Desayuna conmigo (miércoles, 20-5-20) Creo en un solo Dios

Los hijos de Dios

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Un lejanísimo día como hoy, en el año 325, se iniciaba el considerado como primer concilio ecuménico de la Iglesia, el de Nicea, que vino a ser como su primer armazón doctrinal e institucional. Por de sobra conocidas su razón de ser y su oportunidad, no es necesario que nos detengamos en el evento como tal, debido seguramente  al buen hacer de Osio, el obispo cordobés, y a los intereses políticos del emperador  Constantino.

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El mensaje de Jesús, tras el primer período tan convulso de su implantación en el mundo romano a lo largo de sus tres primeros siglos de andadura, aunque sin haberse convertido en un galimatías de opiniones doctrinales y ritos litúrgicos, necesitaba forma doctrinal y unidad de procedimientos rituales y sociales. Para lograr la unidad deseada, lo mejor era convocar a todos los obispos a una reunión de trabajo conjunto. A Nicea, ciudad residencial para el relax del emperador, acudieron escasamente una quinta parte de los obispos que entonces había en todo el Imperio Romano. Hay discrepancias sobre el número de los obispos que acudieron, si bien había en todo el Imperio Romano.

En él se reguló la creencia en el Hijo de Dios como “engendrado”, no hecho o creado, por el Padre, con lo que se fijó la completa identidad entre ambos como doctrina cristiana uniforme. Se formulaba así la primera parte del luego conocido como credo niceno-constantinopolitano, el Credo que hoy recitan todos los cristianos. También se fijó la fiesta central de la Pascua cristiana y se dictaron los primeros reglas de comportamiento, digamos, los primeros cánones del futuro Derecho Canónico. La definición dogmática trinitaria de Nicea se completó en el año 381, en el concilio de Constantinopla, con el entronque en la Trinidad de la tercera persona, el Espíritu Santo, como señor dador de vida, que procede al mismo tiempo del Padre y del Hijo, y que es un solo Dios con ellos.

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Y así, 318 obispos construyeron los únicos cimientos posibles y definitivos para el edificio doctrinal del cristianismo, anclando la fe cristiana en ellos con palabras o conceptos tan inamovibles como “engendrar” y “proceder”. Su contrapunto fue el más famoso heresiarca de la Iglesia, Arrio, defensor de la “hechura” o creación del Hijo por el Padre como criatura suya.

Digamos que fijar el dogma en unas palabras que, por ser vitales, están sometidas a todas las evoluciones y vaivenes de la vida misma es como escribir, más o menos, un mensaje sobre las olas del mar a la espera de que llegue intacto a lo otra orilla. Hoy, seguramente, los términos clave del Credo, que hemos entrecomillado, nada dicen o significan para los creyentes actuales, salvo para los considerados acérrimamente católicos, los rigoristas intolerantes, para quienes la verdad es redonda, la Biblia es toda ella no solo histórica sino palabra de Dios sílaba por sílaba y el camino cristiano está perfectamente delimitado, de tal manera que es posible establecer, sin lugar a equivocaciones, quién es cristiano y quién no lo es aunque diga serlo. De hecho, ante la más mínima duda, enseguida preguntan, como si supieran lo que realmente preguntan: "¿crees que Jesús es Dios?". Todo se resuelve favorablemente si dices sí, aunque, insisto, no se entienda la pregunta ni se matice la respuesta.

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Nos sorprendería ver la cantidad de cosas que los cristianos actuales entienden por “ser hijo de Dios” y lo poco que les preocupa que su fe se asiente sobre algo tan indescifrable como un único Dios, pero en el que hay tres personas o tres protagonistas, enfrentándose a un misterio que, no obstante, “se explica” con diáfana claridad a la luz que arrojan los términos “persona” y “naturaleza” (tres personas que tienen una sola naturaleza, la divina), como si la naturaleza pudiera existir fuera de la persona concreta. Si de hecho a muchos cristianos de nuestro tiempo, tan acostumbrados a la cultura de la ciencia ficción, les preguntáramos cómo ven o imaginan la Trinidad, se inclinarían, más que por decir que es un gran misterio, por concebirla como una especie de monstruo con tres cabezas.

Desde luego, aunque la altura especulativa de esos conceptos fuera  entonces el entretenimiento mayor de teólogos que se dedicaron con ahínco a distinguir meticulosamente la verdad de la herejía, lo cierto es que el cristianismo de nuestro tiempo, para seguir siendo un mensaje de salvación válido, necesita descender seriamente a las profundidades de la encarnación divina, que está en la raíz de su fe, y sobre la que se asienta la comunidad de fieles: si Dios se hizo hombre en Jesús, se hizo a todos los efectos, tal como demostraron los hechos de la vida de Jesús.

