14/15.8.25. Madre judía del Cristo cristiano

El signo de María, Madre de Dios en la carne, muestra que cada ser humano nace de Dios, naciendo de otros seres humano. Sin María, madre judía de Jesús, no existiría cristianismo Esta es la novedad, esta la suprema enseñanza de la encarnación, el principio de la  antropología mariana.

Dios no está fuera de los hombres, como idea superior, ni es tampoco una forma de sacralidad impositiva, ni el garante o poder de un sistema  que se eleva sobre los humanos. Al contrario, Dios se hace carne en cada carne humana, sin dejar así de ser divino, por medio de María, su madre judìa

Desde ese fondo se entiende la aportación suprema de María que es, en Dios,  la madre judía del Cristo cristiano.  Por eso, separar al Cristo cristiano de la madre de judía de Cana de Galilea (Jn 2) o de la Cruz de Jerusalén con el Discípulo amado (Jn 19) significa destruir el cristianismo

El Milagroso Icono Ortodoxo: Nuestra Señora del Signo (10 de diciembre ...

MADRE JUDÍA

El helenismo carecía de un Dios trascendente y personal; tampoco reconocía el valor de la 'carne' histórica. Por eso resultaba muy difícil aceptar la encarnación humana de Jesús Así pensaba Arrio, así pensaron con él muchos cristianos helenistas. Pues bien, en contra de eso, para defender la singularidad de Jesús, los obispos reunidos en Nicea (año 325) definieron que el mismo Jesús-carne es Hijo de Dios y tiene la naturaleza (ousia) de Dios Padre.   

En la línea del dogma anterior, el Concilio de Éfeso (año 431), afirmó que María no es sólo madre de un Jesús hombre o de un Cristo infra-divino sino del mismo Dios-Hijo encarnado. Ella es, por tanto, Theotokos, engendradora o madre de Dios «porque nació de ella el santo cuerpo dotado de alma racional, a la cual el Verbo se unió sustancialmente, se dice que el Verbo nació según la carne»  (Denzinger-Hünermann 250-251).

Este nacimiento carnal del Verbo de Dios constituye el principio y centro judío del cristianismo. No existe carne en general, pues ella va en contra de las ideas universales, que dominan el espectro filosófico del platonismo. La carne sólo existe en concreto, en el proceso de la generación humana. En un camino siempre frágil de fecundidad, relacionado con el nacimiento y con la muerte. No hay carne sin historia. Por eso, la madre humana resulta esencial para entender el cristianismo, como presencia y experiencia carnal de Dios.

Entendido así, este dogma (María es Theotokos:  Madre de Dios según la carne) no puede quedar encerrado en una filosofía helenista o en algún otro dualismo, sino al contrario: este dogma introduce personalmente a Dios en la carne de la humanidad concreta, rompiendo así los esquemas de todo espiritualismo eterno.

Allí donde se afirma que María es madre histórica de Jesús, Hijo de Dios, no puede existir idealismo ni separación de carne y alma (o espíritu); este dogma nos sitúa en el mismo corazón de la carne, de la realidad humana sufriente y gozosa, que nace y se expresa siempre en concreto (no hay carne-idea), abriéndose así al don de la vida y al destino de la muerte, en comunicación personal y esperanza de resurrección. 

Dios no es una idea,  una eternidad separada de la historia, sino Presencia  creadora y Vida que se encarna por María en la carne más concreta de la historia. Por eso, buscar a Dios no significa salir de la historia, especular sobre la esencia supramundana de las cosas o dominar poderosamente el mundo sino confesar la encarnación “carnal” del mismo Dios, en la carne de Cristo por María, su madre

Esto es lo que expresa el Concilio de Éfeso cuando ha expresado el dogma cristiano en el signo de la Theotokos, es decir, en el engendramiento carnal del Logos (= Verbo) de Dios por María. Ciertamente, existía Verbo, Dios como Palabra que se dice y actúa, viniendo a sí misma, en perfecta eternidad de vid.

 Este dogma del engendramiento carnal de Jesús no cierra caminos, a no ser los de la ideología espiritualista o los del particularismo dogmático de aquellos que pretenden adueñarse del Mesías. Este dogma no impone por la fuerza unos motivos teológicos, ni quiere excluir la variedad y riqueza de experiencias de la historia de la humanidad (recogidas muchas de ellas en la Biblia), sino que se limita a situarlas en el contexto más hondo y concreto, más novedoso y antiguo de la carne: allí donde lo divino se identifica con el despliegue concreto  del engendramiento mesiánico de Jesús.

 HUMANIDAD CRISTIANA.DOGMAS ANTROPOLÓGICOS (INMACULADA, ASCENSIÓN).     

           Demos un salto en los siglos, pasemos del principio de la iglesia (que de alguna forma ha culminado en los concilios de Éfeso y Calcedonia: 431 y 451d.C.), a la iglesia de los dos últimos siglos, llamada a situarse ante la antropología de la modernidad. Los nuevos cristianos sabemos ya que María no es  madre de un ser divino en general o de una de las divinidades sagradas (semi-cósmicas, semi-humanas) del paganismo antiguo o moderno, sino de Jesús, un hombre concreto, que ha vivido una historia muy honda de carne, es decir, de entrega comprometida y sanadora a favor de los excluidos por su carne (enfermos, impuros, expulsados), que culmina con la entrega de su vida, condenado a morir en una cruz.

En esa línea decimos que María ha sido  Madre de Dios siendo madre concreta de un hombre encarnado en el centro de la historia de los hombres.  

