El ciego de nacimiento



En estos domingos de Cuaresma, la liturgia nos brinda a través del evangelio de san Juan un verdadero itinerario bautismal: el domingo pasado, Jesús prometió a la Samaritana el don del «agua viva»; hoy, curando al ciego de nacimiento, se revela como «la luz del mundo»; dentro de una semana, resucitando a su amigo Lázaro, se presentará como «la resurrección y la vida». ¡Agua, luz, vida! Tres símbolos del bautismo, sacramento que «sumerge» a los creyentes en el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, liberándolos de la esclavitud del pecado y dándoles la vida eterna.

Detengámonos brevemente en el ciego (cf. Jn 9, 1-41). Los discípulos, según la mentalidad del tiempo, dan por descontado que su ceguera es consecuencia de un pecado suyo o de sus padres. Cómodo análisis por más a mano. Pero también el más torpe y facilón, calco del que habían usado ya los apáticos amigos de Job. Tampoco es que en este capítulo se hayan registrado avances desde entonces, que a veces se oyen por ahí comentarios de vergüenza y con la insoportable matraca de… «algo habrá hecho para recibir en vida esos castigos de Dios».

Jesús, por el contrario, rechaza este prejuicio y afirma: «Ni este pecó ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras de Dios» (Jn 9, 3). ¡Gran consuelo el que proporcionan estas palabras! Nos hacen escuchar la voz viva de Dios, que es Amor providencial, Sabiduría infinita y Padre misericordioso.

Ante el hombre marcado por su limitación y por el sufrimiento, Jesús no piensa en posibles culpas, sino en la voluntad de Dios que ha creado al hombre para la vida, para ser feliz y para laudem gloriae, es decir, alabanza de su gloria. De ahí que declare solemnemente: «Tengo que hacer las obras del que me ha enviado […] Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo» (Jn 9, 4-5). ¡Qué grande es todo esto y qué seguridad transmite al corazón la certidumbre de tener a nuestro lado al dulce Jesús, el Salvador del hombre! Por supuesto que no había tiempo que perder.

Así que pasa inmediatamente a la acción: con un poco de tierra y de saliva hace barro y lo unta en los ojos del ciego. Este gesto alude a la creación del hombre, que la Biblia narra con el símbolo de la tierra modelada y animada por el soplo de Dios (cf. Gn 2, 7). De hecho, «Adán» significa «suelo», y el cuerpo humano está efectivamente compuesto por elementos de la tierra.

Al curar al hombre, Jesús realiza una nueva creación. ¿No se nos dijo el Miércoles de Ceniza al inaugurar la Cuaresma «polvo eres y en polvo te has de convertir»? La fe asegura que después de la muerte viene liberadora la resurrección. Luego ese polvo, por más que sea polvo enamorado, termina en definitiva hecho polvo…

El problema surge acto seguido: Esa curación suscita un agrio debate, porque Jesús la realiza en sábado, violando, según los fariseos, el precepto festivo. Buena la armó el recién curado cuando, ante tanta insistencia farisaica, les preguntó si no pretendían también ellos hacerse sus discípulos. No acabaron con él a bastonazos de milagro.

Así que, al final del relato, Jesús y el ciego son «expulsados» por los fariseos: el uno, por haber violado la ley; el otro, porque, a pesar de la curación, sigue siendo considerado pecador desde su nacimiento. La pregunta que el Señor Jesús dirige al que había sido ciego constituye el culmen narrativo de tan divertida historia: « ¿Crees tú en el Hijo del hombre?» (Jn 9, 35). Aquel hombre reconoce el signo realizado por Jesús y pasa de la luz de los ojos a la luz de la fe: «Creo, Señor» (Jn 9, 38).




Conviene destacar cómo una persona sencilla y sincera, recorre de modo gradual un camino de fe: en un primer momento encuentra a Jesús como un «hombre» entre los demás; luego lo considera un «profeta»; y, al final, sus ojos se abren y lo proclama «Señor». En contraposición a la fe del ciego curado se encuentra el endurecimiento del corazón de los fariseos que no quieren aceptar el milagro, porque se niegan a aceptar a Jesús como el Mesías.

La multitud, en cambio, se detiene a discutir sobre lo acontecido y permanece, no sé si distinta y distante, pero sí distante e indiferente, sin duda. A los propios padres del ciego los vence el miedo al juicio de los demás, eso que en la vida real llamamos el qué dirán. Con su milagro, Jesús había hecho saltar por los aires el refrán que dice: «Por muchos favores que hagas a un ciego, nunca te ha de poder ver».

Y nosotros, ¿qué actitud asumimos frente a Jesús? También nosotros a causa del pecado de Adán nacimos «ciegos», pero en la fuente bautismal fuimos iluminados por la gracia de Cristo. El pecado había herido a la humanidad destinándola a la oscuridad de la muerte, pero en Cristo resplandece la novedad de la vida y la meta a la que estamos llamados.

