El Señor está cerca



Gaudete es el nombre que recibe el tercer domingo de Adviento en el calendario litúrgico de diferentes denominaciones cristianas, comprendidas la Iglesia católica, la comunión anglicana, un buen número de iglesias luteranas y otros grupos cristianos afines. Deriva de la primera palabra latina del introito: Gaudéte in Domino semper: íterum dico, gaudéte («Estad siempre alegres en el Señor, os lo repito, estad alegres»). La antífona sale de san Pablo a los Filipenses (4,4-5), quien la justifica diciendo: Dominus enim prope est («pues el Señor está cerca»). Mediado, efectivamente, el Adviento, la llegada del Señor se intuye próxima. Y mientras la Navidad se anuncia llena de luz, la divina palabra nos recuerda que, una vez cumplidas las profecías, estamos en lo que los teólogos denominan «ya, pero todavía no».

El Domingo de Gaudete, por tanto, hace un alto, como el de Laetare (IV de Cuaresma), a medio camino de un tiempo que de suyo es penitencial, y significa la cercanía de la venida del Señor. De las «estaciones» romanas para representar los cuatro domingos de Adviento, la de la basílica Vaticana se le asigna al más importante de los cuatro: al Gaudete. De ahí que se eliminen hoy signos penitenciales, sustituidos por flores, música y vestiduras color rosa.

Domingo de gozo, pues, de alegría, de luz, de proximidad mesiánica. Y de un rosado a menudo excesivamente colorista y folclórico y poco propicio a la seriedad, que sube al altar con la casulla del celebrante para dejar por horas en el armario de la sacristía el tradicional morado. Como queriendo con ello significar la incontenible emoción de la comunidad cristiana que atisba cercano ya al Señor. San Pablo procura recordarlo con plasticidad geográfica: pues el Señor está cerca (Dominus enim prope est).

Goza la alegría cristiana de extraordinario protagonismo litúrgico, más sin duda, mucho más que cualquiera otra del mundo y hasta que la alegría sin adjetivos de la sociedad. Gracias esta vez al imperativo paulino gaudete y sus correspondientes gaudere y gaudium. El Vaticano II abre la constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual unciendo juntos al gozo y la esperanza: Gaudium et spes. Y la oración colecta dominical de hoy suplica jubilosa: «Concédenos llegar a la Navidad, fiesta de gozo y salvación, y poder celebrarla con alegría desbordante»: Gran realismo y hondura resumiendo la Navidad como fiesta de gozo y salvación. Más aún: suplicando celebrarla con alegría desbordante. El mismo Vaticano II definió el ateísmo el día de su clausura como fenómeno de cansancio y de vejez. A ningún teólogo se le oculta que si el pecado es --porque lo es-- tristeza y orinienta ferralla del hombre carnal u hombre viejo, por correspondiente antítesis, también la gracia es, en cambio, alegría, y alegría desbordante de los que cantan y cantan, porque saben cantar, el cántico nuevo.

Se goza y complace el Señor en ti, te ama y se alegra como ungido, esto es, como enviado para dar la Buena Noticia a los pobres. Ante sus paisanos que escuchan atentos en la Sinagoga, el Rabí de Nazaret se arranca pidiendo el rollo de Isaías: El Señor me ha ungido… Ungido para el Evangelio, esto es, para dar la Buena Noticia. Ungido por Christós, siendo Él mismo, Cristo, la Buena Noticia.

Exhorta, pues, san Pablo, sí, a vivir la alegría; a desbordar de alegría, también. Un mensaje, el suyo, que no podría ser más expresivo: Estad siempre alegres en el Señor, os lo repito, estad alegres. La razón de alegrarse es clara: el Señor está cerca. Pero la modalidad de hacerlo, no lo es menos: en el Señor.



Juan el Bautista anunciaba la Buena Noticia, y ese anuncio no era cualquier cosa: Era / es / seguirá siendo / compartir; evangelizar; dar razón de la eterna alegría. Sólo compartiendo hay anuncio de la Buena Noticia. Y en este domingo dejan oír su voz tres testigos ilustres que lo hicieron de maravilla: Isaías y Pablo, de la alegría. Y Juan Bautista, de la luz. El recurso a los tres se hace compatible, dado que el Cristianismo es la Religión de la alegría…y de la luz.

Tiene que notarse, siendo así, la alegría en nuestra vida: alegría del Señor y en el Señor. Y debe igualmente brillar la luz en nuestras costumbres. Y ambas, traducirse / traslucirse en optimismo y paz interior a base, por supuesto, de compartir nuestros bienes con los menesterosos, por ejemplo.

Volviendo al gaudete paulino, tan frecuente en las cartas del Apóstol, cumple reconocer que es casi, digámoslo así con ocurrencia de Benedicto XVI, el cantus firmus (canto fijo) de su pensamiento, es decir la melodía previa que sirve de base de una composición polifónica: gaudete. En una vida tan zurrada como la de Pablo, llena de persecuciones, hambre, sufrimientos múltiples, siempre está presente, sin embargo, esa palabra clave, mágica, lírica de gaudete. Podrá la alegría venir o no, pero de ninguna manera imponerse como deber. Y en esto sí que nos echa una mano la más conocida alegría paulina del Gaudete, quia Dominus prope est.