María no es madre espiritual de una naturaleza abstracta (que no existe), sino madre histórica (carnal) de Jesús, hombre concreto, Hijo de Dios. Desde ese fondo podemos y debemos evocar los momentos históricos de su maternidad personal, en un proceso en el que destacamos nacimiento, despliegue biográfico y muerte.  Ciertamente, las relaciones de María con Jesús han de situarse en el contexto más amplio de su historia total, como mujer y persona,  que se relaciona de un modo personal con Dios y  con el pueblo israelita y con José, con sus restantes familiares (los «hermanos» de Jesús) y con el conjunto de la iglesia. Como seguiremos indicando, las relaciones de María con Jesús no son excluyentes ni únicas, sino que se sitúan dentro de un abanico más amplio de referencias de conversación y generación, de solidaridad y de apertura creadora[1].

  1. Madre iniciadora, despliegue de la vida. La madre empieza siendo aquella que 'da a luz', poniendo al hijo fuera de sí y engendrándolo a través del afecto y palabra carnal, para que así pueda asumir su libertad y realizarse por sí mismo. Normalmente esta función la realiza la mujer con el varón, de manera que actúan ambos juntos, padre y madre (con el resto del grupo o sociedad en que están insertos), en diálogo de complementariedad personal, aunque el influjo de cada uno varía en los diversos casos y culturas.

En este contexto resulta muy significativa la aportación de la antropología judía, tal como ha sido recogida de forma genial por F. Rosenzweig, en su manea de ver la oposición entre judaísmo y cristianismo. A su juicio, el judaísmo está vinculado con algo que se adquiere en el mismo nacimiento, definido por los padres, es decir, por el mismo pueblo, entendido como gran útero materno; por eso, los judíos no tienen que re-nacer (nacer a otro nivel de existencia) para encontrarse a sí mismos, sino que les basta con volver al origen del que han provenido

Por el contrario, los cristianos  no nacen, sino que se hacen: el cristianismo es algo que está fuera de la vida natural, algo añadido, que se expresa en instituciones exteriores, de tipo eclesiástico. «El misterio del nacimiento, que en el caso del judío le acontece al individuo, se halla aquí antes de todos los individuos: en el milagro de Belén. Ahí, en el origen de la Revelación, que es común para todos los individuos, tuvo lugar el nacimiento primero, común a todos ellos. El ser innegable, dado, originario y perdurable de su cristianismo no lo hallan estos en sí, sino en Cristo»[2].

Estas palabras inquietantes y luminosas del judío Rosenzweig, uno de los mejores conocedores del cristianismo del siglo XX, nos sitúan en el mismo centro de la mariología. Rosenzweig supone que los judíos  son un pueblo «natural», que nace de una madre (de un pueblo materno) que le ofrece lugar en la vida, de manera que a cada uno le basta con ser aquello que ha recibido; volver al origen del nacimiento, vincularse a la madre, eso es ser judío.

Por el contrario, los cristianos tienen que dejar a la «madre natural»: así deben superar su nacimiento particular (pagano, sometido al pecado original de una historia de pecado), para re-nacer en un plano de «espíritu», es decir, de universalidad. Situada en esta perspectiva, la Virgen Santa María, la madre mesiánica de Jesús, ya no es para los cristianos la madre  carnal concreta que engendró un día a Jesús, sino una «madre ideal», en la línea de la espiritualidad gnóstica (o platónica), que los cristianos han inventado para universalizar la tradición judía (desligándola de su identidad concreta, de pueblo elegido y distinto).

  1. Madre del hijo muerto, fracaso de la madre. Normalmente, la madre muere antes que el hijo, que le acompaña en el trance de la despedida. Pero en el caso de Jesús nos hallamos ante el acontecimiento, menos frecuente, pero muy significativo, de la madre que asiste a la muerte del hijo, de manera que puede sentirse fracasada: no ha engendrado a un hijo que pueda sobrevivirle, en la historia de la vida, sino a un hombre que muere derrotado, antes de tiempo, destruido en plena juventud por las ruedas de violencia de la sociedad o de la historia. Esto ha sucedido a Jesús: ha recorrido su frágil camino de carne, en gesto de solidaridad, ofreciendo su mensaje a los pobres y excluidos de su pueblo, enfrentándose con ello al sistema sagrado de Israel y al orden imperial de Roma, que le han condenado a la cruz. La tradición afirma que el conjunto de sus discípulos y amigos han huido, dejándole solo en la muerte, pues tenían miedo de compartir su camino. Pero la misma tradición añade que, al lado de la cruz se han mantenido unas mujeres, y de un modo especial su madre, como testifica Mc 15, 40  (al menos veladamente) y  como ha destacado de manera temática muy honda Jn 19, 26-27[3].

Esta imagen del hijo que muere, dejando a la madre doblemente viuda, sin marido y sin posibilidades de descendencia, aparece en algunas de las tradiciones escatológicas y apocalípticas más repetidas de Israel, como ha recogido de manera impresionante en el libro Cuarto de Esdras. La Doncella-Viuda de Israel llora sin  consuelo por la muerte de sus hijos (cf. Mt 2, 16-18). Aquí nos encontramos ante el límite de las posibilidades de un judaísmo nacional como el Rosenzweig (y el de otros judíos, como E. Lévinas, de los que hablaremos luego). Este es el límite de toda religión particular, de todo engendramiento. Pues bien, precisamente aquí, en el lugar donde parece que la maternidad fracasa, allí donde parece que se han roto todas las relaciones de Dios son su pueblo y la historia no tiene ya ningún sentido, viene a situarnos el evangelio cristiano. De esta forma se acaba y culmina la maternidad de Maria, como proceso carnal de diálogo con su hijo, que puede y debe recrearse, de un modo pascual, en la comunidad del Discípulo Amado.

