Audaz relectura del cristianismo (2). La cárcel como encrucijada

El tema de la “prisión permanente revisable”, de tanta actualidad en España, me abre el camino para abordar temas importantes con vistas a la relectura del cristianismo que propugno. Castigo, pena, venganza y regeneración son palabras clave para entender bien el auténtico mensaje cristiano. Es obvio que en el derecho “penal” la cárcel aparece como un lugar de reclusión y castigo, consistente en la privación de libertad durante un período de tiempo, más o menos largo según infinidad de variables. Vista así, como castigo, la privación de libertad atufa a sutil venganza soterrada, descarnada e inútil.

La vida hace justicia

Pero pena, castigo y venganza son tres conceptos, casi sinónimos, que deben ser erradicados del diccionario cristiano y también del de la vida en general. A pesar de cuanto se nos ha dicho tan profusamente, incluso en los libros sagrados, el Dios auténtico de un creyente de ley no castiga ni inflige penas por la contundente razón de que ni siquiera puede hacerlo. Solo un Dios que hubiera perdido la razón, quiero decir su condición de tal, podría hacerlo, pues ello significaría que él mismo sería culpable, en última instancia, de la quiebra del orden que ha establecido. Dios y castigo son conceptos excluyentes, contradictorios. Decir que Dios castiga suena peor incluso que una blasfemia. El castigo solo está al alcance de la mano de un ser humano atolondrado.

Nos incomoda y descoloca que se afirme que, siendo sumamente justo, Dios perdone también a los delincuentes de conducta monstruosa. Nos es difícil entender que Dios subsuma en su misericordia su irrenunciable justicia, sabiduría esta que, sin embargo, expresamos a sensu contrario cuando decimos que todo pecado lleva aparejada su penitencia o que vivir tiene su coste. La justicia es solo cosa de la vida o, al menos, debería serlo. Aunque nos resulte sumamente difícil descubrirlo, pues lo que nos gustaría es ver sufrir lo indecible a los delincuentes de grueso calibre cuando nos parece que incluso se ríen de nosotros mientras disfrutan olímpicamente de los goces de la vida, la verdad es que la vida no permite que nadie abandone este mundo sin haber saldado antes su cuenta de alguna manera. Quien la hace la paga, dice la sabiduría popular. La vida, al mismo tiempo que degustación anticipada de la gloria celestial, tiene a veces el sabor asqueroso del infierno, pues, siendo de por sí un precioso don divino, quema en las manos cuando no es bien utilizado.

Sentido y razón de la cárcel

En este contexto, la cárcel no puede ser más que el último recurso de la sociedad para defenderse de sus destructores. Solo eso. En una sociedad humanizada no puede haber cabida para penas, castigos y venganzas. Los barrotes de la cárcel son o deben ser almenas de autodefensa de la sociedad. Tras haber sido herida o incluso en prevención de serlo, la sociedad encarcela a algunos de sus miembros en legítima defensa para no seguir siendo golpeada. A ello se añade que, estando la sociedad obligada a procurar una vida digna a todos los ciudadanos sin excepción, también debe procurar esa vida a los reclusos, en cuyo caso debe emplearse a fondo, además de en defenderse de ellos, en conseguir su regeneración. Solo así la cárcel puede convertirse en herramienta de humanización, en defensa de los buenos y regeneración de los malos.

Brindo a legisladores y juristas, como si de un exigente reto se tratara, los conceptos de autodefensa de la sociedad y de regeneración del preso como única manera de alumbrar el tenebroso e inhumano proceder carcelario actual. El mismo “Código Penal” y su ingeniería de medidas y procedimientos punitivos, en la que ni puedo ni debo entrar, debería perder su “penosa” adjetivación, tan impropia e irracional, para aureolarse de positividad, como sería hablar, por ejemplo, de un “Código de Autodefensa y Regeneración”.

