Acción de gracias – 41 La Biblia la monta parda

Lecturas “cum mica salis” (con agudeza)

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Mírese como se mire, y sin restarle ni un ápice a su condición de palabra de Dios, la Biblia es un libro producto de su tiempo y demás circunstancias, escrito por hombres y al estilo de los hombres; un libro sometido, por tanto, a los avatares de todo tipo que sufren la comunicación y el lenguaje humanos. Lo importante y lo más difícil para nosotros es saber qué nos dice exactamente la palabra divina contenida en él cuando hemos avanzado mucho en la forma de entender el universo y arribado a formas de vida en las que la idea de “autoridad” ha evolucionado una barbaridad. De ahí que sepamos que en la Biblia hay desajustes o errores manifiestos, debidos inevitablemente al hecho de verter un mensaje divino en un recipiente humano expansivo y evolutivo.

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El aforismo filosófico latino lo dice taxativamente: “quidquid recipitur, ad modum recipientis recipitur” (el receptor es el molde), lo que nos advierte claramente, por ejemplo, de que no podemos atiborrar de chorizo picante y vino consistente al recién nacido. Por ello, en la Biblia la palabra de Dios tiene que servirse forzosamente de los rudimentarios conocimientos y hasta de las exaltadas creencias de destinatarios que, con el paso del tiempo, cambiarán no solo de mentalidad, sino también de lenguaje. Obviamente, al ser el actual receptor de esa misma palabra muy crítico por estar mucho más ilustrado que los primeros destinatarios de la Biblia y tener una mentalidad mucho más abierta que la suya, la encarnación de la palabra divina debe hacerse de otra manera, librándola de las carencias e inexactitudes que la primitiva mentalidad receptora imponía. No se trata de que los lectores actuales de la Biblia tengan que ser eminentes exégetas para entender correctamente los textos bíblicos, sino de que el “sensus fidei” de los creyentes actuales descubra claramente cuál es realmente el mensaje salvador, universal y válido para siempre, que se les transmite en un soporte periclitado.  

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Con la expresión tan desinhibida e incluso irreverente del título de esta entrada solo quiero poner de relieve el desajuste de una hermosa concepción fabulada de la aparición de la “mujer” en un mundo completamente ahormado por la “masculinidad” si nos empeñamos en interpretar el relato bíblico al pie de la letra, como todavía hacen muchos.  Las feministas más vindicativas de nuestro tiempo harían mal en quemar la Biblia por un texto aparentemente tan machista y humillante, pero que nada tiene que ver directamente con sus legítimas reivindicaciones. ¿Pudo nacer Eva, la primera supuesta mujer humana, de una costilla de Adán, cuando sabemos a ciencia cierta que ambos, la primera pareja protagonista de la historieta, no son más que personajes literarios de una candorosa fábula?  La lección que debiéramos extraer de tan ingeniosa fábula de la creación y destrucción del Paraíso Terrenal no es que el Creador del mundo fuera un artesano que fabricara la primera mujer con sus propias manos, sirviéndose de una costilla del varón, ni que la misión de aquella fuera la de remediar la soledad de este, sino la certificación del hecho de que, en la procreación y compenetración sexual, el hombre y la mujer se funden en una sola carne para alcanzar su propia felicidad y cumplir debidamente el mandamiento divino de “creced y multiplicaos”.

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Hoy ya hemos sentado como muy claras e insobornables las bases y trazado como irreversible el camino del reconocimiento sin ambages de que el hombre y la mujer son absolutamente iguales en cuanto a derechos se refiere, por más que sus roles sean diferentes en consonancia con su propia constitución orgánica. Pero, aunque tengamos las ideas claras a este respeto y sepamos hasta dónde hay que llegar, contando, además, con la voluntad sincera de hacerlo, lo cierto es que, tras veintiún siglos de cristianismo y cuando ya cabalgamos briosos a lomos del s. XXI, estamos todavía muy lejos de haber alcanzado tan loable meta. Los principios y los objetivos de la igualdad entre hombres y mujeres están claros, pero distamos mucho, aunque más en unas partes del mundo que en otras, de ahormar con ellos nuestra actual forma de vida.