Sólo allí donde la madre está dispuesta a la muerte de su hijo (que es más que la muerte de ella misma) puede iniciarse un proceso de nueva y más alta comunión. Situada ya en este contexto, la maternidad de María sólo puede entenderse y valorarse de un modo pascual, como un elemento de la antropología del Cristo resucitado[4].

Formulaciones concretas

 Desde el esquema anterior se entienden los dogmas antropológicos de la mariología católica más reciente (Inmaculada y Asunción), que no han sido totalmente aceptados por el conjunto de las iglesias, de manera que se encuentran todavía en período de recepción. Ciertamente, estos dogmas han surgido a partir coordenadas culturales antiguas, en gran parte superadas (son como el resto de una iglesia medieval y barroca que no había entrado todavía en la modernidad). Por otra parte, ellos suscitan dificultades para unas iglesias, como las protestantes, más centradas en Jesús como Palabra, que en los posibles privilegios de su Madre.  Pero, mirados con más hondura, desde la perspectiva de la carne pascual, ellos pueden abrir caminos de experiencia y de vinculación cristiana muy valiosos para el futuro. Desde ese fondo, como expresión de una antropología inclusiva, abierta a todos los cristianos y en el fondo a todos los hombres y mujeres de la historia humana queremos ahora presentarlos. María no aparece en ellos simplemente como «la mujer», en contraposición con los varones, sino como la cristiana ejemplar, como la persona humana ya realizada, en el camino entero que va del nacimiento a la muerte[5]

Estos son dogmas antropológicos y pascuales que sólo han podido expresarse a lo largo de una determinada historia de la iglesia. Carece de sentido buscar su demostración o prueba en la Escritura, pues sus presupuestos e intereses desbordan los planteamientos de los creyentes de las comunidades más antiguas (del tiempo en que se escribieron los libros del Nuevo Testamento y los grandes tratados de los Padres de la Iglesia). Sin embargo, vividos desde la totalidad del misterio cristiano, esos dogmas resultan no sólo coherentes, sino que pueden iluminar el sentido más hondo de la vida humana, tal como ha venido desplegarse en María, la Madre de Jesús.

Inmaculada Concepción. El hombre ser natal. Las disputas sobre la eugenesia, con todo lo que implican sobre la posible manipulación del origen humano (fecundación partenogenética e implantación in vitro, clonación y gestación extrauterina...), han cambiado de forma radical las formas anteriores de relacionar placer sexual y pecado original. Ya nadie puede vincular en serio la generación con el pecado, como se ha venido haciendo por siglos. A pesar de ello, existe el misterio y problema de la generación y resulta más fuerte que en otros tiempos. Este es misterio de la «santidad» de la generación y nacimiento humano, que aparecen como signo y presencia del Espíritu de Dios, de manera que podemos afirmar que todo verdadero nacimiento humano es obra del Espíritu, ampliando así la formulación mariana. Pero, al mismo tiempo, la generación se ha convertido en problema clave, en el momento central de una gran disputa en curso sobre el sentido, límites y riesgos de la manipulación y/o mejora genética..

La iglesia sabe que hay un tipo de «pecado original», un poder histórico del mal que nos precede y amenaza, vinculada a nuestra propia violencia, a las estructuras sociales de  muerte que dominan sobre el mundo. Durante siglos se ha pensado que ese pecado se expresaba de forma privilegiada en el placer sexual y en los procesos de la concepción. Pues bien, en contra de eso, Pío IX definió en 1854: «la doctrina que sostiene que la Beatísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios Omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús, Salvador del género humano, está revelada por Dios y debe ser creída...»  (Denzinger-Hünermann 2803). Este dogma nos introduce en el lugar de las disputas sobre el origen pecaminoso del ser humano, en un contexto donde la misma concepción aparecía vinculada a un tipo de 'suciedad' básicamente sexual, para transformar de raíz esos presupuestos.  

Este dogma tiene un carácter pro-sexual: la cohabitación fecunda de Joaquín y Ana queda integrada en la providencia de Dios, es un gesto de gracia. La misma carne, espacio y momento de encuentro humano del que surge un niño (María) aparece así como 'santa', es decir, como revelación de Dios. Este dogma tiene un carácter genético y natal: el origen del hombre, con todo lo que implica de fecundación y cuidado de la vida que se gesta, viene a presentarse como revelación de Dios. En este contexto, la santidad está vinculada a la misma vinculación genética de los padres (a su amor total) y, de un modo especial, al surgimiento personal del niño (en este caso de la niña) que nace por cuidado y presencia especial de Dios. Este «dogma» es inclusivo, no excluyente: lo que se dice de María puede y debe afirmarse de cualquier vida que nace. Toda historia humana es sagrada, presencia de Dios (es inmaculada, por utilizar el lenguaje del dogma), pero no por algún tipo de racionalidad abstracta, sino «en atención de los méritos de Cristo». Cada vida que nace es, según eso, una revelación del misterio mesiánico, abierto a la promesa de la Vida que es Dios.