Los reclusos

En las cárceles españolas hay miles de presos que no deberían estar en ellas. Sus infracciones, si bien contravienen las leyes de convivencia social, ni son peligrosas ni ponen en jaque la sociedad. Cierto que esos delincuentes no pueden salir airosos del trance desestabilizador que origina su conducta delictiva y que tendrán que reparar sus yerros, pero, para hacerlo como es debido, no es preciso acudir a soluciones extremas, improcedentes y contraproducentes, como privarlos de libertad. Lo más expeditivo para reparar sus fechorías sería, en la mayoría de los casos, adelgazar sus carteras, aminorar sus patrimonios o, en última instancia, exigirles que realicen trabajos gratuitos para la sociedad. No hay razón para que un ladrón de guante blanco, pongamos por caso, sea encarcelado y que, para mayor inri, se endosen a la sociedad los gastos de su reclusión, cuando lo pertinente es que sea él quien “pague”, con dinero o trabajo, la reparación de los daños que haya causado.

En una sociedad razonable y humanizada, a la cárcel solo deben ir los delincuentes peligrosos. La única función de la cárcel es que esos delincuentes no vuelvan a golpear tan duramente a la sociedad. Las penas, los castigos y los tratos inhumanos, crueles y degradantes del sistema actual no son de recibo. El preso tiene derecho a una vida digna, aun teniendo las manos atadas incluso dentro de la cárcel si se aprecia que también allí puede causar daños graves a otros reclusos o a miembros de la plantilla laboral carcelaria. Debemos entender que la justicia básica administrada, la que restaura el orden social conculcado, debe imponer a todos los delincuentes, también a los reclusos, la obligación de reparar adecuadamente los daños que hayan causado y, en el caso de los reclusos, la de sufragar además los gastos que su reclusión origine.

¿Prisión permanente revisable?

Llegamos así al meollo de la enconada discusión política que sufrimos en la actualidad: la prisión permanente revisable. El razonamiento que he seguido impone con contundencia que todo encarcelamiento sea en principio permanente, si bien ha de durar solo el mínimo tiempo necesario para que el recluso, regenerándose a fondo, deje de ser peligroso para la sociedad. Esto pone en evidencia el procedimiento actual y varía considerablemente los términos de la polémica en curso. No es de recibo que los presos peligrosos, los únicos que deben ir a la cárcel, lo hagan por un tiempo predeterminado, pues la sociedad debe defenderse de los individuos peligrosos todo el tiempo que dure el peligro. Repito que no se trata de infligir un castigo proporcional a la culpa ni de saldar con privación de libertad las cuentas pendientes, sino de defender llana y sencillamente la sociedad.

La única puerta de salida de una cárcel debe ser la regeneración total del delincuente, puerta que cuanto antes se abra, mejor para todos, para el delincuente mismo y para la sociedad. El preso supuestamente regenerado ha de saber, al salir de la cárcel, que la reincidencia le acarreará cadena perpetua.

La insobornable justicia divina

Puesto que la justicia es un concepto clave a la hora de referirnos a Dios, es preciso que nos adentremos a fondo en ella para dar lustre a nuestro cristianismo actual. Hemos insinuado ya que la justicia de Dios se metamorfosea de misericordia, significando con ello que el perdón omnímodo de Dios a todos de forma incondicional no achica ni cuestiona su justicia, pues la vida humana está estructurada de tal manera que el equilibrio que postula toda justicia se realiza indefectiblemente en el hecho mismo de vivir. Bien entendido, podríamos decir que la vida ya es de por sí suficiente castigo por los desmanes que todos cometemos. De ahí que, desde el punto de vista cristiano, tan mimetizado con la misericordia y tan acoplado por tanto al sentido común y a la racionalidad, la cárcel deba perder toda posible referencia a la justicia para limitarse a su razonable y loable función de herramienta eficaz de autodefensa y humanización.

Al retirar de la circulación a sus enemigos peligrosos, la sociedad deberá emplearse a fondo, aprovechando la ocasión de oro que su reclusión le brinda, para recuperar a seres humanos deshumanizados. Produciría un enorme beneficio preventivo para toda la sociedad el hecho de que los potenciales terroristas, pederastas y asesinos, por ejemplo, supieran de antemano que solo podrán recuperar la libertad en caso de delinquir cuando se conviertan en agentes de humanización y hayan saldado todas sus cuentas. Por otro lado, todos deberíamos saber que las conductas depravadas llevan aparejados, además de los duros trabajos de reparación de los daños causados, los reajustes que ineludiblemente nos impondrá la vida, aunque a todos nos quepa la esperanza segura de que, al final, Dios será nuestro hogar.
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