La solemnidad de la Pascua en san Agustín



1.- Securi agamus Pascha.- Era el sonoro exhorto litúrgico del Pastor de almas Agustín de Hipona dirigido a sus amadísimos fieles en la recurrencia de la solemnidad pascual: «Celebremos con confianza la Pascua, celebremos con confianza la pasión de quien, sin deber nada, pagó el precio en vez de los deudores. Me refiero a Jesucristo el Señor, que a nadie ofendió y a quien casi todo el mundo ofendió, y, en vez de exigir tormentos, prometió premios» (Sermón 211,6).

Celebrar la Pascua no es sino conmemorar la muerte y la resurrección de Cristo. En ello consiste la solemnidad. Solemnitas es palabra posterior a la época clásica. Se trata de un derivado de solemnis con que, en lenguaje religioso, nos referimos a las fiestas que recurren anualmente, establecidas o sea y, por tanto, como nosotros solemos decir: «fiestas solemnes». Agustín da la etimología (inexacta, por cierto): « Solemnitas proviene de solet in anno, es decir, solemnidad indica lo que suele acontecer cada año; del mismo modo, se habla de la perennidad de un río, porque no se seca en el verano, sino que fluye todo el año. Y es que perenne significa per annum (a lo largo del año), como solemne denota lo que suele celebrarse una vez al año» (Sermón 267,1).

Decimos también en castellano corriente «árboles de hoja perenne», para indicar que tienen hoja todo el año. Es la solemnitas, pues, una fiesta aniversario. La evolución semántica, que conducirá en francés y en español y en otras lenguas romances a fiesta solemne, era ya celebrada en tiempos de san Agustín, puesto que éste tira a veces del pleonasmo: «todos los años se celebran solemnemente [estas lecturas del santo evangelio]» (Sermón 229).

Objeto de tal solemnidad es renovar en nosotros más gozosamente el recuerdo del hecho histórico: «Aquí se construye el edificio de nuestra fe en la resurrección de Jesucristo. Creíamos ya cuando escuchamos el evangelio; creyendo ya, hemos entrado hoy en esta iglesia; y, sin embargo, no sé cómo, se escucha con gozo lo que refresca la memoria» (Sermón 234,2). «Con toda solemnidad leemos y celebramos la pasión de quien con su sangre borró nuestras culpas para reavivar gozosamente nuestro recuerdo a través de estas prácticas anuales y hacer que, mediante la afluencia de gente, irradie mayor claridad nuestra fe» (Sermón 218,1). Lo esencial de la fe es precisamente creer en Cristo resucitado.

Y puesto que la ocasión le es dada por la solemnidad, y como quiera que la posibilidad es ofrecida en él por la celebración, cuyo significado es propiamente afluencia, pues celebración es una ceremonia que reúne a un gran concurso de gente [sentido que es completamente conforme con el uso clásico], de ahí que el pastor deba vigilar la autenticidad de esta fe: «Que nadie crea, respecto a Cristo, otra cosa diferente de lo que Cristo mismo quiso que creyéramos. ¡Cuánto nos conviene creer lo que quiso que creyéramos de él quien nos redimió, quien buscó nuestra salvación, quien derramó por nosotros su sangre, quien sufrió lo que no le correspondía! Creamos» (Sermón 237,4).

Los diferentes relatos de la resurrección sirven de punto de partida para luchar contra las diversas herejías trinitarias y cristológicas: « ¿Por qué quiso convencerme Cristo de esto sino porque sabía lo que me es provechoso creer y lo que me perjudica no creer? Creedlo, pues, así; él es el esposo» (Sermón 238,2).

La fiesta de Pascua revive la alegría del cristiano al mismo tiempo que aclara su fe. Pero hacer Pascua indica todavía más. Porque no se trata sólo, como en Navidad, Epifanía, y tantas otras fiestas cristianas, de una solemnidad, sino también de un sacramento. La solemnidad ve los hechos y la enseñanza objetiva que ellos comportan. El sacramento, en cambio, introduce a los fieles en una realidad invisible que les concierne directamente.

Que el Cristo resucitado no muere más, y que la muerte no tiene más dominio sobre él, he aquí el objeto de la solemnidad. Que haya sido entregado por nuestros pecados, y resucitado por nuestra justificación: he aquí el sacramento. A tal respecto el sermón 272 suministra una definición muy oportuna:

«Lo que veis es pan y un cáliz; vuestros ojos así os lo indican. Mas según vuestra fe, que necesita ser instruida, el pan es el cuerpo de Cristo, y el cáliz la sangre de Cristo. Esto dicho brevemente, lo que quizá sea suficiente a la fe; pero la fe exige ser documentada […] A estas cosas, hermanos míos, las llamamos sacramentos, porque en ellas es una cosa la que se ve y otra la que se entiende. Lo que se ve tiene forma corporal; lo que se entiende posee fruto espiritual. Por tanto, si quiere entender el cuerpo de Cristo, escucha al Apóstol, que dice a los fieles: Vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros (1 Co 12,27). En consecuencia, si vosotros sois el cuerpo y los miembros de Cristo, sobre la mesa del Señor está el misterio que sois vosotros mismos y recibís el misterio que sois vosotros. A lo que sois respondéis con el Amén, y con vuestra respuesta lo rubricáis. Se te dice: “El cuerpo de Cristo”, y respondes: “Amén”» (Sermón 272).

