Santiago apóstol, patrón de las Españas

Llegado el momento del testimonio supremo, de beber el cáliz, Santiago no sólo no se arredró, sino que lo asumió hasta la radical identificación con Cristo.

Las lecciones que hoy nos imparte Santiago cabrían sintetizarse con este principio de los maestros de espíritu: La misión de Cristo en la tierra no es la de repartir mercedes a los hombres, sino la de sufrir para salvarlos.

De Santiago es posible decir lo que san Pablo añade a continuación: «Llevamos siempre en nuestros cuerpos por todas partes el morir de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2 Co 4,10).

La imagen del Apóstol Santiago en su Catedral

Santiago el Mayor nos-enseña a los cristianos que la gloria está en la Cruz de Cristo y no en el poder. Protomártir de los apóstoles de Jesús, era hermano de san Juan, hijos ambos de Zebedeo. Jesús los llamaba Boanerges (= «hijos del trueno»), y, como es bien sabido, a través de su madre llegaron a pedirle un lugar de preferencia en su Reino.

Repasando los Evangelios, se observa que en las listas  bíblicas de los Doce se mencionan dos personas con este nombre:  Santiago, el hijo de Zebedeo, y Santiago, el hijo de Alfeo (cf. Mc 3, 17-18; Mt 10, 2-3). Por lo general se distinguen con los apelativos de Santiago el Mayor y Santiago el Menor, designaciones, sin duda, que no pretenden medir su santidad, sino sólo constatar la diversa importancia de ambos en los escritos del Nuevo Testamento y, sobremanera, en el marco de la vida terrena de Jesús.

Santiago es la traducción de Iákobos, o sea la trasliteración griega del nombre del célebre patriarca Jacob. En las referidas listas ocupa el segundo lugar inmediatamente después de Pedro, como en el evangelio según san Marcos (cf. Mc 3, 17). O el tercero después de Pedro y Andrés en los evangelios según san Mateo (cf. Mt 10, 2) y san Lucas (cf. Lc 6, 14). Precisamente san Lucas lo menciona, por el contrario, después de Pedro y Juan en los Hechos de los Apóstoles (cf. Hch 1, 13). Juntamente con Pedro y Juan, pertenece al grupo de los tres predilectos admitidos por Jesús a los momentos importantes de su vida: v.gr., la resurrección de la hija de Jairo -niña del Talitá kum-, el momento glorioso de la Transfiguración, y el angustioso de Getsemaní.

Se trata, pues, de situaciones muy diversas entre sí:  en la una, Santiago, con los otros dos Apóstoles, experimenta la gloria del Señor, lo ve conversando con Moisés y Elías, y de qué forma se trasluce su divino esplendor; en la otra, se encuentra ante el sufrimiento y la humillación, ve con sus propios ojos cómo el Hijo de Dios se humilla haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.

Ciertamente, la segunda experiencia constituyó para él una oportunidad de madurar en la fe, para corregir la interpretación equivocada, unilateral, triunfalista, de la primera:  tuvo que vislumbrar que el Mesías, esperado por el pueblo judío como triunfador, no sólo estaba, en realidad, rodeado de honor y de gloria, sino también de sufrimientos y debilidad.

Y es que la gloria de Cristo se realiza precisamente en la cruz, participando en nuestros sufrimientos. Esto constituye hoy para nosotros una consoladora y misericordiosa lección providencialista, sobre todo en estos tiempos convulsos de alotrópicas gotas frías, de imprevistas danas y de interminable pandemia Covid-19.

Por supuesto que tal maduración de la fe salió adelante hasta su plenitud por el Espíritu Santo en Pentecostés, de forma que Santiago, llegado el momento del testimonio supremo, de beber el cáliz, no sólo no se arredró, sino que lo asumió hasta la radical identificación con Cristo. Al inicio de los años 40 del siglo I, el rey Herodes Agripa, nieto de Herodes el Grande, como nos informa san Lucas, «por aquel tiempo echó mano a algunos de la Iglesia para maltratarlos e hizo morir por la espada a Santiago, el hermano de Juan» (Hch 12, 1-2).

La concisión de la noticia, sin detalle narrativo apenas, pone de relieve, por un lado, que para los cristianos era normal dar testimonio del Señor con la propia vida; y, por otro, que Santiago ocupaba una posición destacada en la Iglesia de Jerusalén, debido, entre otras causas, al papel desempeñado durante la existencia terrena de Jesús.

Una tradición sucesiva, que se remonta al menos a san Isidoro de Sevilla, habla de una estancia suya en España para evangelizar esa importante región del imperio romano. Según otra tradición, en cambio, su cuerpo habría sido trasladado a España, a la ciudad de Santiago de Compostela.

Es de sobra sabido que ese privilegiado lugar se convirtió en objeto de gran veneración y hoy sigue siendo meta de numerosas peregrinaciones, no sólo procedentes de Europa sino también del mundo entero. Así se explica la representación iconográfica de Santiago con el bastón del peregrino y el rollo del Evangelio, características del apóstol itinerante y dedicado al anuncio de la «buena nueva», y peculiaridad la suya también, para esta sociedad nuestra de posverdad y cambiante, de la peregrinación de la vida cristiana.

Santiago, en consecuencia, nos brinda la oportunidad de aprender mucho:  la prontitud para acoger la llamada del Señor incluso cuando nos pide que dejemos la «barca» de nuestras seguridades humanas; el entusiasmo al seguirlo por los caminos que él nos señala más allá de nuestra ilusoria presunción; la disponibilidad para dar testimonio de él con valentía; si fuera necesario hasta el sacrificio supremo de la vida.

