Andaban como ovejas sin pastor



Vuelve la Palabra de Dios a proponer hoy un tema fundamental y siempre fascinante de la Biblia: que Dios es el Pastor de la humanidad. Esto significa que Dios quiere para nosotros la vida, desea guiarnos a buenos pastos, a praderas fértiles donde nos podamos alimentar y reposar. No quiere, pues, que nos perdamos y muramos, sino que lleguemos a la meta de nuestro camino, que es precisamente la plenitud de la vida. Es lo que cada padre y cada madre desea para sus propios hijos: el bien, la felicidad, la abundancia.

En el Evangelio de hoy Jesús se presenta como Pastor de las ovejas perdidas de la casa de Israel. Su mirada sobre la gente es, por así decirlo, «pastoral». En el Evangelio, por ejemplo, leemos que, «al desembarcar, vio mucha gente, sintió compasión de ellos, pues estaban como ovejas que no tienen pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas» (Mc 6,34). Jesús encarna a Dios Pastor con su modo de predicar y sus obras, atendiendo a los enfermos y a los pecadores, a quienes están «perdidos», para conducirlos a lugar seguro, a la misericordia del Padre.

¿En qué consiste esta curación profunda que Dios obra mediante Jesús? Digamos que en una paz verdadera, completa, fruto de la reconciliación de la persona en ella misma y en todas sus relaciones: con Dios, los demás, el mundo. El maligno intenta siempre arruinar la obra de Dios, sembrando división en el corazón humano, entre cuerpo y alma, entre el hombre y Dios, en las relaciones interpersonales, sociales, internacionales, y también entre el hombre y la creación.

El maligno provoca guerras. Dios crea paz. ¡Gran diferencia y profundo vuelco! Es más, según afirma san Pablo, Cristo «es nuestra paz: el que de los dos pueblos ha hecho uno, derribando en su cuerpo de carne el muro que los separaba: la enemistad» (Ef 2,14). Para llevar a término esta obra radicalmente reconciliadora, Jesús, el Buen Pastor, tuvo que convertirse en Cordero, «el Cordero de Dios... que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). Sólo así pudo realizar la estupenda promesa del Salmo: «Sí, dicha y gracia me acompañarán / todos los días de mi vida; / mi morada será la casa del Señor / a lo largo de los días» (22/23, 6).

La segunda lectura, genuinamente paulina ya que se ciñe a Efesios 2,13-18, especifica todavía más la idea pastoral. «Mas ahora, en Cristo Jesús, vosotros, los que en otro tiempo estabais lejos, habéis llegado a estar cerca por la sangre de Cristo» (v.13). Este acercamiento lo ha realizado la Cruz de Cristo: primero el de los judíos y gentiles entre sí (vv.14-15); luego el de todos con el Padre (vv. 16-18). El propio Pablo explica más y más la causa de que así sea: «Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba» (v.14), indudablemente en alusión al muro que, en el Templo de Jerusalén, separaba el atrio de los gentiles y el de los judíos (cf. Hch 21,28s).

Empieza la sagrada Liturgia por abrir camino con la primera lectura, tomada del profeta Jeremías (Jer 23,1-6), donde sobresalen tres oráculos mesiánicos: primero el de los pastores «que dejan perderse y desparramarse las ovejas de mis pastos» (vv. 1-2). El segundo cuando dice: «Recogeré el resto de mis ovejas de todas las tierras a donde las empujé […] Y pondré al frente de ellas pastores que las apacienten, y nunca más estarán medrosas ni asustadas, ni faltará ninguna» (vv.3-4). El tercero, en fin, relativo al Mesías: «Suscitaré a David un Germen justo» (v.5).

Nótese que Germen llegará a ser nombre propio, y designación del Mesías (cf Za 3,8; 6,12). La promesa de un guía, portador de justicia, es proclamada por el Salmista. A esta experiencia se refiere el Salmista, llamando a Dios su pastor, y dejándose guiar por Él hacia pastos seguros: «El Señor es mi pastor, nada me falta. Por prados de fresca hierba me apacienta» (Sal 23 [22],1-2).



He aquí al Salmista expresando su serena certeza de ser guiado y protegido, puesto a salvo de todo peligro, porque el Señor es su pastor. Se trata del Salmo 23 (según la tradición greco-latina el número 22), un texto familiar para todos y amado por todos. «El Señor es mi pastor: nada me falta»: así comienza esta bella oración, evocando el ambiente nómada del pastoreo y la experiencia de conocimiento recíproco que se establece entre el pastor y las ovejas que componen su pequeño rebaño.

La imagen recrea una atmósfera de confianza, de intimidad, de ternura: el pastor conoce a sus ovejas una a una, las llama por su nombre y ellas lo siguen porque lo reconocen y se fían de él (cf Jn 10,2-4). Él las cuida, las custodia como bienes preciosos, está preparado para defenderlas, para garantizar su bienestar, para hacerlas vivir en tranquilidad. Nada puede faltarles si el pastor está con ellas. A esta experiencia se refiere el Salmista, llamando a Dios su pastor, y dejándose guiar por Él hacia pastos seguros:

La idílica visión abierta a nuestros ojos es la de los prados verdes y fuentes de agua límpida, oasis de paz hacia donde el pastor acompaña a su rebaño, símbolos de lugares de vida hacia donde el Señor conduce al Salmista, que se siente como las ovejas recostadas en la hierba al lado de un manantial, en situación de reposo, no en tensión o en estado de alarma, sino confiadas y tranquilas, porque el sitio es seguro, el agua es fresca y el pastor vela por ellas.