Es de notar que en «es una cosa la que se ve y otra la que se entiende» hallamos la definición de sacramento que se ha hecho clásica. Sólo que en Agustín alcanza mayor amplitud de la que ordinariamente se le da, puesto que, para él, los «sacramentos» no pueden reducirse a los siete de la teología posterior. Para él, toda la Escritura está llena de esos sacramentos o misterios, e igualmente la liturgia de la Iglesia. Y en cuanto a la palabra Amén, he aquí el Amén que pronuncian los fieles al recibir la comunión según el rito restablecido a partir del concilio Vaticano II.

«Cuando celebramos la Pascua –le escribe a Jenaro-- no nos contentamos con traer a la memoria el suceso, esto es, que Cristo murió y resucitó. En la celebración de este sacramento ejecutamos las demás cosas que el sacramento entraña» (Carta 55, 1,2). Hacer Pascua, por tanto, es recibir el don invisible, o sea el «sacramento de su pasión y de su resurrección» (Sermón 231,7). «Nos prometió su vida; pero más increíble es lo que ha hecho: nos envió por delante su muerte» (Sermón 231,5). Este sacramento de su pasión y de su resurrección es el sacramento por excelencia, porque el hecho visible, significando, es la muerte y la resurrección históricas; el invisible, en cambio, pero real, significado, es el paso de la muerte a la vida. Pascua es, por tanto, el sacramento del paso. Lo indica la misma palabra.



2. Pascha-Passio / Pascha-Transitus.- Pascua en hebreo significa tránsito (In Ps. 68, 2; 120, 6; 138, 8; In Io. eu.tr. 55,1; Carta 55,3). Pasjeín (= pasar) era una etimología bastante al uso. Tras haber puesto en guardia contra la etimología fantasiosa que hacía derivar pascha de pasjeín, Agustín cita habitualmente tres textos:

1) Juan 13,1: «pasar de este mundo al Padre».- «Pascua, hermanos, no es palabra griega, como algunos creen, sino hebrea; pero no deja de ser oportuna la concordancia de ambas lenguas en esta palabra. Como pasjeín en griego significa padecer, se creyó que Pascua era la Pasión, como si este nombre viniera de pasión; pero en su lengua, es decir, en la hebrea, pascua quiere decir tránsito, por la razón de que la primera Pascua la celebró el pueblo de Dios cuando, huyendo de Egipto, pasaron el mar Rojo.

Aquella figura profética tuvo ahora su realización, cuando Cristo, como una oveja, es conducido al sacrificio, y con cuya sangre teñidos nuestros dinteles, es decir, con cuya señal de la cruz grabadas nuestras frentes, somos libertados de la perdición de este mundo, como ellos de la cautividad y de la muerte de Egipto, y verificamos el tránsito salubérrimo, pasando del diablo a Cristo y de este mundo inestable a su reino sólidamente fundamentado. Y, para no pasar con el mundo transitorio, nos pasamos a Dios, que permanece siempre» (In Io. eu. tr. 55,1).

2) Juan 5,24: «pasa de la muerte a la vida».- Dijérase que el latín disponía de un margen más amplio que el griego para rendir pasjeín, puesto que presentaba una relación verbal entre pascha transitus y el texto de san Juan. Y es justamente lo que Agustín hace cuando le escribe a Jenaro la segunda carta comentando en ella la Pascua cristiana de la siguiente manera: «He aquí por qué queda consagrado el tránsito de la muerte a la vida en esta muerte y resurrección del Señor.

El mismo vocablo pascua no es griego, como suele pensar el vulgo, sino hebreo; así lo dicen los que conocen ambas lenguas. La realidad que se anuncia con esa palabra hebrea no es la pasión, pues padecer se dice en griego pasjeín, sino el tránsito de la muerte a la vida, como he dicho. En el idioma hebreo, el tránsito se denomina pascha, como dicen los que lo saben. A eso aludió el mismo Señor al decir: Quien cree en mí, pasa de la muerte a la vida (Jn 5,24). Se entiende que eso es principalmente lo que expresó el evangelista cuando decía de la Pascua que iba a celebrar el Señor con sus discípulos, y en la que les dio la cena mística: Como viese Jesús que era llegada la hora de pasar de este mundo al Padre (Jn 13,1). Lo que se celebra, pues, en la pasión y resurrección del Señor, es el tránsito de esta vida mortal a la inmortal, de la muerte a la vida» (Carta 55, 1,2).

Por otra parte, este tránsito de este mundo (pascha) se combina con la tipología del cordero pascual y con el relato de la Cena: «Y así como la Pascua que celebraban los judíos anunciaba en la inmolación del cordero la Pasión del Señor y su tránsito de este mundo al Padre, y, sin embargo, el mismo Señor con sus discípulos celebró esa misma fiesta, que se hallaba en idéntico sentido prefigurativo…» (C. litt. Pet. 2, 37,87).

