Desayuna conmigo (domingo, 11.10.20) Festín de manjares suculentos con vinos de solera

Fraternidad familiar

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No cabe la menor duda de que la comida es un factor de primer orden a la hora tanto de fijar un mínimo de calidad de vida como de contento emocional. Desde luego, el hambre, que desmocha de un tajo toda ilusión, es mala consejera a la hora de tomar decisiones debido a que reduce a mínimos tanto las fuerzas del organismo como las de la mente. De ahí que dar de comer al hambriento sea una de las primeras y más urgentes obligaciones que nos imponen las “obras de misericordia”. Es curioso que la Biblia hable con tanta frecuencia de comer y beber a saciedad, de banquetes, a la hora de ponerles cuerpo a sus promesas de salvación. De hecho, la comida fue un factor decisivo en el deambular del pueblo elegido por el desierto (el maná) y la bebida, equiparada a la comida, también lo fue en las bodas de Caná, a las que dieron historia y realce las asistencias de Jesús y su madre. En los lejanos tiempos de mi infancia, en los primeros años cuarenta, los conocidos en España como “los años del hambre” en la inmediata posguerra, todos los proyectos, ilusiones y celebraciones se cifraban en hartarse de manjares, en pegarse una buena “templá”, que por allí se decía.  

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En los textos litúrgicos de este domingo, la comida es tema recurrente, pues todas sus lecturas la convierten en gracia y bendición de Dios. En la primera, Isaías, además de proporcionarnos el título de este desayuno, habla de manjares enjundiosos y vinos generosos para hacer boca con las maravillas que Dios hará con su pueblo. El salmo, por su parte, habla de “verdes praderas” y de una “mesa preparada”. En la segunda, Pablo, dirigiéndose a los Filipenses, tras confesar que está entrenado para la hartura y el hambre, nos asegura que Dios proveerá a todas nuestras necesidades con magnificencia.

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En la del evangelio, Mateo recuerda una parábola en la que Jesús compara el reino de los cielos con un banquete de bodas para el que el rey ha mandado matar buenos terneros y otras reses bien cebadas. Tras la convocatoria que sus criados hicieron a los convidados de postín, fallida debido a que todos ellos tenían otras prioridades, el rey ordenó a sus criados que salieran a los cruces de los caminos para invitar a todo el mundo, fueran buenos o malos. El éxito fue tal que pronto el salón se llenó de comensales. Hasta aquí, todo está muy claro y es muy lógico, pero, a partir de ese momento, la lógica de la parábola naufraga por completo. Por un lado, se dice que el rey, al ver a uno que no tenía la vestimenta adecuada, lo arrojó a las tinieblas exteriores atado de pies y manos para que llorara y rechinara los dientes, castigo que parece excesivo para quien había sido invitado gratuitamente y sin condición alguna. Por otra parte, y aquí el fallo lógico es más clamoroso, la parábola no da pie de ningún modo para que, como conclusión, pueda afirmarse que “son muchos los llamados y pocos los escogidos”, pues, estando el salón lleno a rebosar de invitados, solo uno de ellos fue expulsado del banquete del reino de los cielos. Y, además, se le inflige un castigo muy cruel por lo que parecía una bagatela incluso justificada, pues puede que hubiera sido su pobreza la que no le hubiera permitido llevar el atuendo adecuado.

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Sinceramente, creo que Mateo habría acertado, obviando el castigo cruel infligido al pobre, si hubiera coronado una parábola tan aleccionadora que infunde esperanza a todos los desheredados de la tierra con una coletilla como la de que en el reino de los cielos “los primeros serán los últimos y los últimos, los primeros”. Al margen de tales considerandos, digamos que el trasfondo de la liturgia de hoy refleja el milagro de la multiplicación de los panes y los peces para saciar el hambre de los asistentes, comida de la que no es excluido nadie, y realza el esplendor de la eucaristía, el banquete celestial, el sacramento que hace la Iglesia y del que todos formamos parte no solo como comensales, sino también como comida.

