«Dios hará justicia a sus elegidos»

Dios hará justicia a sus elegidos que le gritan

San Lucas relata hoy el asunto capital de la oración. Nos enseña que debemos rezar con indeclinable fe hasta que el Señor venga. San Agustín, por su parte, apostilla que es preciso «pedir con insistencia y llamar hasta parecer impertinentes» (Sermón, 105,1). El evangelista de la misericordia propone para ello una parábola que no tiene paralelo en otro evangelio, la misma valora negativamente el ejercicio de la profesión de un juez, su catadura moral, ya que desobedece los mandamientos supremos del amor de Dios y al prójimo.

El Hiponense, hijo de santa Mónica, madre de cuyas lágrimas supo hacer oraciones, reitera que Jesús «nos estimuló ardientemente a pedir, buscar y llamar hasta conseguir lo que pedimos, lo que buscamos y aquello por lo que llamamos, sirviéndose de un ejemplo por contraste: El del juez que, a pesar de no temer a Dios ni sentir respeto alguno por los hombres, ante la insistencia cotidiana de cierta viuda, vencido por el cansancio, le dio refunfuñando lo que no supo otorgar como favor» [Ib.].

Esta parábola lucana, por lo demás, suele pasar entre los exégetas como la del juez injusto y la viuda pidiendo justicia. La viuda encarna en esta ocasión la dependencia y la fragilidad que en el contexto del evangelio de Lucas, preocupado por los pobres y los débiles, es beneficiara de la misericordia salvadora de Jesús, en sintonía con el Antiguo Testamento.

«Dios hará justicia a sus elegidos que claman ante él día y noche»(Lc 18,7): la parábola, por tanto, pone de manifiesto la persistencia en la oración. Algo que adelanta claramente la antífona de entrada a la misa: «Yo te invoco porque tú me respondes, Dios mío; inclina el oído y escucha mis palabras. Guárdame como a las niñas de tus ojos, a la sombra de tus alas escóndeme».

Jesús propone la parábola de marras «para  indicarles (a sus discípulos) que era preciso orar siempre sin desfallecer» (Lc 18,1). Digo sin desfallecer porque Dios siempre hace justicia, aunque parezca que no. A veces nos desanimamos porque parece que Dios no nos escucha. De ahí el esencial mensaje de la parábola hoy.

Si un juez que deja tanto por desear, dado que es un fresco, un sinvergüenza, que ni teme a Dios, ni le importan los hombres, acaba por hacer justicia a una pobre viuda que lo importuna insistentemente, un día y otro día y otro, cuánto más Dios, que es santo y justo y padre misericordioso, atenderá la oración perseverante de sus hijos.

La palabra de Dios tiene hoy de tema principal la oración, más aún, como el Evangelio dice expresamente y por contexto: «la necesidad de orar siempre sin desfallecer» (cf. Lc 18,1). A primera vista, se nos podría antojar mensaje poco pertinente, apenas sugeridor, vamos, escasamente incisivo con respecto a una realidad social por doquier plagada de problemas: con tanta pertinacia circundante, tanta desidia latente, y tanta maldad desaforada e hiriente.

Dios hará justicia a sus elegidos

Aplicada con detenimiento la lupa del análisis, se comprenderá que esta Palabra contiene un mensaje que va, sin duda, contra corriente, digamos que frente a los imperativos de la moda, pero que está destinado a iluminar en profundidad la conciencia de tantos rincones del género humano.

La fe, bien vale la pena recordarlo, es la fuerza que en silencio, sin hacer ruido, cambia el mundo y lo transforma en el reino de Dios, y la oración es expresión de la fe. Cuando la fe se colma de amor a Dios, reconocido como Padre bueno y justo, la oración entonces se hace perseverante, insistente; se convierte en un gemido del espíritu, un grito del alma que penetra en el corazón de Dios. De este modo, la oración se convierte en la mayor fuerza transformadora del mundo. De ahí la pregunta: «Cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?» (Lc 18,8). Ello quiere decir, entiéndaseme, fe como la de la viuda, que golpee la conciencia del juez, que insista, persuada y no se canse. Fe, digamos, esperanzada.

Porque, ante realidades sociales difíciles y complejas, es preciso reforzar la esperanza, que se funda en la fe y se expresa en una oración incansable. La oración es la que mantiene encendida la llama de la fe. De ahí, repito, la pregunta de Jesús al final del evangelio: «Cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?» (Lc 18,8). Esta pregunta se las trae y da qué pensar. ¿Cuál será nuestra respuesta a tan complejo interrogante? Hoy podríamos repetir juntos, con humilde valentía, como los Apóstoles a Jesús:  Señor, creemos y confiamos en ti. Aumenta nuestra fe.

Las lecturas bíblicas proclamadas en este día presentan algunos modelos en que inspirarnos para hacer nuestra profesión de fe, que es siempre también profesión de esperanza, puesto que la fe es esperanza, abre la tierra a la fuerza divina, a la fuerza del bien. Son las figuras de la viuda, que encontramos en la parábola evangélica, y la de Moisés, de la que habla el libro del Éxodo, en la primera lectura de hoy.