2. Asunción en cuerpo y alma, el hombre ser mortal. El hombre es un ser que nace «por gracia de Dios» y que parece morir por múltiples razones (por condición biológica, por experiencia biográfica, quizá por algún tipo de pecado...). Lo cierto es que sólo el hombre muere, pues él es el único que nace. Las restantes plantas y animales ni nacen ni mueren, pues forman parte de un continuo biológico, sin identidad personal. Cada hombre, en cambio, es auto-presencia, se identifica consigo mismo desde Dios, es único en el mundo y en la historia. «Por la muerte, por el miedo a la muerte empieza el conocimiento del Todo... Todo lo mortal vive en la angustia de la muerte; cada nuevo nacimiento aumenta en una las razones de la angustia, porque aumenta lo mortal». Así comenzaba Rosenzweig su libro más inquietante y luminoso de antropología judía[6].Pues bien, este morir puede entenderse como expresión del amor de Dios, como momento culminante de una personal de encuentro con Dios y de apertura a los demás. Esto es lo que han descubierto los cristianos en la Pascua de Jesús; eso es lo que la Iglesia ha expandido y aplicado a María.

 Rosenzweig supone que muchos filósofos y pensadores religiosos han querido engañar a los hombres con la mentira piadosa de que ellos son inmortales, añadiendo que la muerte es una pura apariencia. Pues bien, ese consuelo es mentiroso y se sitúa en la línea de la evasión gnóstica o espiritualista. Ninguna respuesta compasiva puede aquietar a los hombres, que nacen y mueren, ninguna teoría teórica puede convencerles. No hay más respuesta que la fe en el Dios de la Vida, que se expresa en la propia entrega de la vida a favor de los demás, es decir, en el camino y entrega de la muerte, no en contra de ella. Sólo se puede superar el dolor de la muerte aceptándola. Esta es la fe que los judíos siguen poniendo en manos del Dios en quien esperan, es la fe que los cristianos descubrimos y proclamamos en la resurrección de Jesús quien, al morir por los demás, ha desvelado y realizado por su pascua el gran don de la vida de Dios.

En esta línea se entiende el dogma de Asunción de María, que Pío XII definió en 1950, poniendo de relieve la vinculación de la Madre con su Hijo Jesucristo, diciendo: que «la Inmaculada Madre de Dios... cumplido el curso de su vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial» (Denzinger-Hünermann 3903). La vida en la tierra aparece así como un curso, una carrera, que se expresa en formas de carne, de riesgo de muerte. Pues bien, cumplido ese curso vital, que había comenzado por el nacimiento, María ha sido asumida (assumpta) a la gloria de Dios, que se identifica con la misma  Resurrección y Ascensión mesiánica de su Hijo Jesús[7].  

          Estos dogmas (el de la Inmaculada y el de Asunción, uno en  nivel de la natalidad, otro en el nivel de la mortalidad) se  vinculan entre sí, tranzado las líneas básicas de la antropología cristiana, desde la perspectiva de María. Ellos sitúan en el centro de una fuerte simbología teológica, que vincula el nacimiento al amor de Dios y la muerte al despliegue de su Vida en Cristo, como Amor que se expresa en el mismo gesto de la muerte donde culmina una vida que se ha desplegado al servicio de los demás.

Carece de sentido hablar de una Inmaculada o de una Asunción exclusivas de María,  pues ello iría en contra del gran principio  de la unión de los creyentes en la carne. Los artículos finales del de la confesión de fe (creo en  la comunión de los santos y en la resurrección de la carne) sólo pueden entenderse si es que ellos se vinculan entre sí, de manera que se hable al mismo tiempo de una comunión de la carne inmaculada de la historia (no un plano de ideas o principios generales), para superar  así el pecado y la injusticia de la tierra, y de una resurrección de los muertos, en la culminación de historia, donde todo al final llegará a ser inmaculado[8].

  MARIA, UNA CARNE UNIVERSAL: ENGENDRAMIENTO Y ENCUENTRO INTERHUMANO

  Plano israelita. María está en el centro del proceso de la fecundidad humana.  Pero ese proceso sólo puede comprenderse en sentido cristiano desde un contexto de mesianismo y esperanza israelita. María ha sido y sigue siendo un 'don israelita', una mujer que puede y deber ser compartida tanto por judaísmo nacional como por el judaísmo mesiánico (de los cristianos). Ella ha vivido y muerto como judía; como judía ha sido madre y ha dado a luz a Jesús. Por eso, si en un momento dado, por la causa que fuere, los cristianos han combatido o combaten contra de los judíos (en cualquier tipo de antisemitismo), ellos se niegan a sí mismos, pues niegan el origen y sentido fundante de Cristo, tal como aparece vinculado a su Madre María. Ciertamente, el cristianismo puede y debe dialogar también con las restantes religiones, pero el diálogo con el judaísmo será siempre de un tipo distinto, pues el camino de Israel, tal como podemos verlo culminado de algún modo por María, la madre de Jesús, forma parte de su misma identidad.

Este diálogo del cristianismo con el judaísmo (y con las demás religiones) debe hacerse en un nivel de comunión de carne, es decir, de comunicación de vida, en un nivel de nacimiento y muerte.  María, en cuanto persona concreta (y de un modo especial en cuanto madre) es carne, en el sentido más hondo más hondo de la palabra: ella es don y comunión de vida, por encima de todas las posibles teorías o sistemas, de tipo sacral o social.

Por eso buscamos desde ella un diálogo carnal, superando el riesgo gnóstico de la iglesia antigua, rompiendo los barrotes o paredes de esa cárcel de hierro donde parece encerrarnos el sistema (según palabras ya clásicas de M. Weber). En esta lìnea ha sido un símbolo cristiano poderoso. Ella podrá serlo en el futuro, como iremos señalando, desde la perspectiva de algunos padres y hermanos judíos.