Partiendo de que él nos enseñó a llamar “padre” a Dios y abrió una perspectiva a la vida humana que jamás hubiera soñado el más atrevido especulador de los mortales, Jesús fijó su programa de vida en las Bienaventuranzas y pasó sus días haciendo el bien. Por ello, tras despejar nuestras mentes de la opacidad total de la muerte para abrir tras ella una hermosa perspectiva de esperanza, nos enseñó a valorar a cada ser humano como si fuera él mismo y, en consecuencia, nos impuso la hermosa obligación de servirlo, sabedores de que, al tocar al ser humano, tocamos a Dios mismo. Por ello, los cristianos debemos ir mucho más lejos a la hora de entender la expresión "hijo de Dios", pues no solamente lo es Jesús, sino todos y cada uno de los hombres.

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De hecho, si los cristianos acertáramos a “encarnar” tan sublime convencimiento en la forma de vida de nuestro tiempo, los cambios evidentes que el coronavirus va a generar en nuestras costumbres nos parecerían suaves brisas frente a la impetuosa fuerza del gran vendaval que de ello se deriva. De ahí que, si realmente nos comportáramos como "hijos de Dios", toda la vida cristiana sería una “Pascua” y se haría completamente innecesario el Derecho Canónico, porque los que de verdad aman a sus semejantes no necesitan reglas ni mandamientos. Está en nuestras manos erradicar el hambre en un mundo que produce alimentos para todos y, de forma más acuciante y primordial, erradicar las guerras que tanto destruyen y  engullen en detrimento de una mejor educación y de una más eficiente sanidad, ambas tan importantes para poder llevar una vida humana digna.

Por lo demás, mientras sigamos siendo seres humanos, ningún individuo o grupo, por cualificado que sea o empoderado que esté, podrá abrogarse el poder de  fijar para siempre qué es verdad y qué, herejía, sustentándose en que la palabra de Dios nunca cambia, porque esa palabra puede ser manipulada y, además, Dios no habló un tiempo para enmudecer después, sino que sigue haciéndolo en todo tiempo y, en el nuestro, hasta es posible que nos esté gritando a través de la situación denunciable de tantos desheredados de la fortuna, de tantos pobres.

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El día de hoy nos acerca, además, dos hermosas maravillas, una como sistema y otra como proyecto. Como sistema, está el hecho de que hoy celebremos el día mundial de las abejas, esos animalitos voladores que, si los molestamos, nos pican y hacen pasar un mal rato y que, si los respetamos, nos endulzan la vida con su miel y, lo que quizá sea más importante, favorecen la polinización de las flores de los árboles para que se conviertan. Defender las abejas es defender la vida humana, ni más, ni menos. Además, la cohesión de su organización interna, apiñadas en un enjambre para una tarea común, tiene mucho que enseñarnos sobre cómo debemos organizar la sociedad en que vivimos y cómo debemos comportarnos en ella cada uno de nosotros.

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Como proyecto, el hecho de que un día como hoy de 1506 muriera Cristóbal Colón nos emplaza de lleno frente a toda América, el “nuevo continente”, de potencial inconmensurable para nutrir de contenidos la razón y sostener durante siglos la vida humana. A los españoles, más en concreto, este día nos invita a extender nuestros brazos para seguir abrazando fuerte a tantas otras naciones hermanas con poderosos intercambios emocionales y económicos. Si contamos con ellas, los españoles seremos mejores y estaremos mejor situados; si ellas cuentan con nosotros, seguro que en España encontrarán un techo existencial, un hogar mayor y una madre protectora.

En resumidas cuentas, digamos que desde Nicea y, mucho antes ya, desde el momento en que inició su misión especial de ser pan de vida y bebida de salvación,  el señor Jesús, el Dios encarnado, dibujó un horizonte de esperanza para toda la humanidad y trazó un camino de sabiduría para evitar que tuviéramos que sortear muchos de los obstáculos que nos salen al paso cuando nos guiamos por nuestros intereses inmediatos. Retengamos como muy válido para nuestro tiempo que lo más importante de Nicea desde el punto de vista doctrinal fue seguramente sentar las bases para subrayar que Jesús nos enseñó a llamar padre a Dios.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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