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Y, en estos tiempos en que la encíclica del papa Francisco ha dibujado el horizonte operativo de nuestro tiempo en la pancarta de “todos hermanos”, el acontecer de este día atrae nuestra atención sobre importantes aspectos constitutivos de esa fraternidad. Lo digo porque hoy se celebran los días internacionales de la niña y de los tíos, dimensiones ambas de la familiaridad, una directa y otra colateral, en que se gesta la fraternidad.

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El avance en el reconocimiento de los derechos de la mujer ha llevado a muchas culturas a dejar de ver a las niñas como meros apéndices, fácilmente manejables e incluso prescindibles de la sociedad, para reconocer la envergadura de su plena personalidad humana, si bien todavía queda mucho por recorrer en lo relativo tanto a su educación como a su pleno encaje en la vida social. Por un lado, la mutilación genital, a la que se ven sometidas más de doscientos millones de niñas, y los matrimonios forzados antes de la mayoría de edad de más de un 20% de ellas, por no hablar de las muchas que son vendidas o secuestradas con suma facilidad para convertirlas en esclavas sexuales, son dolorosas amputaciones de sus derechos como seres humanos. Por otro, su minusvaloración laboral resta enteros a su condición de tales. Los tiempos de pandemia que vivimos han demostrado la dependencia que tiene la sociedad de las mujeres, tanto en el ámbito sanitario como en el del hogar, y ello hace que sea mucho más sangrante y urgente reconocer las injustas desigualdades que todavía sufren en esta sociedad.

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El día reivindica, por otro lado, el importante rol familiar que muchas veces ejercen los tíos, cuyo día hoy celebramos para valorarlos justo como los segundos padres que son o deben ser. La conciencia de su pertenencia familiar hace que la fraternidad que hemos vivido en el seno del hogar paterno se extienda, sin romperse ni minusvalorarse, a los hogares formados por hermanos que se convierten ipso facto en “tíos” de sus respectivos descendientes. No me cabe la más mínima duda de que la valoración adecuada de los tíos, que va del rol de padres suplentes que les toca ejercer muchas veces a la confortabilidad que ofrece una familia más amplia, contribuye poderosamente a afianzar y potenciar el sentimiento de fraternidad entre todos los seres humanos. Este es un bonito día para reconocerlo y festejarlo, sobre todo cuando la liturgia nos invita hoy a un gran banquete familiar.

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Digamos, como anécdota, apéndice o postre de este desayuno que, cuando estamos enfrascados en una lucha a muerte con el que se ha convertido en enemigo común de toda la humanidad, el coronavirus, la mañana nos emplaza a no perder de vista la lucha emprendida hace tiempo contra las “fracturas hidráulicas” (las técnicas de “fracking) con que en muchas partes del mundo se extrae del subsuelo gas y petróleo, pues hoy se celebra también el "día internacional contra el fracking". La enconada discusión sobre sus inconvenientes y ventajas parece decantarse en la contundencia que tiene aquello de “pan para hoy y hambre para mañana”, pues se trata de una energía cuya obtención deja tras de sí un desastre ecológico. De ahí que la celebración sea “contra”, no para impulsar y potenciar un proyecto, sino para parar y desechar una técnica equivocada. Es obvio que la humanidad, además de convertirse toda ella en una “fraternidad humana”, necesita optar, en cuanto a energía se refiere, por el consumo racional de energías limpias, que están ya al alcance de su mano.

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Este sabroso postre, el de disponer de una energía limpia para que la vida funcione en todo el mundo, añade a los manjares suculentos y a los vinos de solera de nuestro banquete litúrgico de hoy la confortabilidad de un ambiente cálido que nos invita a salir de nuestro frío encogimiento anímico para dar rienda suelta a todas nuestras potencialidades. El día nos invita a celebrar un gran banquete, a asentar ya en el seno de la familia universal el prometido, y sin embargo presente, reino de Dios. Hoy somos, aunque todavía nos cueste aceptarlo y proceder en consecuencia, siete mil quinientos millones de granos de trigo, amasados en un solo pan, y siete mil quinientos millones de granos de uva, exprimidos en una sola copa. Una humanidad. Una iglesia. Una eucaristía.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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