Curación de un sordomudo



Afirma el refrán que «ni el ciego juzga de colores, ni el sordo de razones». Algo semejante cabe añadir, sobre sonidos, del sordomudo. La televisión nos tiene acostumbrados al recuadro sobreimpreso en pantalla del traductor o traductora, que, a base de gestos, intenta llevar a quienes padecen sordera la quintaesencia de un importante discurso. De sordomudez, pues, trata el Evangelio de hoy, cuyo previo contexto puede ser la promesa de Dios en la primera lectura (Is 35,4-7): el profeta Isaías anuncia que la salvación definitiva llegará cuando los sordos oigan y los mudos hablen. Es el anuncio del tiempo mesiánico.

Precisamente en el Evangelio de hoy (Mc 7,31-37) destaca con ese aroma una pequeña e importante palabra. Resume ella sola el mensaje todo y la obra toda de Cristo. El evangelista san Marcos la menciona en la misma lengua en que Jesús la pronunció –arameo-, y de esta manera la sentimos aún más viva. Es «Effetá», que significa: «ábrete». Merece la pena ver su contexto.

Atravesaba Jesús la «Decápolis», entre el litoral de Tiro y Sidón y Galilea, zona, por tanto, no judía. En esto que le llevan a un sordomudo, para que lo cure: evidentemente la fama del divino Maestro de Nazaret había llegado hasta allí. Jesús, apartándolo de la gente, le metió los dedos en los oídos y le tocó la lengua; después, mirando al cielo, suspiró y dijo: «Effetá».

Aquel hombre comenzó de pronto a oír y a hablar correctamente (cf. Mc 7,35). Gracias a la intervención de Jesús, aquel sordomudo «se abrió»; antes estaba cerrado, aislado; para él era muy difícil comunicar; la curación fue, pues, para él una «apertura» a los demás y al mundo, apertura que, partiendo de los órganos del oído y de la lengua, involucraba su persona toda y su vida: por fin podía relacionarse de modo nuevo.

Los que veían los milagros de Jesús, estaban cerrados a su significado. Ello, más que la triste situación material del sordomudo, hace suspirar al Señor al pronunciar dicho vocablo. Los judíos lo combaten, los discípulos no lo entienden, y los que se alegran de sus milagros no pasan del asombro al seguimiento. En tal sentido, por tanto, hemos de concluir que el sordomudo personifica esa situación, y el milagro tiende a la apertura total del hombre.

Claro es que la cerrazón del hombre, su aislamiento y, por ende, su marginación no dependen sólo de sus órganos sensoriales. Existe una cerrazón interior, que concierne al núcleo profundo de la persona, ese al que la Biblia llama «corazón». Es lo que Jesús vino a «abrir», a liberar, para hacernos capaces de vivir en plenitud la relación con Dios y con los demás. De ahí que «Effetá» —«ábrete»— resuma en sí la misión entera de Cristo. Él se hizo hombre para que el hombre, interiormente sordo y mudo a causa del pecado, fuera capaz de escuchar la voz de Dios, la voz del Amor que habla a su corazón, y de esta manera aprendiera a su vez a hablar el lenguaje del amor, a comunicar con Dios y con los demás.

Por este motivo la palabra y el gesto del «Effetá» han pasado al rito del Bautismo, como uno de los signos que explican su significado: el sacerdote, tocando la boca y los oídos del recién bautizado, dice: «Effetá», orando para que pronto pueda escuchar la Palabra de Dios y profesar la fe. Por el Bautismo, la persona humana comienza, digámoslo así, a «respirar» el Espíritu Santo, aquel que Jesús había invocado del Padre con profundo suspiro, para curar al sordomudo.

Viene a ser el sordomudo entonces prototipo y paradigma de una humanidad cerrada a la voz de Dios e incapaz de alabar al Señor. Así lo entendió la Iglesia, repito, al escoger los gestos de Jesús para elaborar su ritual del Bautismo. Sin el bautismo éramos espiritualmente sordos, capaces sólo de escuchar la voz de «la carne y de la sangre», pero no la de Dios. Sin el bautismo éramos espiritualmente tartamudos, indignos y privados del derecho de llamar a Dios «Padre nuestro», incapaces de decir siguiera «Señor Jesús» ya que, como señala san Pablo, nadie puede decir tal cosa «sin la ayuda del Espíritu Santo». El «Fiat» de María pone de manifiesto que ella está plenamente «abierta» al sentido profundo del «Effetá».

El mensaje dominical de hoy, por otra parte, nos pone también sobre aviso de las problemáticas relativas a las personas sordas. Las aportaciones de los especialistas, el intercambio de experiencias entre quienes trabajan en el sector y los testimonios de los propios sordos, han permitido realizar un análisis profundo de la situación y formular propuestas e indicaciones para una atención cada vez más adecuada hacia estos hermanos y hermanas nuestros.



«Effetá», pues, constituye un paradigma de cómo actúa el Señor respecto a las personas sordas. Los gestos de Jesús están llenos de atención amorosa y expresan una compasión profunda por el hombre que tiene delante: le manifiesta su interés concreto, lo aparta del alboroto de la multitud, le hace sentir su cercanía y comprensión mediante gestos densos de significado. Le pone los dedos en los oídos y con la saliva le toca la lengua. Después lo invita a dirigir junto con él la mirada interior, la del corazón, hacia el Padre celestial. Por último, lo cura y lo devuelve a su familia, a su gente. Y la multitud, asombrada, no puede menos de exclamar: «Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos» (Mc 7,37).