Santiago, en resumen, se nos presenta como ejemplo elocuente de adhesión generosa a Cristo. Él, que al principio había pedido, a través de su madre, sentarse con su hermano Juan junto al Maestro en su Reino, fue precisamente el primero en beber el cáliz de la pasión, en compartir con los apóstoles el martirio.

Haciendo el camino de Santiago

Podemos a la postre afirmar que el camino no sólo exterior sino sobre todo interior, desde el monte de la Transfiguración hasta el de la agonía, simboliza toda la peregrinación de la vida cristiana, entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios, como dice el concilio Vaticano II (LG 8) tomándolo de san Agustín el Hiponense (De civ. Dei 18,51,2). Siguiendo a Jesús como Santiago, sabemos incluso que en medio de las dificultades, que nunca faltan, vamos por el buen camino; es decir, que pisamos caminos rectos.

Bien sabido es a fin de cuentas, aunque no falten quienes lo ignoran, que aquellos años en los cuales el 25 de julio, festividad del martirio del Apóstol Santiago, coincide en domingo son Año Santo Compostelano o Año Xacobeo. Los creyentes pueden en ellos conseguir la indulgencia plenaria, quedando completamente absueltos de sus pecados todos. También se recomienda, claro es, para recibir esta completa absolución divina, asistir a la santa misa.

Son los denominados años jacobeos o años santos compostelanos, por otra parte, detonadores de cientos de peregrinaciones que, a lo largo de la historia, han conducido a caminantes desde los más apartados rincones del orbe hasta la tumba del Apóstol Santiago para «limpiar» sus almas. El último fue 2010; y el más actual, este 2021, primero de la historia en durar dos años, pues se prolongará hasta 2022.

La sagrada Liturgia dominical aporta hoy algunas lecciones a tener en cuenta, además de las arriba expuestas. Cabrían sintetizarse con este principio de los maestros de espíritu: La misión de Cristo en la tierra no es la de repartir mercedes a los hombres, sino la de sufrir para salvarlos.

San Lucas, en efecto, refiere en los Hechos (4,33) que «los apóstoles daban testimonio con gran poder (es decir, con milagros), de la resurrección del Señor Jesús». Y también, que «realizaban muchas señales y prodigios en el pueblo». Son, en definitiva, magistrales pinceladas acerca del tenor de vida de los apóstoles, y por ende también de Santiago, en la primera comunidad cristiana.

En Hch 5,27-33 Lucas matiza una frase conclusiva por donde vislumbrar ya el trágico final de Santiago: se trata del largo y duro episodio de la comparecencia de los apóstoles ante el Sanedrín: «Nosotros somos testigos de estas cosas (o sea, los prodigios de la resurrección de Jesús), y también el Espíritu Santo que ha dado Dios a los que le obedecen».

Los apóstoles aquí, nótese, le plantan cara al Sanedrín diciendo que hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. Y el mismo Lucas apostilla seguidamente: «Ellos (o sea los del Sanedrín), al oír esto, se consumían de rabia y trataban de matarlos» (Hc 5,27-33). Es decir, que al menor descuido podía suceder lo peor, si no a todos, sí por lo menos a alguno.

La sagrada Liturgia entonces acude al capítulo 12,1-2 de los Hechos para cerrar el relato corroborando tales sospechas: «Por aquel tiempo el rey Herodes echó mano a algunos de la Iglesia para maltratarlos. Hizo morir por la espada a Santiago, el hermano de Juan». Los sucesos aquí referidos se sitúan entre el 41 y el 44.

En la segunda lectura de la misa, se le aplican a Santiago las consideraciones de san Pablo a los Corintios (2Co 4, 7-15). Es, en concreto, un fragmento que trata de las tribulaciones y esperanzas del ministerio apostólico. Incluso en los vv. 8-9 emplea san Pablo unas palabras tomadas del vocabulario de la lucha atlética: «Atribulados en todo -dice-, mas no aplastados; perplejos, mas no desesperados; perseguidos, mas no abandonados; derribados, mas no aniquilados». De Santiago es posible decir lo que Pablo añade a continuación: «Llevamos siempre en nuestros cuerpos por todas partes el morir de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo».

Por último, san Mateo refiere la famosa petición que a Jesús hizo la madre de los hijos de Zebedeo. Destaca de todo el episodio la réplica de Jesús: «No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber la copa que yo voy a beber?». Y ellos: «Sí, podemos». Y Jesús de nuevo: «Mi copa, sí la beberéis; pero sentarse a mi derecha o a mi izquierda no es cosa mía el concederlo, sino que es para quienes está preparado por mi Padre». Y aquí la divina lección de antes: «La misión de Cristo en la tierra no es la de repartir mercedes a los hombres, sino la de sufrir para salvarlos».

La batalla de Clavijo

Tal vez no sobren al hacer el camino de Santiago las lecciones aquí señaladas. Siguen no pocos peregrinos recorriéndose kilómetros y kilómetros según las rutas jacobeas que a día de hoy existen hasta saludar al Apóstol en su catedral: unos para cumplir con viejas promesas, otros por pura devoción, sin que falten, en fin, quienes lo hacen para esparcimiento y anchura y sosiego del alma, o para tranquilidad de ánimo y consuelo del corazón.

Las que avanzo en este ensayo bien pudieran esta vez constituir el broche de oro a unas fiestas de Año Santo. Poemáticamente se reza en el oficio divino de Laudes a propósito del romerico que hace leguas camino de Compostela con letra de Bernardo Velayo:

Santiago apóstol peregrino,

llévanos tú de la mano

para ir contigo hasta Cristo,

Santiago el Mayor, Santiago!

Llévale, romerico,

llévale a Santiago,

llévale, romerico,

llévale un abrazo”.

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