La viuda del evangelio (cf. Lc 18,1-8) nos impulsa a pensar en los «pequeños», en los últimos, pero también en tantas personas sencillas y rectas que sufren por los atropellos, se sienten impotentes ante la persistencia del malestar social y tienen la tentación de ceder al desaliento.

A ellos Jesús les repite:  observad con qué tenacidad esta pobre viuda insiste y al final logra que un juez injusto la escuche. ¿Cómo podríais pensar que vuestro Padre celestial, bueno, fiel y poderoso, que sólo desea el bien de sus hijos, no os haga justicia a su tiempo?

La fe nos asegura que Dios escucha nuestra oración y nos ayuda en el momento oportuno, aunque la experiencia diaria parezca desmentir esta certeza. En efecto, ante ciertos hechos de crónica, o ante tantas dificultades diarias de la vida, de las que los periódicos ni siquiera nos informan, surge espontáneamente en el corazón la súplica del antiguo y cultual profeta Habacuc: «¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio, sin que tú escuches, clamaré a ti:  "¡Violencia!" sin que tú salves?» (Ha 1,2).

La respuesta a esta apremiante invocación es una sola:  Dios no puede cambiar las cosas sin nuestra conversión, y nuestra verdadera conversión comienza con el «grito» del alma, que implora perdón y salvación. Por tanto, la oración cristiana no es expresión de fatalismo o de inercia; más bien, es lo opuesto a la evasión de la realidad, al intimismo consolador:  es fuerza de esperanza, expresión máxima de la fe en el poder de Dios, que es Amor y no nos abandona.

La oración que Jesús nos enseñó y que culminó en Getsemaní, tiene el carácter de "combatividad", es decir, de lucha, porque nos pone decididamente del lado del Señor para combatir la injusticia y vencer el mal con el bien; es el arma de los pequeños y de los pobres de espíritu, que repudian todo tipo de violencia. Más aún, responden a ella con la no violencia evangélica, testimoniando así que la verdad del Amor es más fuerte que el odio y la muerte.

Esto se puede ver también en la primera lectura, la célebre narración de la batalla entre los israelitas y los amalecitas (cf. Ex 17, 8-13). Fue precisamente la oración elevada con fe al verdadero Dios lo que determinó el desenlace de aquella dura batalla. Mientras Josué y sus hombres afrontaban en el campo a sus adversarios, en la cima del monte Moisés tenía levantadas las manos, en la posición de la persona en oración. Las manos levantadas del gran caudillo garantizaron la victoria de Israel. Dios estaba con su pueblo, quería su victoria, pero condicionaba su intervención a que Moisés tuviera en alto las manos.

¿Encontrará la fe sobre la tierra?

Parece increíble, pero es así:  Dios necesita las manos levantadas de su siervo. Los brazos elevados de Moisés hacen pensar en los de Jesús en la cruz:  brazos extendidos y clavados con los que el Redentor venció la batalla decisiva contra el enemigo infernal. Su lucha, sus manos alzadas hacia el Padre y extendidas sobre el mundo piden otros brazos, otros corazones que sigan ofreciéndose con su mismo amor, hasta el fin del mundo.

El mensaje de la sagrada liturgia nos alienta con los exhortos de san Pablo a Timoteo escuchados en la segunda lectura:  permaneced firmes en lo que habéis aprendido y en lo que creéis. Proclamad la palabra, insistid en toda ocasión, a tiempo y a destiempo, reprended, reprochad, exhortad con toda paciencia y doctrina (cf. 2 Tm 3,14. 16; 4, 2).

Desde niño conoces la sagrada Escritura. El mejor libro de oración -y para hacer oración- es la Biblia, útil ella para enseñar, reprender, corregir, educar en la virtud. Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, reprocha, exhorta, con toda comprensión y pedagogía. Tiene, pues, la oración todas estas finalidades. La Escritura, siendo así, puede darnos la sabiduría que conduce a la salvación.

Como Moisés en el monte, perseveremos en la oración por y con los fieles encomendados a nuestro cuidado pastoral, para que juntos podamos afrontar cada día el buen combate del Evangelio. Mientras Moisés tenía en alto la mano, vencía Israel; mientras la tenía bajada, vencía Amalec (Ex 17,8-13). ¿Quién no querrá ver aquí sobrentendida la oración de súplica, o el lenguaje de las manos, por ejemplo la manos del sacerdote durante la celebración de la santa Misa: manos en alto, de las ofrendas, del sursum corda.

Impliquémonos todos en la lucha contra cualquier forma de violencia, partiendo de la formación de las conciencias y transformando las mentalidades, las actitudes y los comportamientos de todos los días. La Iglesia tiene la misión de alimentar siempre la fe y la esperanza del pueblo cristiano.

Parábola del juez corrupto

Las palabras de san Agustín son concluyentes: «Nuestro Señor Jesucristo, que con nosotros pide y con el Padre da, no nos exhortaría tan insistentemente a pedir si no quisiera dar.

Avergüéncese la desidia humana: más dispuesto está él a dar que nosotros a recibir; más ganas tiene él de hacernos misericordia que nosotros de vernos libres de nuestras miserias. Y quede bien claro: si no nos liberan de ella, permaneceremos siendo miserables; si nos exhorta, para nuestro bien lo hace» (Ib.).

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