No perdamos de vista que la escena evocada por el Salmo está ambientada en una tierra en gran parte desértica, tostada por el sol abrasador, donde el pastor semi-nómada de Oriente Medio vive con su rebaño en las estepas áridas que se extienden alrededor de los pueblos. Pero el pastor sabe dónde encontrar hierba y agua, esenciales para la vida, sabe guiar hacia el oasis donde el alma se refresca y es posible recuperar las fuerzas y coger nuevas energías para proseguir el camino.

Dios lo guía hacia «verdes praderas» y «aguas tranquilas», donde todo es abundante, todo se da copiosamente. Si el Señor es el pastor, incluso en el desierto, lugar de carencia y de muerte, no disminuye la certeza de una radical presencia de vida, hasta el punto que se puede decir: «nada me falta». El pastor, de hecho, tiene en el corazón el bien de su grey, adecua sus propios ritmos y sus propias exigencias a las de sus ovejas, camina y vive con ellas, guiándolas por senderos «justos», es decir adaptados a ellas, con atención a sus necesidades y no a las propias. La seguridad de su rebaño es su prioridad y a esto obedece su guía.

Aludiendo a las citadas lecturas del Antiguo Testamento, san Marcos (Mc 6,30-34) recuerda que la promesa del vaticinio de Jeremías encuentra su realización en Cristo. Un Cristo, por cierto, que unifica los pueblos, destruye enemistades y concede la paz: lo destaca san Pablo en la segunda lectura. San Marcos, pues, precisa que las gentes que seguían a Jesús andaban como ovejas sin pastor. Jesús tiene lástima de la multitud que le sigue y se pone a enseñarles. Pero acabado el largo discurso advierte que están sin comer, y procede al milagro de la multiplicación de los panes y los peces. Jesús, en fin, es doctrina, es decir, Palabra. Pero también pan, esto es, alimento. Palabra que ilumina. Pan que alimenta y fortifica.



Impresiona la belleza de la visión ilustrada por el apóstol san Pablo (cf. Ef 2, 13-18): Cristo es nuestra paz. Ha reconciliado a unos y otros, judíos y paganos, uniéndolos en su Cuerpo. Ha superado la enemistad en su Cuerpo, en la cruz. Con su muerte, ha superado la enemistad y nos ha unido a todos en su paz.

Más que la belleza de esta visión, impresiona el contraste con la realidad que vivimos y vemos. Y en un primer momento no podemos menos de decirle al Señor: «Señor, ¿cómo es que tu Apóstol nos dice: “están reconciliados"?». Vemos que, en realidad, no están reconciliados... Hay todavía guerra entre cristianos, musulmanes y judíos; y hay otros que fomentan la guerra y en todas partes reina la enemistad, la violencia. ¿Dónde está la eficacia de tu sacrificio? ¿Dónde está, en la historia, la paz de la que nos habla tu Apóstol?

Los hombres no podemos resolver el misterio de la historia, el misterio de la libertad humana de decir «no» a la paz de Dios. No podemos resolver todo el misterio de la relación entre Dios y el hombre, de su acción y nuestra respuesta. Debemos aceptar el misterio. Sin embargo, hay elementos de respuesta que el Señor brinda.

Uno primero —esta reconciliación del Señor, su sacrificio— ha sido eficaz. Existe la gran realidad de la comunión de la Iglesia universal, de todos los pueblos, la red de la comunión eucarística, que trasciende las fronteras de culturas, civilizaciones, pueblos, tiempos. Existe esta comunión, existen estas «islas de paz» en el Cuerpo de Cristo. Existen. Y son fuerzas de paz en el mundo.

Si repasamos la historia, podemos ver a los grandes santos de la caridad que han creado «oasis» de esta paz de Dios en el mundo, que han encendido siempre de nuevo su luz, y también han sido capaces de reconciliar y crear la paz siempre de nuevo. Ha habido mártires que han sufrido con Cristo, que han dado este testimonio de la paz, del amor que pone un límite a la violencia.

Y viendo que la realidad de la paz existe —aunque la otra realidad permanece—, podemos profundizar más en el mensaje de esta carta paulina a los Efesios. El Señor ha vencido en la cruz. No ha vencido con un nuevo imperio, ni con una fuerza más poderosa que las otras y capaz de destruirlas; no ha vencido de modo humano, como imaginamos, con un imperio más fuerte que los otros. Ha vencido con un amor capaz de llegar hasta la muerte.



Este es el nuevo modo de vencer de Dios: a la violencia no opone otra violencia más fuerte. A la violencia opone precisamente lo contrario: el amor hasta el fin, su cruz. Este es el modo humilde de vencer de Dios: con su amor -sólo así es posible— pone un límite a la violencia. Este modo de vencer parece muy lento, pero es el verdadero modo de vencer al mal, de vencer la violencia, y debemos fiarnos de este modo divino de vencer.

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