Resurrección de Lázaro



La sagrada Liturgia del Ciclo-A nos va llevando de la mano durante la Cuaresma sin darse un punto de reposo en catequesis de los misterios pascuales. Los cinco domingos previos al de Ramos encierran tal dosis de profundidad y belleza que, por no saber uno con cuál quedarse y llevado del interés que por ellos siente, se queda feliz con todos. Helos aquí por orden de celebración: las Tentaciones, la Transfiguración, la Samaritana, el Ciego de Nacimiento y la resurrección de Lázaro. Quien no los haya leído con alma humilde y rendida puede hacer cuenta que no ha leído cosa de gusto.

Gran milagro, la resurrección de Lázaro (cf. Jn 11, 1-45). San Juan la describe con su acostumbra riqueza de matices. Se trata del último gran «signo» realizado por Jesús, después del cual los sumos sacerdotes reunieron al sanedrín y deliberaron matarlo. Qué diré, matarlo; matar incluso a Lázaro, que era la prueba viva de la divinidad de Cristo, Señor de la vida y de la muerte. Profesionales del misterio, estaban no obstante --bien se echa de ver--, dejados de la mano de Dios. A fuerza de acudir al Templo y recelar en conductas da la impresión de que no se les hubiera pegado ni el olor a incienso del Sanctasanctórum.

En realidad, esta página evangélica muestra a Jesús como verdadero hombre y verdadero Dios. Ante todo, el evangelista insiste en su amistad con Lázaro y sus hermanas Marta y María. Subraya que «Jesús los amaba» (Jn 11, 5), y por eso tal vez quiso realizar ese gran prodigio. «Lázaro, nuestro amigo, está dormido: voy a despertarlo» (Jn 11, 11), así les habló a los discípulos, expresando con la metáfora del sueño el punto de vista de Dios sobre la muerte física: Dios la considera precisamente como un sueño, del que se puede despertar.

Resucitando a Lázaro, Jesús demostró un poder absoluto sobre esta muerte: igual que devolviendo la vida al joven hijo de la viuda de Naím (cf. Lc 7, 11-17) y a la doceañera niña del Talita Kumi (cf. Mc 5, 35-43). De ella precisamente dijo: «La niña no ha muerto; está dormida» (Mc 5, 39), provocando la burla de los presentes. Pero, en verdad, es precisamente así: la muerte del cuerpo es un sueño del que Dios nos puede despertar en cualquier momento. Nos adentramos así en la clave apologética del milagro. Para san Agustín, por ejemplo, esta consiste mayormente en que si todo el que peca muere, todo aquel que cree, resucita.

Este señorío sobre la muerte no fue óbice para que Jesús experimentase una sincera compasión por el dolor de la separación del amigo. Al ver llorar a Marta y María y a cuantos habían acudido a consolarlas, también Jesús «se conmovió profundamente, se turbó» y, por último, «lloró» (Jn 11, 33. 35). El corazón de Cristo es divino-humano: en él Dios y hombre se encontraron perfectamente, sin separación y sin confusión. Él es la imagen, más aún, la encarnación de Dios, que es amor, misericordia, ternura paterna y materna del Dios que es Vida. Él es el amigo de los amigos, el que no podía olvidar así como así la dulce compañía de sus íntimos de Betania, adonde muchos días se retiraba a la caída de la tarde.

Por eso declaró solemnemente a Marta: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre». Y añadió: « ¿Crees esto? » (Jn 11, 25-26). Una pregunta que Jesús nos dirige también a nosotros. Pregunta que ciertamente desborda por arriba y por abajo nuestra capacidad de comprender y hacernos comprender. Y que, a la postre, nos pide abandonarnos a él, como él se abandonó al Padre.

«Te doy gracias, Padre, por haberme escuchado. Ya sabía yo que tú siempre me escuchas; pero lo he dicho por estos que me rodean, para que crean que tú me has enviado» (Jn 11,41-42). En Lázaro fue a una vida nuevamente temporal. En nosotros será para la vida eterna. La apologética de la resurrección de Lázaro tiene, pues, teológicamente hablando, doble finalidad: por un lado, probar que quien resucita a Lázaro es Dios, es la Vida; es el Dueño de vivos y muertos. Y por otro, probar asimismo que los Misterios de Semana Santa son todos de la Muerte para la Vida, del dolor para el gozo, del sufrimiento para las delicias de la Pascua.



La respuesta de Marta es ejemplar: «Sí, Señor, yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo» (Jn 11, 27). También nosotros creemos, a pesar de dudas y oscuridades; esperamos, a pesar de zozobras y tribulaciones; amamos, pese a ser perseguidos y escarnecidos, despojados de nuestros derechos y escupidos por nuestras creencias. Creemos en ti, porque tú tienes palabras de vida eterna; esperamos en ti, que nos das una esperanza fiable de vida más allá de la vida: te amamos a ti, por las pruebas incesantes de amor, ese amor que es vida auténtica y plena en tu reino de luz y de paz.

A solo unas horas de la Pascua, las lecturas bíblicas hablan de la resurrección. Pero no de la resurrección de Jesús, que irrumpirá como novedad absoluta, sino de nuestra resurrección, a la que aspiramos y que precisamente Cristo nos ha donado, al resucitar de entre los muertos. En efecto, la muerte representa para nosotros como un muro que impide ver más allá; y sin embargo nuestro corazón se proyecta parte allá de este muro y, aunque no podemos conocer lo que oculta, sin embargo, lo pensamos, imaginamos, expresando con símbolos nuestro deseo de eternidad.

Jesús, que es la Resurrección y la Vida, va a morir en la Cruz. Muriendo así, dará muerte a la muerte y vida a la vida; conseguirá que resucitemos todos a la Vida; que vivamos eternamente. La resurrección de Lázaro, por tanto, es signo, preludio, figura de la gozosa realidad: Quien lo resucita a Él nos resucitará también a nosotros.