Lévinas, el infinito como fecundidad

El diálogo de María con Dios (cf. Lc 1, 26-38) y su fecundidad mesiánica son para los cristianos la expresión paradigmática y definitiva de «ruptura del sistema»  (del ente cerrado), que está en el centro de la propuesta de Lévinas. El modelo filosófico de Lévinas desborda el nivel del monólogo lógico y del sistema social, situándonos en el lugar donde es posible un desbordamiento fecundo, un camino de fecundidad mesiánica. En el fondo, para Lévinas, todo engendramiento es un signo mesiánico, todo nacimiento es revelación del Dios infinito. El camino de la revelación de Dios (de la salvación) no consiste, por tanto, en salir de la historia, para situarse en un nivel de eternidad espiritual, porque la eternidad se está revelando en la misma historia, en el rostro del pobre, en el niño que nace. Es evidente que aquí no está el Cristo cristiano, pero está el lugar en el que puede situarse; desde este lugar puede hablarse de María la madre mesiánica. Aquí no tenemos todavía una mariología, pero tenemos una antropología en la que tiene sentido la mariología bíblica, superando de una vez y para siempre el riesgo gnóstico.  

Hanna Arendt: el hombre, ser natal.

 Arendt (1906-1975) supone que sólo existen en la historia tres realidades o gestos que hacen posible la vida del hombre: el perdón, que es capaz de recuperar el pasado, sin cerrarlo en el círculo destructor de la violencia, la capacidad de prometer, es decir, el pacto que permite a los hombres trazar un futuro, y finalmente el amor, vinculado a la fecundidad. Aquí destacamos este último rasgo, pero indicando que sólo el amor puede perdonar de verdad (superando la esclavitud del pasado) y puede crear un futuro, rompiendo la separación que se establece siempre entre las personas:

El amor aparece así como principio mesiánico, que nos saca del mundo y nos hace volver a él, pero de un modo nuevo, con el hijo con quien se inicia el nuevo nacimiento. Entendido así, el amor es apolítico (no se inscribe en el plano de ningún sistema) y, sin embargo, es la más poderosa de todas las fuerzas existentes, es la revelación de lo nuevo. «Sin la articulación de la natalidad estaríamos condenados a girar para siempre en el repetido ciclo del llegar a ser, sin la facultad para deshacer lo que hemos hecho...» (Ibid. 265). El amor generador, lo mismo que el perdón (vinculado al pacto, que nos permite trazar con nuestra palabra un futuro),  rompe la fatalidad del pasado y nos capacita para vivir en esperanza de una reconciliación que vendrá. Desde ese fondo ha vinculado H. Arendt, de una manera profética, la capacidad de perdón (que es el sentido radical de los milagros de Jesús) y la experiencia mesiánica de la natalidad, que viene a expresarse de forma paradigmática en el nacimiento de Jesús:  

El milagro que salva al mundo, a la esfera de los asuntos humanos, de su ruina normal y «natural» es en el último término el hecho de la natalidad, en el que se enraíza ontológicamente la facultad de la acción. Dicho con otras palabras, el nacimiento de nuevos hombres y un nuevo comienzo constituye la acción que son capaces de emprender los humanos por el hecho de haber nacido. Sólo la plena experiencia de esta capacidad puede conferir a los asuntos humanos fe y esperanza, dos esenciales características de la existencia humana que la antigüedad griega ignoró por completo, considerando el mantenimiento de la fe como una virtud muy poco común y no demasiado importante y colocando la esperanza entre los males de la ilusión en la cada de Pandora. Esta fe y esperanza en el mundo encontró tal vez su más gloriosa y sucinta expresión en las pocas palabras que en los evangelios anuncian la gran alegría: «Os ha nacido hoy un Salvador»[9].

 Estas palabras de una judía universal, que ha dirigido su mirada de vigía profética a través de las oscuridades del siglo XX pueden servirnos de referencia para todo este trabajo. Ellas nos conducen más allá de la racionalidad griega, que Lévinas identificaba con la lógica del todo, es decir, de la identidad de un mundo que se cierra consigo mismo, hasta el lugar donde es posible la acción más alta, propia de la fe y de la esperanza, la acción que traza un nuevo comienzo, simbolizado en los milagros de Jesús, es decir, en la capacidad de surgimiento de lo nuevo.

  1. Arendt nos sitúa en ese lugar muy preciso donde el milagro de la vida se identifica con el perdón, es decir, con la superación de la cadena del pecado, de la acción y reacción que tenía a los hombres sometidos (como hemos podido evocar al tratar de la Inmaculada Concepción de María), para abrirnos a la acción más alta (fuera ya de toda reacción) de la vida mesiánica, es decir, de la vida creadora, en esperanza de futuro.

De esa forma se vinculan perdón  de los pecados y nacimiento de una vida nueva (como de alguna forma evocaba el dogma de la Inmaculada Concepción de María). En esta línea se abre la puerta el mesianismo radical, que Lévinas interpretaba como fecundidad. Esta es la novedad del nacimiento que nos sitúa una vez más ante las palabras primordiales del menaje cristiano, allí donde el ángel de Dios proclama «Os ha nacido un Salvador» (Lc 2, 11), recogiendo la esperanza de Israel (expresada de un modo muy particular por el 2º Isaías) y el deseo universal de todos los pueblos. Este nacimiento salvador puede interpretarse en unas claves utópicas (de mesianismo secular, quizá de un tipo de marxismo); pero, entendido de manera isrealita, nos sitúa en el lugar de la esperanza mesiánica que va creciendo y trazándose dentro de la misma historia, asumiendo y superando por dentro su dinámica de muerte (sin evasiones espiritualistas).

