« Les mostró las manos y el costado »



El segundo Domingo de Pascua –Ciclo B- propone para catequesis un cúmulo de temas que van más allá del célebre Domingo de la Divina Misericordia –idea genial de san Juan Pablo II- y del encuentro de Jesús resucitado con un Tomás apóstol, primero incrédulo y luego creyente. A este sublime episodio y su pertinente doctrina dediqué la reflexión el año pasado –Ciclo A-: De incrédulo a creyente: RD: 20.04.17. Junto a la susodicha escena tomasina, quiero esta vez destacar la aparición de Jesús resucitado a sus apóstoles deseándoles paz –no la del mundo, claro- y exhalándoles el Pneuma, o sea el Espíritu Santo.

Empecemos por un detalle nada baladí: Jesús desea a los discípulos la paz, y seguidamente les muestra sus manos y el costado. Sus llagas, pues, vienen a ser, por así decir, fuente a la vez que refrendo de esa regalada paz, pero sobre todo de la efusión del mismo Santo Espíritu. Bien sabido es que el Pentecostés de Lucas reviste una extraordinaria eclosión escénica al servicio de otro rumbo evangélico que el de Juan, aparte naturalmente la cuestión cronológica: la donación del Espíritu Santo en Pentecostés ocurre, según Lucas, a los cincuenta días de la Pascua, en tanto que el de Juan llega la misma tarde de Pascua (cf. Jn 20,19). No es que haya dos Pentecostés, quede claro, sino dos modos distintos de exponer el mismo y único misterio de Pentecostés.

San Agustín se ocupó de analizar uno y otro. En el joánico, por ejemplo, aportando este agudo fragmento (Jn 20, 19-31:26): « En cierto lugar –explica- el mismo Señor antepone los que no ven y creen a los que ven y por eso creen. En efecto, hasta en aquellos mismos tiempos fluctuaba la debilidad de sus discípulos de forma que, para creer que había resucitado aquel a quien veían, pensaban que habían de tocarlo. No bastaba a los ojos el ver, a no ser que también las manos se dirigiesen a los miembros y tocasen las cicatrices de las recientes heridas. De forma que aquel discípulo que dudaba, tras haber tocado y reconocido las cicatrices, exclamó: ¡Señor mío y Dios mío! (Jn 20,28).

Las cicatrices manifestaban a aquel que había sanado todas las heridas en los otros. ¿No podía, acaso, resucitar el Señor sin las cicatrices? (Sí), pero conocía las heridas existentes en el corazón de sus discípulos y para sanar éstas había mantenido aquéllas en su cuerpo. ¿Y qué dijo el Señor a quien le había confesado y dicho Señor mío y Dios mío? Porque me has visto, has creído; dichosos quienes no ven y creen (Jn 20,25-29). ¿A quién se refería, hermanos, sino a nosotros? No porque íbamos a ser los únicos, sino porque íbamos a venir detrás» (Sermón 88, 2).

Al hilo precisamente de lo de Tomás, todo un acto de fe -¡Señor mío y Dios mío!-, viene bien destacar la vida de la primera Comunidad cristiana de Jerusalén, aquella que san Lucas pinta en los Hechos 4,32-35. La síntesis lucana brilla sumamente expresiva y rica de contenido: 1) Todos pensaban y sentían lo mismo; 2) Todo lo poseían en común; 3) Los Apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor; y 4) Dios miraba a todos, es decir a la Comunidad, con mucho agrado.



Nos brinda, por tanto, auténticos signos de comunión. Y es que los cristianos de Jerusalén organizaron un estilo de vida en cierto modo análogo al de algunas sectas de las comunidades monásticas del hebraísmo de entonces, aunque ni siquiera intentaran fundar un sistema valido para todos los tiempos y en todas partes: no pretendieron realizar una utopía económica o social. Sólo quisieron, y no es poco, dar signos de concordia y solidaridad, lo cual no es, dicho sea de paso, característica del monaquismo o del comunismo, que no: es, más bien, la característica del cristianismo en cuanto a tal.

El mundo de ahora no es el de entonces, cierto. Pero el supremo paradigma de su vivencia evangélica es idéntico. También, pues, el de ahora espera de los cristianos signos de tal solidaridad, que pasa necesariamente a través de una vida en la que se pone en común lo que se es y lo que se tiene. La sociedad de nuestros días carga a menudo el acento en lo que se tiene, y mide a las personas por lo que tienen, no por lo que son, sin advertir que la solidaridad pide poner en común ambas cosas: lo que se es y lo que se tiene. La comunión es el más alto valor del cristianismo, llamado a empezar siendo comunidad, pero de comunión, requisito absolutamente indispensable para saber llegar a los demás en clave solidaria.

El salmo gradual -Sal.117- constituye un cántico de acción de gracias. La liturgia se muestra genérica en sus explicaciones --habla de peligros, de ataques enemigos, de liberación de la muerte--, pero es muy clara en el tema central, cuya esencia no es sino la victoria de Dios, día en que actúa Dios, milagro patente. Y asimismo es explícita la participación gozosa de toda la asamblea.

