tienen crudo. Y cada vez peor,  puede añadirse.  Y no porque falten elogios y proclamas a su favor:: que no se vieron jamás tan arropados y jaleados, ni recibieron nunca tanto bombo y propaganda.

El “humanismo” era,  desde sus comienzos, un recreo de la modernidad naciente, y los cantos al “hombre” se dejaban oír  tanto o más que otros que fueron también de innovación y renascencia. Las libertades, la tolerancia, la razón, las resistencias a la opresión, la conciencia, la democracia como forma razonable… eran aspiraciones claras de un desarrollo humano central. Tienen historia esos cantos.

No fueron ellos los primeros pasos,  pero sí los de mayor resonancia.  Desde aquel agosto de 1789,  en que –por la Asamblea Nacional francesa, en representación del pueblo y con  la aceptación del rey-  se produjo la más sonada de las Declaraciones de los Derechos del Hombre de la historia modernas, el referente de los “derechos del hombre” ha sido –al menos en teoría- una especie de “leit-motiv”,  hilo conductor,  reclamo recurrente o  envite mayor en materia de vida humana, la individual por supuesto, pero también la social y pública.

Ya por la misma redacción, su declaración de motivos se hace expresiva del fondo humano, inamovible y común, en que tales Derechos se apoyan;  al igual que lo es de sus fines trascendentes y de la inviolabilidad plena que les ha de corresponder.

“Los representantes del pueblo francés, considerando que la ignorancia, el olvido o el desprecio de los derechos del hombre son las únicas causas de las desgracias públicas y de la corrupción de los gobernantes,  han resuelto exponer,, en una declaración solemne, los derechos naturales, inalienables y sagrados del hombre, para que esta declaración esté presente constantemente en todos los miembros del cuerpo social y les recuerde sus derechos y sus deberes; para que los actos del poder legislativo y ejecutivo,  al poder ser comparados en todo momento con la finalidad de toda institución política,  sean más respetados; para que las reclamaciones de los ciudadanos,  fundadas en adelante en princpios simples e indiscutibles,  contribuya siempre  al mantenimiento de la  Constitución y el bienestar de todos.  En consecuencia, la Asamblea Nacional los reconoce y declara en presencia y bajo los auspicios del Ser Supremo”.

Y,  al efecto, se formulan esos 17 Derechos Humanos,    que pasan por ser el núcleo duro, cimiento básico y embrión de la estructura radical del moderno Estado de Derecho,  que sólo entonces, partiendo de ellos, logra su perfil de auténtica modernidad. Sólo entonces cobra un cuerpo y figura de tal.

Pero he dicho “en teoría” y no me retracto. Excelentes y firmes en la teoría, pero endebles, o algo más, en la práctica.

 Metidos estamos en la ostensible dialéctica de los “hechos” y las “palabras”,  y bien se  puede observar cómo –casi siempre y por desgracia para la suerte del hombre-  se impone la “fuerza de las palabras” al “lenguaje de “los hechos”. Si en “palabras” somos unos ases, en obras solemos quedarnos a menos de la mitad.  Es una verdad de puño.

Habré de anotar, sin embargo, que, en esta reflexión de hoy, no me refiero ni tanto ni sólo al fenómeno de la predominancia de las palabras o las apariencias  sobre las obras y los hechos, en la cultura o culturas actuales.

Me refiero también -quizá más- a las culturas en sí, culturas de medios y no tanto de fines, en cuanto provocadoras –de facto al menos- de consecuencias que son quebrantos netos para los “derechos humanos”, entre otras malaventuras, en otros planos, de las contra-culturas del tiempo.