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La liturgia de este domingo parece recrearse en el empeño de describir, aunque sea deficientemente, lo que realmente somos cada uno de nosotros. Mientras el Génesis, en la primera lectura, nos deja atónitos al afirmar que la mujer procede del cuerpo del varón, el libro de los Hebreros, en la segunda, se hace un lío morrocotudo a la hora de rendir gloria y honor a Jesús tras su muerte y pasión, pues parece asegurarnos que este solo alcanza tal dignidad tras su sacrificio. En efecto, pues viene a decirnos que Jesús fue creado solo un poco inferior a los Ángeles (herejía de tomo y lomo), aunque termine con la proclamación de que todos somos hermanos por gracia y mérito suyos. Con relación a la ambigüedad con que el Nuevo Testamento se refiere a la condición y a los roles de las mujeres y de los hombres, merece la pena subrayar del evangelio de hoy, tomado de san Marcos, algo que a primera vista podría pasarnos desapercibido: que Jesús, al hablar del adulterio, asigna la responsabilidad de su autoría no solo al hombre, sino también a la mujer, equiparando a los dos, por más que vuelva después a la tónica general machista al fijar que, para ser ambos una sola carne, sea el varón el que abandona a su padre y a su madre para unirse a su mujer. Frente a la repugnancia natural que parece sentir la Iglesia católica frente a ella, subrayemos igualmente la hondura de la sexualidad, convertida nada menos que en sello de felicidad y fuente de vida. Y de paso, subrayemos también el hermoso final de este mismo evangelio, en el que, cual luminaria inmarcesible, entran en escena los niños, criaturas de Dios traslúcidas y sinceras, que, amén de otras muchas virtualidades relativas a su inocencia y su sonrisa, reflejan en sus juegos y alegrías un reino de Dios que solo les pertenece a ellos y a los que son como ellos. No deberíamos perder de vista nunca que los niños son quizá la prueba más fehaciente de que, por muy distintos que sean los roles del hombre y de la mujer, ambos se igualan en ellos como progenitores.

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Dejando de lado la cuestión de cómo Jesús es Dios a que se refiere el libro de los Hebreos, misterio muy claro para el dogma católico pero que se ofrece como mítico a la mentalidad racionalista del hombre actual, si de verdad la Iglesia católica, nuestra Iglesia, desea proclamar abiertamente una verdad tan obvia y razonable como es la igualdad en derechos de los hombres y de las mujeres, verdad tan importante para encauzar una forma de vida humana equilibrada en nuestro tiempo al estar amenazada por tantos intereses espurios, debería revisar a fondo no solo sus ordenamientos y doctrinas, sino también su mismo ser institucional. Solo así podrá convencer al hombre de hoy, de una vez por todas, de que unos y otras, hombres y mujeres, somos destinatarios por igual de la obra de salvación de Jesús y de que absolutamente todos, sin distinción de raza y sexo, somos hijos de Dios con el mismo derecho y fuerza.

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De poco servirá que la Iglesia proclame una verdad sin la que ya no se podrá dar un paso serio más hacia adelante, si no se empapa primero de ella y la vive a fondo, reajustando a sus requerimientos su propia doctrina, el ordenamiento por el que se rige y su proceder cultual y pastoral. Mantenerse impertérritos en el actual “statu quo” con diferencias tan radicales entre hombres y mujeres a la hora de ejercer los distintos ministerios, solo puede sostenerse con argumentos meramente circunstanciales, por más que se quiera ver en ellos la fuerza bíblica y la autoridad magisterial de la Iglesia. Lo digo porque, de emplazar debidamente esos mismos argumentos en su propio contexto, la verdad palmaria es que solo tratan de defender soterrados intereses no confesables. Realmente, para seguir a Jesús la Iglesia no necesita templos, basílicas y ornamentos, y tampoco papas, obispos y presbíteros, sino solo “discípulos” del Maestro que lo dejen todo y tomen su cruz. Pero, incluso en el caso de que se haga consistir la Iglesia en esas construcciones para el culto y en que solo los mencionados ministros son los únicos legitimados para llevar sus riendas, la sociedad de nuestro tiempo no entiende ni acepta de ninguna manera que los “cargos eclesiales” sigan vedados a las mujeres. Además, si por número y devoción ellas son mayoría en el “cuerpo místico de Cristo”, no es de recibo que se las siga emplazando en las extremidades del mismo. Su número, su devoción y su fe son razones fundadas para afirmar incluso que ellas son más Iglesia y más cuerpo místico de Cristo que los varones.

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¿Tanto nos cuesta entender que la Iglesia de Jesús no es una “institución”, sino un mensaje de salvación universal? Sin duda, a la Iglesia pertenecen nominalmente los bautizados, pero realmente solo lo hacen aquellos que ajustan su conducta a los requerimientos del reino de Dios predicado por Jesús, un reino de paz en el que, por tener el mismo Padre, todos somos hermanos sin excepción posible. Y en un reino de hermanos solo hay cabida para la fraternidad universal y para la excelencia conductual, que es justo lo que proclaman las “bienaventuranzas evangélicas”.

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