Si queremos llenar de sentido este salmo, pues, cumple pensar con la liturgia cristiana en la gran victoria sobre los enemigos y en la muerte, en el gran día en que actuó el Señor: en la resurrección de Cristo. Este es el milagro de los milagros, la maravilla de las maravillas y la victoria de las victorias, cuando Cristo desechado se convierte en piedra angular (Mt 21,42; Hch 4,11). He aquí el día de los días, que ordena todo el ciclo del año, conmemorado cada semana como «día del Señor» (Dies Domini o Dies dominica: domingo). Por eso se reza este salmo en el oficio dominical, como salmo de resurrección. Cristo resucitado encabeza la procesión de la humanidad para dar gracias al Padre haciendo partícipes a todos de su gozo y de su propia victoria.



El apóstol san Juan viene a la segunda lectura de la Misa de hoy echando una mano con su primera carta (1 Jn 5,1-6): Deja sentado en síntesis que amar a Dios es cumplir sus mandamientos, y que la fe en el Resucitado es total exigencia bautismal. Por eso mismo, el que cree que Jesús es el Cristo ha nacido de Dios, y el que cree que Jesús es el Hijo de Dios, vence al mundo. La amistad de Cristo y en Cristo nos hace universales. La unión de Jesús con el Padre lo ha llevado a amar a los amigos del Padre, a saber: a todos los hombres. Con esta actitud ha vencido el mal, ha impulsado la confianza. También nuestra fe comprende a cuantos Jesús ha amado; confiarse a él es hacerlo en los que él ama, por los que dio la vida. Se convierte entonces la fe en gusto por el compromiso, certeza gozosa del éxito, amor eficaz que se expresa con la naturaleza.

Sólo después de habérseles aparecido Jesús resucitado donándoles la paz y la alegría del Padre (Jn 20, 19-31), reconocen los discípulos el motivo y el valor de su muerte: Es, de hecho, de su propio costado herido y de sus manos traspasadas de donde brota para ellos la paz del Espíritu. La insistencia con la que Juan habla de las manos y del costado de Cristo evoca la previsión profética que no se había realizado para los Apóstoles bajo la cruz, debido a su debilidad: «Mirarán al que traspasaron» (Jn. 19,37). Es esa mirada la que cancela el pasado, quita el miedo, aleja el dolor y la misma vileza, y hace surgir el grito de la fe total y del amor: «¡Señor mío y Dios mío!».

Dos episodios brinda hoy Juan, independientes y de extraordinaria profundidad. El primero es la paz, que culmina con el «acta fundacional» de la Iglesia. Esa paz-don de Dios dado al mundo por medio de su Hijo es posible sólo porque Jesús ha vencido el pecado y la muerte. Don y conquista, porque debemos ser trabajadores y anunciadores del evangelio de la paz.

El segundo, lo relativo al incrédulo y creyente Tomás. Se nota la intención de Juan al redactarlo -final del evangelio-: un relato escrito para quienes no tuvieron la oportunidad de conocer, « ver y tocar» a Jesús; ellos son bienaventurados por que han creído sin haber visto. El día de la aparición Tomás no estaba. Tuvo dudas y pidió ver sus heridas.



Muy acertadamente comenta Benedicto XVI: «Tomás considera que los signos distintivos de la identidad de Jesús son ahora sobre todo las llagas, en las que se revela hasta qué punto nos ha amado. En esto el apóstol no se equivoca». Las llagas muestran la identidad entre quien murió en la Cruz y el que ahora se aparece. La resurrección es verdadera. Quien murió está vivo y conserva las señales de su sufrimiento redentor.

Las apariciones de Jesús confirman a los apóstoles, que adquieren así la certeza de la victoria de Jesucristo y creen. Pero el mismo Jesús anuncia: Dichosos los que crean sin haber visto (Jn 20,29). En la segunda lectura el apóstol san Juan indica algo parecido: «¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?» (1 Jn 5,1-6:5).De esa fe brota también la vida nueva, anticipo de ese triunfo, que se nos describe en los Hechos sobre la vida de las comunidades de la primitiva Iglesia (Hch 4,32-35).

El encuentro con el Resucitado se da a través de la fe. Para hacerla posible Jesús dispone a la Iglesia y dice a sus apóstoles: «La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20, 19). Y para que la Iglesia tenga la credibilidad necesaria y podamos reconocer su testimonio, el Señor les da el Espíritu Santo. Precisamente por el Espíritu Santo la Iglesia puede perdonar los pecados, y el hombre que recibe ese perdón experimenta el amor incondicional y liberador de Dios. La resurrección de Jesucristo nos alcanza haciendo de nosotros criaturas nuevas.

En nuestro encuentro con Jesucristo a través de la Iglesia surgen, a veces, dudas. Benedicto XVI señala, en ese sentido, el valor ejemplar de la incredulidad de Tomás y su posterior confesión. Tomás es importante al menos por tres motivos: Porque nos conforta en nuestras inseguridades; nos demuestra que toda duda puede tener un final luminoso más allá de toda incertidumbre; y porque las palabras que le dirigió Jesús nos recuerdan el auténtico sentido de la fe madura y nos alientan a continuar fieles a él.



La entrega de poner las cosas en común y abrirse a una comunidad de afecto les llevaba a ir confirmando lo que habían oído por la predicación. No sólo sabían que el Señor había resucitado, podían reconocerlo también en el rostro de los creyentes del entorno. El amor de las llagas de Cristo comenzaba a llenar a todos los hombres. El mismo epílogo, en fin, da el para qué del relato de Juan: «para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre» (20,31).

Volver arriba