Pero Jesús no sólo cura la sordera física. También sana la espiritual, esa que levanta barreras cada vez más altas ante la voz de Dios y del prójimo, especialmente ante el grito de socorro de los últimos y de los que sufren, y aprisiona al hombre en un egoísmo profundo y destructor… «En este "signo" –dice Benedicto XVI- podemos ver el ardiente deseo de Jesús de vencer en el hombre la soledad y la incomunicabilidad creadas por el egoísmo, a fin de dar rostro a una "nueva humanidad", la humanidad de la escucha y de la palabra, del diálogo, de la comunicación, de la comunión con Dios. Una humanidad "buena", sin duda, como buena es toda la creación de Dios; humanidad sin discriminaciones ni exclusiones... de forma que el mundo sea realmente y para todos "espacio de verdadera fraternidad"...» (OR, 11.09. 2009, p. 6).

Claro que la experiencia, desdichadamente, no siempre atestigua gestos de diligente acogida y amorosa comunión con las personas sordas. Las numerosas asociaciones nacidas para tutelar y promover sus derechos ponen de manifiesto que sigue existiendo una cultura plagada de prejuicios y discriminaciones. Por fortuna las iniciativas de instituciones y asociaciones del sector, tanto en ámbito eclesial como civil, son mucho más vastas y han mejorado las condiciones de vida de muchas personas sordas. Las primeras escuelas para la educación y la formación religiosa de estos hermanos y hermanas nuestros surgieron en Europa ya en el siglo XVIII. Desde entonces, su caritativa dedicación no ha hecho sino crecer.

Sin embargo, no se puede olvidar la grave situación por la que atraviesan todavía países en vías de desarrollo. De hecho, la sordera es a menudo consecuencia de enfermedades fácilmente curables. La Iglesia, siguiendo las enseñanzas y el ejemplo de su divino Fundador, no cesa de secundar las distintas iniciativas pastorales y sociales en beneficio de esas personas, reservando especial atención hacia los que sufren.

Refiere seguidamente san Marcos las curaciones en territorio pagano. Entre ellas, esta del sordomudo, el mejor representante sin duda del paganismo: sordo respecto a Dios e incapaz de alabarlo. No obstante, también sobre él recae el poder liberador de la palabra de Jesús, que rompe la sordera espiritual y suelta las amarras de la lengua para la alabanza divina.



Precisa el evangelista que Jesús tocó los oídos y la boca del sordomudo: los oídos porque era sordo, y la boca porque era mudo, y dijo: «Effetá». Palabra hebrea, ya digo, que significa «ábrete». El sordomudo así, gracias a Jesús, se libera del espeso impedimento (cf. Prudencio, Himno, 9, 64-69). «El Espíritu se llama dedo [de Dios]. Por tanto, meter los dedos en las orejas es abrir, por medio de los dones del Espíritu Santo, la mente del sordo para que obedezca» (Gregorio Magno, Homilías sobre Ezequiel, 1,10,20).

En su ministerio de soltar las lenguas y de abrir los oídos, el Señor apuntaba al tiempo en el que todas las naciones escucharán y hablarán sobre la venida de Dios mismo en Persona. En la predicación de la Palabra hoy, el ministro toca de modo simbólico los oídos humanos, para que estén abiertos a la Palabra viviente por el misterio de la gracia (Ambrosio).

Muchos hombres están hoy sordos como una tapia cuando les habla Dios desde la Biblia, los sacramentos, la voz de la Iglesia, el clamor de los pobres. No logran o no quieren escuchar el «Effetá» de Jesús porque el mundo les ha roto los tímpanos del espíritu. Otros, gracias a Dios, entran en el templo y adoran, rezan, cantan, oyen, hablan a Dios. En una sociedad descristianizada y neopagana, estos resultan ser divina señal fluorescente. Jesús abre al hombre. Porque hay maneras y modos de estar cerrado, claro. Si tremendo es que un sentido -el oído o la vista- esté cerrado, ni te cuento ya cuando el cerrado es el hombre mismo.



A dos mil años largos de la llegada del Mesías, hete aquí que seguimos sordos y mudos. Oímos, pero no escuchamos. Cuando decimos dialogar, estamos más atentos a qué responder que en prestar oídos a lo que se nos dice. Diálogo de sordos son las discusiones políticas: cada uno piensa como acceder al poder, pero no para servir sino para servirse del pueblo. Diálogo de sordos, las discusiones en lo religioso. Diálogo de sordos, las relaciones generacionales: los mayores no escuchan ni entienden a los jóvenes y viceversa. En el seno de una misma familia los sordomudos se multiplican más.

El sordomudo, en fin, personifica nuestra propia situación de hombres desconectados, incomunicados, solitarios, en resumen, cerrados. Cristo, por eso, nos sigue gritando: «¡Effetá!», es decir, ábrete al sol, a la vida, al Evangelio, a Dios.

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