Perder la vida por el Evangelio



Bonita frase, sin duda, esta de perder la vida por el Evangelio. Digna de un apretado libro de espiritualidad, sobre todo si es la Sagrada Escritura, divina Palabra en la que todo lo escrito sobre teología, economía y ciencias humanas cobra altura y exacta dimensión. Pronunciar este dicho de perder la vida por el Evangelio con aroma de aforismo y empezar de pronto a pensar en quienes, habiéndolo dejado todo, terminan de modo cruento su paso por la tierra se antoja una sola y misma cosa.

Y, sin embargo, puede que ni su contenido ni su forma resulten tan simples de digerir a los estómagos agradecidos del pensamiento. Perder la vida por el Evangelio no es, de entrada, frase que se deba entender sólo propia de un determinado y selecto grupo de seguidores de Cristo dentro del Pueblo de Dios: los mártires, por ejemplo; o los misioneros por tupida selva e inhóspitos parajes; o el religioso y sacerdote que se gasta y desgasta a diario en el ejercicio de su vida consagrada o de su ministerio.

Por supuesto que tampoco lo es de idéntico martirio en quienes resuelven dar ese arriesgado y valeroso paso al frente: que martirios, los hubo siempre, y de todos los colores, desde los remotos tiempos de la era diocleciana hasta las jornadas de ciega degollina yihadista. Cuando se nos cae el alma a los pies tenemos que agacharnos para recogerla, pero si eso le ocurre a una persona que además de serlo debe parecerlo la cosa cambia de medio a medio. Eso mismo sucede con la clase de martirios. Perder la vida por el Evangelio es frase, en suma, que salió de labios de Jesús para todo seguidor suyo sin distinción y que lleva el ADN de la fe cristiana.

En los Sinópticos, a la confesión petrina sigue siempre el anuncio por parte de Jesús de su próxima pasión. Anuncio ante el cual Pedro reacciona confuso, porque aún no logra comprender. Se trata, sin embargo, de un elemento fundamental; por eso Jesús insiste con fuerza. Los títulos que san Pedro le atribuye, por de pronto, —«el Cristo», «el Cristo de Dios», «el Hijo de Dios vivo»— sólo se comprenden auténticamente a la luz del misterio de su muerte y resurrección. Y también es verdad lo contrario: el acontecimiento de la cruz sólo revela su sentido pleno si «este hombre», que sufrió y murió en la cruz, «era verdaderamente Hijo de Dios», por usar las palabras pronunciadas por el centurión ante el Crucificado (cf. Mc 15,39).



Estos textos dicen claramente que la integridad de la fe cristiana se da en la confesión de san Pedro, iluminada por la enseñanza de Jesús sobre su «camino» hacia la gloria, o sea, sobre su modo absolutamente singular de ser el Mesías y el Hijo de Dios. Un «camino» estrecho, éste, un «modo» escandaloso para los discípulos de todos los tiempos, que inevitablemente se inclinan a pensar según los hombres y no según Dios (cf. Mt 16,23).

Hoy tampoco basta, como en tiempos de Jesús, con poseer la correcta confesión de fe: se hace también necesario aprender siempre de nuevo del Señor el modo propio como él es el Salvador y el camino por donde lo debemos seguir. Volviendo a los antedichos martirios, ese aprendizaje del modo propio como él es el Salvador nos da la clase martirial exacta a la que uno se debe enfrentar.

Por otra parte, cumple reconocer que, también para el creyente, la cruz es siempre difícil de aceptar. El instinto impulsa a evitarla. Y el tentador, a pensar que es más sabio tratar de salvarse a sí mismos, antes que perder la propia vida por fidelidad al amor, por fidelidad al Hijo de Dios que se hizo hombre. Perder la propia vida no es sino perder la vida por el Evangelio.

Escuchando predicar a Jesús, viéndolo sanar a los enfermos, evangelizar a los pequeños, socorrer a los pobres, reconciliar a los pecadores, los discípulos llegaron poco a poco a comprender que era el Mesías en el sentido más propio del término, esto es, no sólo un hombre enviado por Dios, sino Dios mismo hecho hombre. Jesús mismo con su vida nos reveló su sentido pleno, incluso paradójico con respecto a las concepciones corrientes. Y la fe de los discípulos debió adecuarse gradualmente.

Esta fe se nos presenta como una peregrinación que tiene su origen en la experiencia del Jesús histórico y encuentra su fundamento en el misterio pascual, pero después debe seguir avanzando gracias a la acción del Espíritu Santo. Esta ha sido también la fe de la Iglesia a lo largo de la historia; y esta también nuestra fe, la de los cristianos de hoy.

Le cuesta a san Pedro -¿y en su caso a quién no?-, pero acoge la invitación y prosigue su camino tras las huellas del Maestro. Puestos al análisis, cabría decir que estas conversiones de san Pedro y su figura toda constituyen mucho consuelo y una selecta y gran enseñanza para nosotros, que deseamos también a Dios, queremos ser generosos, esperamos que actúe con fuerza en el mundo y transforme inmediatamente ese mundo según nuestras ideas, según las necesidades que vemos nosotros. Dios elige el camino de la transformación de los corazones con el sufrimiento y la humildad. El camino del perder la vida por el Evangelio.

«Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo» (Mc 8,34). He ahí el equivalente a perder la vida por el Evangelio. « Duro y pesado parece el precepto del Señor, según el cual quien quiera seguirle ha de negarse a sí mismo –dice san Agustín, quien prosigue--: Pero no es duro y pesado lo que manda aquel que presta su ayuda para que se haga lo que manda […] La caridad hace que sea ligero lo que los preceptos tienen de duro. Sabemos lo que es capaz de hacer el amor. Con frecuencia este amor es perverso y lascivo: ¡cuántas calamidades han sufrido los hombres, por cuántas deshonras han tenido que pasar y tolerar para llegar al objeto de su amor! […] Si los hombres son tal cual son sus amores, de ninguna otra cosa debe uno preocuparse en la vida sino de elegir lo que ha de amar. Estando así las cosas, ¿de qué te extrañas de que aquel que ama a Cristo y quiere seguirlo, por fuerza del mismo amor se niegue a sí mismo? Si amándose a sí mismo el hombre se pierde, negándose a sí mismo se reencuentra al instante» (Sermón 96,1).

Canta Benedicto XVI en Porta Fidei las excelencias de la fe al escribir: «Por la fe, los Apóstoles dejaron todo para seguir al Maestro (cf. Mt 10,28). Creyeron en las palabras con que anunciaba el Reino de Dios, que está presente y se realiza en su persona (cf. Lc 11,20). Vivieron en comunión de vida con Jesús, que los instruía con sus enseñanzas, dejándoles una nueva regla de vida por la que serían reconocidos como sus discípulos después de su muerte (cf. Jn 13,34-35). Por la fe, fueron por el mundo entero, siguiendo el mandato de llevar el Evangelio a toda criatura (cf. Mc 16,15) y, sin temor alguno, anunciaron a todos la alegría de la resurrección, de la que fueron testigos fieles. Por la fe, también llegaron, en resumen, hasta perder la vida por el Evangelio».

Por la fe, los discípulos formaron la primera comunidad reunida en torno a la enseñanza de los Apóstoles, la oración y la celebración de la Eucaristía (cf. He 2, 42-47). Los mártires entregaron su vida como testimonio de la verdad del Evangelio. Hombres y mujeres han consagrado su vida a Cristo, dejando todo para vivir en la sencillez evangélica la obediencia, la pobreza y la castidad, signos concretos de la espera del Señor que no tarda en llegar.



Por la fe, muchos cristianos han promovido acciones en favor de la justicia (cf. Lc 4,18-19). Por la fe, digámoslo de una vez, hombres y mujeres de toda edad, raza y color, cuyos nombres están escritos en el Libro de la vida (cf. Ap 7,9; 13,8), han confesado por los siglos la belleza de seguir al Señor Jesús allí donde se les llamaba a dar testimonio de su ser cristianos, dispuestos a perder la vida por el Evangelio.

También nosotros vivimos por la fe: para el reconocimiento vivo del Señor Jesús, presente en nuestras vidas y en la historia […] La fe sin la caridad no da fruto, y la caridad sin fe sería un sentimiento constantemente a merced de la duda. La fe y el amor se necesitan mutuamente. Y son del todo imprescindibles para dar la vida por el Evangelio, es decir, para reconocer a Cristo y socorrerlo cada vez que se hace nuestro prójimo en el camino de la vida. Pero tiene que ser una fe con obras, evidentemente, pues ya Santiago nos previene de lo contrario cuando escribe: «Si (la fe) no tiene obras, por sí sola está muerta. Alguno dirá: Tú tienes fe, y yo tengo obras. Enséñame tu fe sin obras, y yo, por las obras, te probaré mi fe» (St. 2,18).

La incondicional entrega al Evangelio se vislumbra por Isaías cuando vaticina: «El Señor me abrió el oído; yo no resistí ni me eché atrás» (Is 50,5). Y en el salmista cuando proclama: «El Señor es benigno y justo, nuestro Dios es compasivo; el Señor guarda a los sencillos: estando yo sin fuerzas, me salvó» (Salmo 114,5-6).

Cargar con su Cruz y seguir a Cristo no es cosa de poco momento, ni tarea de sólo días. Tampoco entrega que se quede en ganas y poco más, y adiós muy buenas que para luego es tarde. Por de pronto, es hacerse uno al camino con Cristo, quien ya dejó dicho para siempre que Él es el Camino, y la Verdad, y la Vida. Pero anda que este camino que el divino Camino recorrió y al que nosotros debemos hacernos cada día para nuestra radical identificación con Quien siempre nos primerea, no deja de ser pedregoso y áspero y desalentador, con repechos y depresiones y cardos forrajeros...



Negarnos a nosotros mismos, cargar con la cruz de Cristo y, por la vía dicha, seguir en pos de sus divinas huellas, es tanto como secundar a Jesús en san Marcos: «Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará» (8,35). Pues, de lo contrario,

« ¿Cómo te encontraremos
al declinar el día,
si tu camino no es nuestro camino?».

Porque despuntó ya en la aurora cuando te saludábamos diciendo:

«Buenos días, Señor, contigo quiero
andar por la vereda:
tú, mi camino, mi verdad, mi vida;
tú, la esperanza firme que me queda».

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