La Virgen María y el diálogo ecuménico (III): desde la Contrarreforma hasta el siglo XX

Los reformadores del XVI defendieron un pensamiento mariano más firme que sus descendientes del XIX y XX. El siglo XIX y los tiempos de la restauración católica quieren que la piedad mariana reflorezca.

Lo determinante en mariología católica es el Vaticano II con el capítulo VIII de la Lumen Gentium. Redactado con sobriedad, aporta una carga escrituraria a la mariología que nunca había tenido, y también buena ayuda de los Padres de la Iglesia.

La Reforma deniega a la Virgen María otro puesto que no sea el suyo, aquel que le atribuyó el ángel […] Se rebela contra todo intento de establecer un paralelismo entre Ella y Cristo, así como entre Ella y la Iglesia, confiriéndole títulos que, a sus ojos, la desfiguran en vez de atestiguar su verdadero rosto.

Virgen María Madre del Buen Consejo

1.- La mariología en la Contrarreforma. Teología y piedad marianas toman un rumbo nuevo. El puesto y el papel de María en las controversias que por entonces surgen no son más que puntos teológicamente menores. Trento queda discreto en cuanto a la teología y práctica marianas: confirma la praxis de los siglos precedentes, y reenvía las definiciones a los teólogos de escuela; ninguna decisión dogmática fundamental se va a tomar antes de 1854.

Desde finales del siglo XVI y durante el XVII, “siglo marial”, la Virgen María empieza a ser venerada como Inmaculada, Madre de los dolores, Reina de los mártires, Reina del cielo, Madre del Buen Consejo, Socorro de los cristianos, María de las victorias, Consuelo de los afligidos. La Virgen María empieza a ser objeto de un argumento más y más importante de la Contrarreforma en ciertas regiones fronterizas con el protestantismo (Tirol, Baviera, por ejemplo).

Los reformadores del XVI, por su parte, defendieron un pensamiento mariano más firme que sus descendientes del XIX y XX. El siglo XIX y los tiempos de la restauración católica quieren que la piedad mariana reflorezca. Se prepara, de hecho, un nuevo “siglo mariano” (de 1850 a 1950): la renovación de las peregrinaciones, el fenómeno de las apariciones (Lourdes en particular) y las afirmaciones doctrinales son los puntos mariológicos dominantes.

El dogma de la Inmaculada (1854) emerge, en medio, como un hito significativo de esta evolución; por el horizonte empieza a dibujarse también el de la Asunción (1950). En conjunto, digamos que el nuevo dogma de la Inmaculada es bien recibido por los católicos. Para la Reforma y la Ortodoxia, en cambio, constituye una piedra de tropiezo suplementaria. Contribuirá a borrar en la piedad protestante las huellas de la reflexión y de la piedad marianas propias de los reformadores.

Virgen del Perpetuo Socorro

2.- La Virgen María en el siglo XX.

2: 1) En la Iglesia católica. La teología y la piedad marianas prosiguen la línea del progresivo desarrollo del XIX. La emulación es constante entre la piedad y la reflexión dogmática. Del lado de la piedad se constata una amplificación del fenómeno de las apariciones (Fátima es el caso más notable).

Pío XII toca techo con el Dogma de la Asunción en 1950, aunque ya en 1942, durante la Segunda Guerra mundial, había consagrado el mundo al Corazón Inmaculado de María, y en 1954 proclamará el  Año Mariano.

Lo determinante en mariología católica es el Vaticano II con el ya dicho capítulo VIII de la Lumen Gentium. Redactado con sobriedad, aporta una carga escrituraria a la mariología que nunca había tenido, y también buena ayuda de los Padres de la Iglesia. Se queda, eso sí, deliberadamente en la conceptualidad y los temas discutidos para la mariología de la primera mitad del siglo. Nada pretende definir o zanjar.

El papel de María en la encarnación y la redención es presentado como el de una asociada y el de una humilde servidora a quien la gracia de Dios permitió cooperar a la salvación por su obediencia, la peregrinación de su fe, su esperanza y su caridad, desde el Fiat de la anunciación hasta el consentimiento de la cruz. El texto insiste, en fin, sobre el vínculo de María con la Iglesia, de la cual ella es figura (typo), el miembro más eminente, y en la cual ella juega un rol maternal.

Después del Vaticano II, habría que tener presente a san Pablo VI proclamando a María «Madre de la Iglesia, es decir, de todo el pueblo de Dios así como de los fieles y los pastores». Esta proclamación no es en modo alguno definición dogmática. Del papa Montini son también Signum magnum (1967) y Marialis cultus (1974). Y de san Juan Pablo II, la encíclica Redemptoris mater, que introduce novedades en la III parte con respecto a la Lumen Gentium consagradas a la mediación maternal de María. La mediación de María es presentada como participada y subordinada, es una mediación maternal que se ejerce en la intercesión.