En él, fortalecidos por el Espíritu Santo, recibimos la fuerza con la que vencer el mal y obrar el bien. De hecho, la vida cristiana es una continua configuración con Cristo, imagen del hombre nuevo, para conseguir la plena comunión con Dios. El Señor Jesús es «la luz del mundo» (Jn 8, 12), porque en él «resplandece el conocimiento de la gloria de Dios» (2 Co 4, 6), que sigue revelando en la compleja trama de la historia cuál es el sentido de la existencia humana.

En el rito del Bautismo, la entrega de la vela, encendida en el gran Cirio pascual, símbolo de Cristo resucitado, es un signo que ayuda a comprender lo que ocurre en el Sacramento. Cuando nuestra vida se deja iluminar por el misterio de Cristo, experimenta la alegría de ser liberada de todo lo que amenaza su plena realización.

Estos días cuaresmales que nos preparan a la Pascua son idóneos para revivir en nosotros el don recibido en el Bautismo, aquella llama que a veces corre peligro de apagarse. Habrá que hacer de vestales para mantenerla viva con la oración y la caridad hacia el prójimo, con la fuerza interior de la fe ante las dificultades.

Jesús revela al ciego que ha venido al mundo para realizar un juicio, a saber: separar a los ciegos curables de aquellos que no se dejan curar, porque presumen de sanos. En efecto, en el hombre es fuerte la tentación de construirse un sistema de seguridad ideológico: incluso la religión puede convertirse en un elemento de este sistema, como el ateísmo o el laicismo, pero de este modo uno queda cegado por su propio egoísmo.

Dejémonos curar por Jesús, que puede y quiere darnos la luz de Dios. Confesemos nuestra ceguera, nuestra miopía y, sobre todo, lo que la Biblia llama el «gran pecado» (cf. Sal 19, 14): el orgullo. ¡Ninguna definición mejor de los fariseos que la ceguera del corazón! Lo malo es que estos cuentan con variadas ediciones en el mundo actual, desde las hechas en rústica hasta las efectuadas en piel bien curtida. A la postre, no hay peor ciego que el que no quiere ver.



«Conociendo lo que es el día, conocerás también la noche. ¿Quién nos dirá lo que es el día? El mismo Jesús: Mientras estoy en el mundo, yo soy la luz del mundo (Jn 9,5). Él mismo es el día; lave el ciego sus ojos en el día para poder ver el Día. Mientras estoy en el mundo, yo soy la luz del mundo. No quiero pensar qué noche habrá cuando Cristo no esté; por eso nadie podrá trabajar […] Está expreso, claro y definido que el Señor en este lugar se llamó a sí mismo Día.

Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo
(Jn 9, 5). Luego también Él trabaja […] ¿Cuándo diremos que es esa noche en la que nadie podrá trabajar? Esta noche es la noche de los impíos […] a quienes será dicho en el fin del mundo: Id al fuego eterno […]. No le da el nombre de llama ni de fuego, sino de noche». (San Agustín, In Io. eu. tr. 44, 5).

El domingo del ciego de nacimiento, pues, presenta a Cristo como luz del mundo y luz del Día. El suyo es un Evangelio que nos interpela a cada uno de nosotros: « ¿Tú crees en el Hijo del hombre?». «Creo, Señor» (Jn 9, 35.38), afirma gozoso el ciego de nacimiento, dando voz a todo creyente presto a subir por su escondida y empinada senda.

El milagro de la curación es el signo de que Cristo, junto con la vista, quiere abrir nuestra mirada interior, para que nuestra fe sea cada vez más profunda y podamos reconocer en él al único Salvador. Él ilumina todas las oscuridades de la vida y lleva al hombre a vivir como «hijo de la luz».

Lo cual es tanto como adentrarse en la órbita de Dios y ver las cosas con los ojos de Dios. No importa que la ceguera humana se obstine en negarse a ver lo que tendría que desear ver. La ceguera humana siempre será tiniebla, contraria de plano a la luz, que es Día por siempre abierto a la Luz.



San Agustín llegó a decir que en ese ciego está representado el género humano (Sermón 136 A 4). Igual que en el hombre apaleado que fue socorrido por un bondadoso samaritano (Sermón 341, 3). Ver y no ver, o lo que es igual: visión y ceguera, son conceptos de absoluta radicalidad que, pese a su índole de polos opuestos, llegan a un punto de convergencia gracias al protagonismo de dos personas de diferente condición: Jesús y el ciego: esto es, la Luz y la ceguera. Es el todo o la nada, que yo mismo intenté reflejar con este soneto:

Al ciego de nacimiento
¡Qué triste para el ciego no ver nada
y qué gozo en la vida verlo todo!
¡Qué deleite, y qué suerte sobre todo
nacerle a uno la vista de la nada!

¡Qué paradoja juntos todo y nada:
el ciego que de Dios lo espera todo,
y Jesús que a ese ciego le da todo
cuando el todo poco antes era nada!

Sin luz, pobre invidente, sin ver nada,
la fe te dio la vista y viste todo:
doctores, mundo, sabios, pura nada…,

y al buen Jesús que, sin pedirte nada,
permitió que, visto Él, lo vieras todo,
pues todo, sin Jesús, no es más que nada.

(Pedro Langa Aguilar, Al son de la palabra.
Ediciones Religión y Cultura. Madrid 2013,
p. 68)

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