El profetismo en esto había dejado ya su firma. Ezequiel anuncia al pueblo judío, en el destierro, lejos de la tierra de Israel, que Dios abrirá los sepulcros de los deportados y los hará regresar a su tierra, para descansar en paz en ella (cf. Ez 37, 12-14). Esta aspiración ancestral del hombre a ser sepultado junto a sus padres es anhelo de una «patria» que lo acoja al final de sus fatigas terrenas. Esta concepción no implica aún la idea de una resurrección personal de la muerte, pues esta sólo aparece hacia el final del Antiguo Testamento, y en tiempos de Jesús aún no la compartían todos los judíos, por ejemplo los saduceos (cf. Mt 22,23; Mc 12, 18-27; Hechos 23,8).

Por lo demás, incluso entre cristianos, la fe en la resurrección y en la vida eterna con frecuencia va acompañada de muchas dudas y gran confusión, porque se trata de realidad que rebasa los límites de nuestra razón y exige un acto de fe. En el Evangelio de hoy escuchamos la voz de la fe de labios de Marta, la hermana de Lázaro. A Jesús, que le dice: «Tu hermano resucitará», ella responde: «Sé que resucitará en la resurrección en el último día» (Jn 11, 23-24). Y Jesús replica: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá» (Jn 11, 25). Esta es la verdadera novedad, que irrumpe y supera toda barrera. Cristo derrumba el muro de la muerte; en él habita toda la plenitud de Dios, que es vida eterna. Por esto la muerte no tuvo poder sobre él; y la resurrección de Lázaro es signo de su dominio total sobre la muerte física, que ante Dios es como un sueño (cf. Jn 11, 11).

Pero hay otra muerte, que costó a Cristo la cruz: se trata de la muerte espiritual, el pecado, que amenaza con arruinar la existencia del hombre. Cristo murió para vencer esta muerte, y su resurrección no es el regreso a la vida precedente, sino la apertura de una «nueva tierra», finalmente unida de nuevo con el cielo de Dios. De ahí que san Pablo escriba: «Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús también dará vida a vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en vosotros» (Rm 8, 11).

San Agustín brinda la clave para interpretar los milagros de Cristo como señales de su poder salvífico cuando así escribe: «El haberse hecho hombre por nosotros ha contribuido más a nuestra salvación que los milagros que ha realizado en medio de nosotros; el haber curado las enfermedades del alma es más importante que el haber curado las enfermedades del cuerpo destinado a morir» (In Io. eu. tr., 17, 1).

En orden a esta salvación del alma y a la redención del mundo entero Jesús cumplió también milagros de orden corporal. Por tanto, la catequesis se cifra hoy en que, mediante los «milagros, prodigios y señales» que ha realizado, Jesucristo ha manifestado su poder de salvar al hombre del mal que amenaza al alma inmortal y su vocación a la unión con Dios. «Si consideramos ahora los hechos realizados por el Señor y Salvador nuestro, Jesucristo –insiste el obispo de Hipona--, vemos que los ojos de los ciegos, abiertos milagrosamente, fueron cerrados por la muerte, y los miembros de los paralíticos, liberados del maligno, fueron nuevamente inmovilizados por la muerte: todo lo que temporalmente fue sanado en el cuerpo mortal, al final, fue deshecho; pero el alma que creyó, pasó a la vida eterna. Con este enfermo, el Señor ha querido dar un gran signo al alma que habría creído, para cuya remisión de los pecados había venido, y para sanar sus debilidades Él se había humillado» (In Io. eu. tr., 17, 1).



«Yo soy la resurrección y la vida» (Jn 11,25). En su magistral análisis, san Agustín no divaga: «Cuando era leído el Evangelio –matiza penetrante-- escuchábamos, atónitos a la vista de tan grande milagro, cómo Lázaro había vuelto a la vida. Pero, si prestamos atención a obras más maravillosas de Cristo, todo aquel que cree, resucita; y si corremos todos los géneros de muertes, hallaremos entre las más detestables la muerte del que peca. Todos temen la muerte del cuerpo, pero pocos temen la muerte del alma. Todos se afanan por evitar que llegue la muerte de la carne, que inevitablemente ha de llegar, y por eso trabajan. Se trabaja para que no muera el hombre que ha de morir, y nada se hace para que no muera el hombre que ha de vivir eternamente. En vano se trabaja para hacer que el hombre no muera; lo más que se puede conseguir es aplazar la muerte, no evitarla; pero, si no quiere pecar, no necesitará afanarse, y vivirá eternamente» (In Io. eu.tr. 49, 2).

Hace cosa de dos años, la Hermandad del Santísimo Cristo del Amor me invitó a Jerez de la Frontera para dirigir la Palabra de Dios a sus hermanos durante un Triduo previo a la Semana Santa. Tanto me prendó el Santísimo Cristo del Amor, que no pude por menos de componerle estos versos:

Muerto y vivo en la cruz

¿Por qué se me hace duro verte muerto,
si tú eres el Viviente que das vida;
si en tu muerte la muerte fue vencida;
si el alma sin tu muerte es un desierto?

¿Por qué me invade tanto el desconcierto,
si ese morir sufriendo nos convida
a mantener la mente convencida
de que, aun dormido en cruz, sigues despierto?

Vida y muerte de Cristo: santo encuentro,
insondable misterio y paradoja
de la Pascua infinita en tal discordia

te proclaman, mi Dios, vivo por dentro,
y dicen que no dude y que me acoja
reconocido a tu misericordia.

(Pedro Langa Aguilar,OSA.
Triduo previo al
Viernes Santo de 2015).

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