De esta forma se invierte la tendencia que había podido observar al ocuparnos de la gnosis. Allí se devaluaba cada nacimiento y se hacía de la entrada del hombre en el mundo una desgracia; por eso, toda madre aparecía en el fondo como prostituta, vendida por placer o conveniencia de muerte al poder del antidios. Aquí, en cambio, el nacimiento es promesa de vida y cada  madre signo de Dios. «Según Arendt, desde la profecía bíblica “de nosotros nacerá un hijo”, un destello escatológico ilumina todavía todo nacimiento, al que se vincula la esperanza de que algo totalmente otro romperá la cadena del eterno retorno»[10].  Esa profecía del Libro del Emmanuel (Is 7-12; cf. 7, 14) puede interpretarse como punto de partida de la antropología mariana, en perspectiva israelita.

Así podemos superar la gnosis, un tipo espiritualismo que separe el «concebido por obra del Espíritu Santo» del «nacido de María Virgen», pues en María la fecundidad creadora y el poder del perdón. María es signo de un diálogo en la carne, que se abre por Jesús a todos los hombres, en perdón y alianza concreta (pan y vino: eucaristía), en experiencia de vida. Este no es un diálogo de ideas, como suponía el helenismo antiguo y moderno, en perspectiva de racionalidad que tiende a separarse de la historia y carne de los pobres. Tampoco es diálogo en pura interioridad, como el de la gnosis, que corre el riesgo de olvidarse de la vida concreta de los pobres. Tampoco es diálogo del sistema, que termina siendo imposición de los poderosos o del Todo, que excluye de su círculo de influjo y poder a los más pobres. Este es un diálogo en la carne, en la vida concreta que se abre por la natalidad y que culmina superando la muerte, allí donde los que mueren ponen su vida en Dios poniéndola en manos de los hombres, como vemos en la Ascensión de María[11].

  Conclusión: Santa María de la encarnación cristiana

          Los cristianos saben que Dios nos ha hablado para siempre en la carne (unir Jn 1, 14 con Heb 1, 1), que así viene a presentarse  comoprincipio y medida de toda salvación, conforme a una famosa palabra de Tertuliano[12]. Muchos esperaban otro tipo de Mesías: vencedor-guerrero dentro de la misma historia, salvador escatológico fuera de la historia...  Jesús fue  un Mesías de la carne,  un hombre que vivió en fidelidad su amor a los demás hasta entregar su vida por ellos, es decir, hasta darles su carne. No ofreció cosas externas. Nos enseñó a ser lo que somos, en fidelidad a la vida concreta, en gesto de curación, en esperanza de resurrección.       

Desde esa perspectiva podemos y debemos hablar de su madre, a la que vengo presentando como primera cristiana o creyente de la iglesia y, en un sentido quizá un poco aventurada, como primera persona de la historia, vinculándola de un modo especial con el Padre, que es Primera Persona de la Trinidad.[13] María no es primera persona (= Nueva Eva), por ser diosa, ni tampoco estrictamente por ser madre, sino por ser creyente y dialogar con Dios, dialogando de un modo carnal (es decir, cuerpo y alma) con los hombres. Así quiero presentarla como signo concreto de esa comunión de carne que se expresa por Jesús y puede vincular muy en concreto a todos los humanos, en fidelidad a su historia, en esperanza de resurrección, desde los más pobres.

La tarea principal de los humanos consiste en hacerse personas, recibiendo la vida unos de otros, en la carne, en un proceso de afirmación individual, en libertad, en forma natal y mortal (desde el nacimiento hasta la muerte). Esta es la forma de ser de los hombres, la forma de recibir de Dios la vida, como carne, en encuentro mutuo, en experiencia compartida de amor, que se abre en un milagro de fecundidad. Somos en cuanto acogemos la vida y la asumimos, compartiéndola de un modo carnal (en sufrimiento y gozo dialogado), en libertad.

No venimos al mundo ya hechos, no somos personas sólo por nacer biológicamente en un continuo vital, sino porque otros (unos padre, en sentido extenso: normalmente padre y madre) nos introducen con su amor en el camino de la vida personal, haciéndonos nacer por la entrega del cuerpo y la palabra, por la acogida personal y por la educación constante, a través de la cual se revela el Espíritu de Dios en nuestra vida. De esa manera nacemos y somos, como hijos de Dios, desde y con los otros humanos. 

De esta forma venimos a ponernos, sorprendentemente, ante los problemas que planteaba la gnosis al principio de la iglesia, pero ahora podemos resolverlos de una forma distinta, con la ayuda de la antropología judía, de la que acabamos de hablar. Nacemos del Espíritu de Dios (plano de trascendencia), naciendo de la cadena genética de la vida (plano de naturaleza), naciendo, al mismo tiempo, de la comunión de vida personal de unos padre, de una sociedad (plano humano). Desde una perspectiva cristiana, los tres planos están vinculados, de manera positiva, no en forma de competencia (lo que se atribuye a uno se le quita al otro), sino de implicación interna, esto es, de encarnación.

La gnosis antigua y moderna ha corrido el riesgo de ignorar la función de la biología y de la historia o comunión humana, como si Dios tuviera que entrar en el mundo desde fuera, exigiendo para ello un hueco  biológico o humano. La gnosis antigua y moderna habla de la paternidad-maternidad de Dios, pero tiende a separarla de la humana, como si los padres de este mundo no influyeran en la vida y acción de las personas, como si la conexión social e histórica fueran secundarias, como si debiera romperse la cadena biológica para que se confirmara la entrada de Dios en la carne. En contra de eso, preferimos interpretar en forma positiva la palabra de palabra de Pablo en Gal 4, 4: «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer..».  Pues bien, la mujer-madre María pertenece a la plenitud de los tiempos, a la plenitud de la generación humana en línea de carne, en experiencia de entrega personal. Desde ese fondo queremos introducir el correctivo antropológico mariano, en perspectiva teológica, individual y social, para plantear mejor el tema de la encarnación en nuestro tiempo. 