2: 2) En las Iglesias de la Reforma. Contra el desarrollo continuo y, a sus ojos desmesurado, de la “mariología” en la Iglesia católica romana, las Iglesias (o Comunidades eclesiales) de la Reforma se han sentido más y más en la obligación de reaccionar con vigor contra el culto marial y la doctrina que subtiende, considerado por K. Barth como un herejía, una excrecencia maligna de la reflexión teológica. Mucho parecen haber influido en esta indignación barthiana los dogmas de la Inmaculada (1854) y de la Asunción (1950).

Cuando el Vaticano II, las Iglesias de la Reforma saludaron con interés, de un lado, la reticencia de los Padres conciliares en atribuir a María el título de Mediadora (cuyo tema reaparece en la Redemptoris Mater: 1987) y el rechazo de Corredentora; y de otro, el intento de bosquejar una «cristología de María». El hecho de incluir la doctrina mariana en la Lumen Gentium renunciando de este modo a hacer un texto conciliar aparte, lo entendieron los protestantes como un cuidado del Concilio por no levantar en adelante una mariología autónoma que, separada de la teología del misterio de la salud, habría de tener su status propio, análogo y paralelo al de la cristología, sino de integrar la reflexión mariana dentro del misterio de la Iglesia centrándola sobre Jesucristo, el solo y único Mediador.

Pero ello no agotó las reservas protestantes contra la mariología católica. Sobre todo por dos razones: la primera, escrituraria: ni la Inmaculada ni la Asunta tienen una base bíblica creíble. Sólo el recurso a argumentos de tradición o de coherencia doctrinal permite justificarlos. Entonces, ¿cómo presentar una doctrina como verdad de fe sin arraigo en las Escrituras? La segunda, ligada a la primera, relativa a la cooperación humana en la obra de la salvación.

Virgen Inmaculada

La Reforma, hoy como ayer, deniega a María otro puesto que no sea el suyo, aquel que le atribuyó el ángel. En nombre de su fidelidad al testimonio apostólico, como en nombre del respeto y afecto que dispensa a la Madre del Señor, se rebela contra todo intento de exaltar a María, establecer un paralelismo entre Ella y Cristo, así como entre Ella y la Iglesia, confiriéndole títulos que, a sus ojos (de la Reforma, se entiende), la desfiguran en vez de atestiguar su verdadero rosto. No reconocen, pues, a la «pequeña María» del Evangelio, ni a «nuestra hermana».

En las Iglesias de la Reforma, pues, no hay «mariología», ni, menos aún «devoción mariana»: ni culto, ni oración a María. Cabe  descubrir, en cambio, un reemprender la reflexión de María en su verdadera dimensión y el percibirse una piedad que, alimentada de Evangelio, retoma más y más en cuenta la fe misma de María, toda de alabanza, si bien expresada en el Magnificat.

Naturalmente que todos los catecismos de esta época consagran páginas a subrayar el segundo artículo del Símbolo de los Apóstoles: «Que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo y nació de Santa María Virgen» en relación con las naturalezas humana y divina de Jesucristo.

A partir de 1960-70, la renovación de la cristología protestante, de una parte, y el movimiento ecuménico, por otra, conducen a multiplicar en los cánticos y la liturgia las referencias a María. Dos características a notar: la sobriedad de estas referencias y su fundamento bíblico a menudo indicado. Estas referencias destacan el valor de la respuesta de María, su obediencia, su fe, su memoria, su condición de madre. Sobre todo en Adviento y Navidad, así como en los textos eucarísticos y de adoración.

El debate sobre la Virgen María evidencia que es él, hoy, acaso, el punto de cristalización más sensible de todos los diferendos confesionales subyacentes, relativos a la soteriología, a la antropología, a la eclesiología, a la herméutica: el diálogo ecuménico sobre la Virgen María es, en definitiva, un lugar apropiado de verificación de nuestros acuerdos doctrinales. 

De los tres artículos del Símbolo que nos importan el 1º confiesa a Dios, Padre todopoderoso y Creador de todas las cosas (María es una de sus criaturas), el 2º, el itinerario humano de Jesucristo, Hijo de Dios, venido «por nosotros los hombres y por nuestra salvación» (este artículo menciona a María como su madre); el 3º, el Espíritu Santo y la Iglesia que él santifica (María es un miembro de esta Iglesia y Ella pertenece a la comunión de los santos).

Asunción de la Virgen María

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