Cuando empleamos estos pasajes donde san Agustín habla expresamente del sentido de la Pascua cristiana en relación con las interpretaciones de pascha arriba citadas, se constata que para él la celebración de Pascua era en primer lugar la conmemoración sacramental del transitus del Señor, del paso de la muerte a la vida de Cristo, transitus que consagra nuestro paso de la muerte a la vida. San Agustín rechaza la antigua etimología popular de pascha-passio, que era todavía corriente en su época. El defiende la interpretación transitus, mas en ayuda de esta interpretación y por un reenvío constante a Juan 13,1, texto que marca el principio de la pasión, él pone pascha en relación directa con la pasión, la muerte y la resurrección del Señor.



El desarrollo mismo del drama de la redención es para Agustín un transitus. En la manera en que el obispo de Hipona explica y aplica la noción de transitus, esta palabra retoma una gran parte del contenido de pascha-passio. El reenvío constante a transitus del Señor que constituye un rasgo característico de la interpretación agustiniana de pascua, está en estrecha relación con su concepción, bastante tradicional aún, en el cuadro de los hechos señalados hasta aquí, el estudio de los textos donde san Agustín habla directamente de la celebración de Pascua en general y de la vigilia pascual en particular.

Hay que dejar sentado como principio que para san Agustín la fiesta pascual reviste un valor litúrgico y sacramental único. Para él, ninguna otra fiesta es comparable a la Pascua: ni Navidad se le aproxima en modo alguno. Pascua es el nudo mismo de todo el año litúrgico y de la celebración pascual, y cuyo punto central lo constituye la vigilia de Pascua.

3) Rm 4,25: «fue entregado por nuestros pecados, y fue resucitado para nuestra justificación», que, por cierto, subraya menos el hecho del paso que su valor sacramental. - «Nuestro Señor Jesucristo ya celebró la pascua (ya hizo el tránsito), pues pascua se traduce por tránsito. Esta palabra es hebrea; sin embargo, piensan los hombres que es griega y que significa pasión; pero no es así. Por los estudiosos y doctos se demostró que la palabra pascua es hebrea, y no la tradujeron por pasión, sino por tránsito o paso.

El Señor pasó, por la pasión, de la muerte a la vida, y se hizo camino a los creyentes en su resurrección para que nosotros pasemos igualmente de la muerte a la vida. No es cosa grande creer que Cristo murió. Esto también lo creen los paganos, los judíos y todos los perversos. Todos creen que Cristo murió. La fe de los cristianos consiste en creer en la resurrección de Cristo. Tenemos por grande creer que Cristo resucitó» (In Ps. 120, 6).

Fiel al concepto universalista de la vigilia pascual y en un pasaje magníficamente rítmico él resume, al principio del sermón, toda la antigua noción de Pascua que se concentra en la celebración de la vigilia pascual:

«Con su resurrección,
nuestro Señor Jesucristo convirtió en glorioso
el día que su muerte había hecho luctuoso.
Por eso, trayendo solemnemente a la memoria ambos momentos,
permanezcamos en vela recordando su muerte
y alegrémonos acogiendo su resurrección.
Esta es nuestra fiesta y nuestra Pascua anual;
no ya en figura,
como lo fue para el pueblo antiguo la muerte del cordero,
sino hecha realidad, como a pueblo nuevo,
por la víctima que fue el Salvador,
pues ha sido inmolado Cristo, nuestra Pascua (1 Co 5,7),
y lo antiguo ha pasado,
y he aquí que todo ha sido renovado
(2 Co 5,17).
Lloramos porque nos oprime el peso de nuestros pecados
y nos alegramos porque nos ha justificado su gracia,
pues fue entregado por nuestros pecados
y resucitó para nuestra justificación
(Rm 4,25).
Tanto llorando lo primero
como gozándonos en lo segundo,
estamos llenos de alegría.
No dejamos que pase inadvertido con olvido ingrato,
sino que celebramos con agradecido recuerdo
lo que por nuestra causa y en beneficio nuestro tuvo lugar:
tanto el acontecimiento triste
como el anticipo gozoso.
Permanezcamos en vela, pues, amadísimos,
puesto que la sepultura de Cristo se prolongó hasta esta noche,
para que en esta misma noche tuviera lugar la resurrección de la carne
que entonces fue objeto de burlas en el mundo
Y ahora es adorada en cielo y tierra» (Sermón 221,1).



El misterio del paso por la muerte a la vida, la inmolación del cordero, el tránsito de lo antiguo a lo nuevo, de la tristeza a la alegría, el oprobio de la cruz y la gloria de Cristo resucitado, todo está reunido aquí en magnífica síntesis celebrativa de la Vigilia Pascual. La genialidad de san Agustín se ocupó de conseguir la orquestación bíblica de esta Maravilla de las Maravillas, por él mismo denominada, en inmortal expresión, «madre de todas las santas vigilias» (Sermón 219).

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