Riesgo gnóstico y materialista, dominio del sistema. Vivimos en un mundo donde muchos parecen empeñados en perder su más hondo valor de personas carnales (encarnadas). Algunos valoran solamente la dimensión del espíritu, entendida como libertad individual, pero luego quedan de hecho aplastados bajo el peso del sistema dominante.[14] Otros hablan mucho de carne o materia, como si ella fuera el único valor, pero luego la someten de hecho y se someten al sistema objetivado, que se vuelve absoluto y se separa de la vida y carne concreta de los hombres, para utilizarles. Materialismo y gnosis espiritualizante quedan de esa forma englobadas bajo un mismo sistema económico-administrativo que determinado y define la vida de los hombres. Sobre el cuerpo-materia sin espíritu y sobre el espíritu sin cuerpo se eleva un tipo de ley objetiva, inhumana, que impide que los hombres se comuniquen en concreto, en la carne inmediata de la vida. En ese contexto hemos querido evocar la figura y presencia de María, madre carnal de Jesús, persona que abre su amor de humanidad, de carne, hacia todos los humanos.

Correctivo teológico-mariano. Dios de gratuidad carnal. En contra de la visión anterior, el Dios cristiano no se escinde de la vida. No es el espíritu separado de la materia, ni la idea desligada de la vida, ni la materia sin espíritu, sino Presencia de vida, Palabra que se expresa en la materia, enriqueciendo de esa forma la carne de la humanidad. 1. Dios es 'creador del cielo y de la tierra', de tal forma que su influjo está vinculado a la experiencia y vida humana, entendida como 'carne', fragilidad compartida y abierta al amor. Por eso, sobre el falso universalismo helenista de la idea (que se vuelve pronto ideología), queremos elevar la apertura universal de la carne, capaz de resucitar en Dios, vinculando a todas las personas. 2. María es carne agraciada (cf. Lc 1, 26-38), como un espejo en el que puede descubrirse el rostro de Dios, que dialoga con ella. En ese contexto decimos que ella es signo de gratuidad carnal, de la carne que se expresa como fuente y espacio de vida compartida. Es madre humana y divina en la carne, porque expresa el don de Dios que es Padre-Madre, que regala su vida y vincula a todos a través de su Palabra, Jesucristo[15].

  1. Correctivo social-mariano. La carne es siempre individual, es mía, está vinculada a mi gozo y sufrimiento, al despliegue de mi propia vida frágil, que se expresa en mi 'yo', que es auto-presencia en relación. Por eso, al mismo tiempo, por constitución interna, la carne es un don recibido y compartido, que sólo existe en la medida en que se acoge y se ofrece, en experiencia de comunicación frágil, gratuita, emocionada de generación y comunión. Los ideas, incluso (y de un modo especial) las de tipo religioso, pueden convertirse en principio de oposición y juicio, de violencia y dictadura, cuando se separan de la vida concreta de los hombres y mujeres. Por el contrario, la fragilidad de la carne nos vincula, de un modo universal (católico), en generación de vida y en comunión con los necesitados, por encima de toda posible ideología o raza humana Por la carne nos unimos musulmanes y cristianos, judíos y paganos, en un mismo camino de vida que sólo existe en la medida en que se acoge y engendra, se regala y comparte. En este contexto aparece María, como engendradora de Dios por su carne (es decir, por su vida entera). Ella asume y simboliza la fecundidad y el riesgo de la vida compartida: no elabora teorías sacrales, no construye sistemas de tipo social o religioso, sino que asume y cultiva la presencia de Dios en la misma fragilidad  desbordante de su carne, acogiendo y engendrando vida, en gesto de comunicación universal[16].

Este signo de María, que es Madre de Dios en la carne, nos muestra que cada ser humano nace de Dios, naciendo de los otros, de manera que puede entenderse a sí mismo como vida-carne de Dios, formando parte de la historia y comunión de carne humana. Esta es la novedad, esta la suprema enseñanza de la encarnación, el principio básico de la  antropologíamariana. Dios no está fuera de los hombres, como idea superior, ni es tampoco una forma de sacralidad impositiva, ni el garante o poder de un sistema  que se eleva sobre los humanos. Al contrario, Dios mismo se hace carne en cada uno de los hombres, sin dejar por eso de ser divino o, mejor dicho, siendo así  verdaderamente divino.

notas

 [1] Como he indicado ya, estos momentos de la antropología han sido destacados por X. Zubiri, Sobre el Hombre,  Alianza, Madrid 1986, 441-676. Ellos están igualmente en el centro de la obra clave de H. Arendt,  La condición humana, Paidós, Barcelona 1993, que ha destacado el carácter natal y mortal del hombre.

[2] F. Rosenzweig, La estrella de la redención,  Sígueme, Salamanca  1997, 465.

[3] He valorado el testimonio de Marcos en Pan, casa y palabra. La iglesia en Marcos,  Sígueme, Salamanca 1998. De Juan he tratado en Amiga de Dios,  Paulinas 1997.