Años hace ya, me cupo la suerte de escuchar por tierras griegas una hermoso discurso del metropolita ortodoxo Emilianos Timiadis acerca de la alegría en san Pablo. Su tesis era que no había lugar en el Apóstol para el pesimismo. Una de las pruebas –matizó monseñor Emilianos, que de griego sabía un rato— es el saludo del Apóstol en sus cartas. Remedando al Arcángel cuando el saludo a María, el expresivo y repetitivo «alégrate, María, llena de gracia» (jáire, María, kejaritomene), reiteraba el Apóstol: jáirete, hermanos de Filipos, Tesalónica, Corinto. Un cordial saludo repleto de sobrenatural alegría, por ser alegría en el Señor.



Debido a la solidaria continuidad del júbilo diríase que acontece otro tanto con su imperativo gaudete. Sólo que aquí es, si cabe, más rico aún en expresionismo al añadir: gaudete in Domino semper, iterum dico: gaudete. Salta bien a la vista, pues, el motivo eclesial y epitalámico por el que san Pablo en todos sus sufrimientos, que fueron muchos, tribulaciones, que tampoco fueron pocas, reveses, quebrantos, dolor, sólo podía decir a los demás gaudete. Podía decirlo, porque en él mismo estaba presente la alegría producida por la cercana presencia del Señor.

Si el amado, el amor, el mayor don de mi vida, está cerca de mí; si estoy convencido de que quien me ama está cerca de mí, incluso en medio de la tribulación, en la hondonada misma del alma reina entonces una alegría mayor que los sufrimientos todos. Puede san Pablo decir, y volver a decir sin duda, gaudete porque el Señor está cerca de cada uno, en el entorno mismo de su yo y sus circunstancias. Y así, en realidad, un dulce imperativo como este viene a resultar invitación a sentir al Señor cerca. Quiere el Apóstol que atisbemos, percibamos, celebremos esta presencia, oculta pero muy real, de Cristo en cada uno de nosotros.

Cordial invitación también, la suya, a ser sensibles a ella cuando hace sonar el picaporte de nuestra puerta. Sería muy de temer entonces parapetarnos detrás de una sordera espiritual. Los oídos de nuestro corazón están tan llenos del ruidoso mundo circundante que se les impide percibir esta presencia silenciosa, dulce, tierna llamando a nuestra puerta. No es preciso sonotone de ningún género para percibir la voz interior del corazón. Así, insensibles, sordos de espíritu, llenos de otras cosas, no percibimos lo esencial --¡lástima!--: Él llama a nuestra puerta, está cerca de nosotros y con Él la verdadera alegría, más fuerte que las tristezas todas del mundo.

En el contexto de este primer imperativo, por tanto, urge rezar así: «Haznos sensibles, Señor, a tu presencia; ayúdanos a escucharte, a no ser sordos a ti; ayúdanos a tener un corazón libre, abierto a ti. Ayúdanos a saber franquearte la puerta del corazón».

Estas palabras nos invitan a ser lo que somos: imágenes de Dios, seres creados en relación con el Señor, espejo en el que la divina Luz se refleja con destellos de sobrenatural hermosura. No vivir el cristianismo según la letra, no escuchar la sagrada Escritura según la letra, es difícil a menudo, históricamente discutible incluso; debemos ir más allá de la letra, de la realidad presente, hacia el Señor que nos habla y, así, a la unión con Dios.

¿Quién no recuerda algún instrumento musical de cuerdas, que tiene una rota? Es imposible tocar en él pieza musical alguna. Lo comprende hasta un lerdo, sin que tenga que removerse en la tumba Herbert von Karajan para venir a cuentas. Así, en este imperativo nuestra alma es como un instrumento musical en el que, por desgracia, alguna cuerda está rota y, por tanto, la música de Dios, que debería sonar en lo más hondo del alma, disuena más bien. Arreglar este instrumento hasta que sea perfecto y cumpla el fin para el que el Señor lo creó, he ahí nuestro cometido, nuestra docilidad al Espíritu Santo.

Cabría pensar también en este otro texto de Filipenses: «Tened entre vosotros los mismos sentimientos de Cristo», entrad en el pensar de Cristo. Así pues, podemos tener todos juntos la fe de la Iglesia, porque con esta fe hacemos nuestros los sentimientos del Señor. Pensar con Cristo leyendo la sagrada Escritura, en la que los pensamientos de Cristo son Palabra, nos hablan.



Debiéramos ejercitarnos en la lectio divina, para descubrir en las Escrituras el pensamiento de Cristo y poder dar a los demás también los sentimientos de Cristo. En la Revelación que comenzó en el Antiguo Testamento, Dios vino a nosotros con su amor, con su paz. Y en la Encarnación se hizo Dios con nosotros, Emmanuel. Con nosotros está este Dios de la paz que se hizo carne con nuestra carne, sangre de nuestra sangre. Es hombre con nosotros y abraza todo el ser humano.

En la crucifixión, y en el descenso al lugar de la muerte, se hizo totalmente uno con nosotros, nos precede con su amor, abraza ante todo nuestro obrar. Y este es nuestro gran consuelo. Dios nos precede. El papa Francisco con su jerga porteña lo repite a menudo: Dios nos primerea. Está con nosotros, porque en el bautismo hemos recibido su gracia y en la confirmación el Espíritu Santo. De ahí que podamos ahora cooperar con su presencia que nos precede. Crece naturalmente su presencia, su estar con nosotros.

No estará de más, pues, pedir al Señor que nos enseñe a colaborar con su gracia precedente y que así esté realmente siempre con nosotros. Hagámoslo, en fin, alegres, jubilosos, optimistas, seguros de la fe que profesamos y convencidos de que el Señor anda ya por los alcores cercanos a nuestro desvalido corazón, según se desprende del Dominus enim prope est.

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