¿Indicios a la vista? La petulante soberbia narcisista de las llamadas “redes”; la presente soberanía social de la mentira  ornada con vitolas de verdad;  la idea -y hasta creencia- de que la dignidad de la persona ha de darse por hecha o lograda a sólo golpes legislativos sin necesidad alguna de protegerla con otras medidas de mayor calado humano; tantas exhibiciones que son realmente provocaciones que parten de un concepto falso de la condición humana; la elastificación -hasta casi el infinito- de los “derechos” sin parar miente alguna en los correlativos “deberes”….;  todo eso y más cosas que se pudieran seguir citando son verdaderas cargas de profundidad a la misma línea de flotación de los derechos humanos.

Cuando se piensa –y quizás se piensa poco en ello- que, por los caminos de la tierra,  no se pasean ángeles a secas –tampoco sólo demonios-, sino “seres” que –al ser “hombres”- llevan a bordo una mitad de ángel y otra mitad de bestia, nada extraña –puesto que nada en serio se hace por armonizarlas- que -nunca como ahora- las teorías se alejen tanto de la realidad y los derechos humanos, en realidad, se violen tan “a lo loco”, tan increíblemente, tan bestialmente.    Eso sí, sin cesar de cantarlos y elogiarlos.

        Los interrogantes al respecto vuelan solos. ¿Extrañan las cosas que pasan en tiempos y culturas de casi total inversión de los valores, de entronizamiento de la utilidad en el sitio de la verdad,  de las “fake news” -que es lo mismo de Goebbels pero sin necesidad de tener que repetir la mentira cien veces para que pase por  verdad?

¿Extraña, por ejemplo,  que –como leo esta mañana en “20 minutos”, con la ocasión del Día Mundial sin tabaco- la flamante ley anti-tabaco se desdibuja y palidece,  que aumentan los fumadores y que una de cada cinco personas sigue pensando que la nicotina no daña?

¿Extrañan que  -a pesar de las leyes, las oenasm la propaganda, no cesen los “malos tratos” o los salvajes asesinatos de mujeres, de niños, de hijos por sus padres, o los desprecios a los profesores y demás lindezas de posmodernidad?

Nos creímos al pie de la letra lo de los  felices sueños de la Ilustración, nos creimos el truco del “super-hombre” y, a la vez, su correlato estúpido de la “muerte de Dios”

Nos creímos sin pestañear las finezas del famoso “Estado del bienestar….”

Nos lo hemos creído todo menos lo que deberíamos haber creído.  Esto –lo que deberíamos haber creído- lo hemos tirado a la basura o lo hemos prendido con alfileres para poderlo descartar con mayor facilidad.

¿De verdad –a la vista de lo que pasa y nos pasa,  a todo nivel y espacio- los sacrosantos “derechos humanos” son, en realidad, algo más que coartada urdida para lavarnos las manos o volver la vista hacia otro lado cuando –ante los ojos limpios que saben mirar y ver- son pisoteados, tergiversados o simplemente usados como adornos retóricos?

Insisto en lo del principio. Los derechos humanos –en este tiempo y en estas culturas- lo tienen crudo. Los remedios a golpes legislativos son algo pero no todo.

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¿Pesimismo? Es posible.  Desde puego, optimismo no. Tal vez la palabra sea otra: realismo. Claro que, por ser realistas, algunos  de lo sedicente “progre” se resienten del escozor de  la verdad y, al escocerse, se sublevan  y echan mano de palabras como “facha”, “carca” o “faccioso”. No es tan incierto que, en la era  “virtual”, lo real se desvirtúe sobre el altar erigido al diosecillo de la técnica.

Claro que “la verdad -dice mi gran poeta del s. XX en uno de sus Cantares- es la que es; y sigue siendo verdad, aunque se cuente al revés”. ¿No hay algo de “mundo al revés” en algo y  bastante de lo que –ahora mismo- pasa o nos pasa? 

PENSEMOS, que pensar es bueno y alivia de los malos sueños. Y pensemos que, en estas, andamos. Y no es pesimismo, ni ganas –menos aún- de aguar las fiestas. Es el realismo de no contentarse con mirar, cuando de ver se trata.

SANTIAGO PANIZO ORALLO

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