[4] El tema del dolor de la madre por la muerte del hijo, que no es simple dolor físico, ni psicológico, sino expresión de un fracaso radical de maternidad, está en el centro de algunos textos básicos del Nuevo Testamento: no solo de Jn 19, 26-27 y de Mt 2, 16- 18 (como puede verse por los comentarios), sino también en Lc 2, 33-25, como he mostrado en  La Madre de Jesús, Sígueme, Salamanca 1990, 167-186. Este es un tema que está en el fondo de mi Antropología Bíblica,  Sígueme, Salamanca  1194. Desde una perspectiva judía, ante la ruina del “hijo” muerto (ante la destrucción de gran parte de Israel en el Holocausto de 1938 a 1945), ha elevado su más honda antropología E. L. Fackenheim, La presencia de Dios en la historia. Afirmaciones judías y reflexiones filosóficas, Sígueme, Salamanca  2002. Pienso que todo lo que sigue puede entenderse como respuesta a sus preguntas, desde una línea cristiana, en la que Jesús aparece como el Pueblo de Israel que muere (para renacimiento del Israel universal).

[5] Al dogma cristiano pertenece no sólo la definición (hecha por un Concilio o Papa), sino también, y de un modo especial, la recepción: es decir, la acogida y desarrollo de ese dogma dentro de la comunidad cristiana, cosa que puede durar mucho tiempo (como sucedió con las  declaraciones de Nicea y Calcedonia).  Son muchos los que piensan que hubiera sido mejor que no se hubieran hecho esas definiciones, que sería mejor olvidarlas. Otros pensamos que, a pesar de algunas cuestiones de fondo, ellas pueden ofrecer un aporte muy significativo para la comprensión del misterio cristiano, en un camino de diálogo eclesial y cultural que sigue abierto. Evidentemente, ellas no pueden imponerse, sino sólo ofrecerse en gesto dialogal, a los ortodoxos y protestantes; sólo podremos decir que esas definiciones se vuelven dogmas de verdad si logramos ofrecerlas como camino de humanización al conjunto de las iglesias.

[6] La Estrella de la Redención,  Sígueme, Salamanca  1997 43-44.

[7] El dogma no dice cómo murió María y algunos han podido afirmar que fue arrebatada directamente (sin haber muerto en el sentido externo) a la Gloria del Cristo, como 1Tes 4, 17 supone para los justos de la última generación. Sea ello como fuere, la iglesia sabe que María ha culminado su camino, alcanzando la gloria mesiánica de Cristo, su Hijo, y abriendo un camino para el conjunto de la humanidad, que está siendo elevada en carne a Dios.

[8] En esta línea se sitúan algunos trabajos anteriores que he venido realizando sobre el tema, que han desembocado de un modo especial en La Madre de Jesús,  Sígueme, Salamanca, 1990, 229-406. Cf. también «María y el Espíritu Santo»: EstTrin 14 (1981) 3-82; «El Espíritu Santo y Jesús»»: EstTrin 16 (1982) 3-79; «Hijo Eterno y Espíritu de Dios»: EstTrin 20 (1986) 227-311 (recogidos parcialmente en Dios como Espíritu y Persona,  Sec. Trinitario, Salamanca 1989)..  

[9] Ibid 266

[10] J. Habermas, El futuro de la naturaleza humana,  Paidós, Barcelona 2002, 81.  Sin atreverse a fundar su argumento sobre motivos cristianos, Habermas apoya su alegado a favor de la vida (en contra de la manipulación genética) sobre una experiencia bíblica, que nos sitúa muy cerca de la Navidad Cristiana.  Desde aquí puede abrirse un camino fecundo de diálogo entre la antropología y la mariología. Cf. H. Arendt,  O. c. 21-25, 388-341.

[11] Este ha sido el motivo central de la antropología mariana: Dios se ha encarnado en Jesús y, como signo y garantía de esa encarnación, el Nuevo Testamento y la iglesia posterior ha situado la figura de María. Sobre el tema filosófico de fondo, en perspectiva cristiana, cf.  M. Henry, Yo soy la Verdad, Sígueme, Salamanca, Salamanca 2001; Id., Encarnación,  Sígueme, Salamanca  2001. Sus afirmaciones pueden ser valiosas para elaborar una antropología mariana, aunque no están libres de un riesgo de deslizamiento gnóstico. Cf.. P. Fernández B., «Fenomenología francesa y teología»:  Revista de Occidente 258 (2002) 124-147

[12] «Caro salutis est cardo»  ("La carne es soporte de la salvación"), cf. Tertuliano, Res., 8, 2. Palabra citada por el Catecismo de la Iglesia Católica, num. 1015.

[13] Cf. La Madre de Jesús. Introducción a la Mariología, Sígueme, Salamanca 1990, 339-406.

[14]  La gnosis extra-mundana busca a Dios más allá de las condiciones sociales de la vida. Pues bien, por una paradoja que se repite sin cesar, tanto en oriente como en occidente, esa gnosis acaba dejando a los hombres concretos (especialmente a los pobres) en manos de un sistema de violencia, como sabe la Bagavad Gitade la India.

[15] Sobre la capacidad técnica de la ciencia (que produce objetos de consumo), está la generación personal gratuita de la carne, que es propia de María (y evidentemente de Dios). Lo más cercano a crear, en el nivel humano, es encontrarse en amor y engendrar desde el mismo interior de la vida, desde la hondura personal compartida.

[16] María se sitúa de esa forma en el centro del catolicismo de la carne. En el fondo de identidad de la iglesia (que, según el Credo, es una, santa, católica y apostólica) está la catolicidad de la carne, a la que alude Jesús cuando dice: «tuve hambre y me disteis de comer, estuve exilado y me acogisteis...» (Mt 25, 31-46). 

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