Desayuna conmigo (jueves, 27.8.20). Mártires, testigos de la vida

Testimonios pictóricos

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Al hablar de “mártires”, seguro que la mente se fija en el elenco impresionante de cuantos cristianos han dado su vida por su fe y cuyas vidas han sido reconocidas como ejemplares, santos, por solo ese hecho. La mayoría de ellos se han ganado unas líneas en el martirologio cristiano. Los mártires abundan a lo largo de toda la historia de la Iglesia, incluso de la de nuestros días, cuando tantos cristianos son sacrificados bien porque no reniegan de su fe cuando se les exige, bien porque son miembros de la Iglesia y practican su fe en lugares en los que distintos fundamentalismos no lo permiten. Nada que objetar ni al valor objetivo del testimonio de fe dado por los mártires ni a su reconocimiento como santos, salvo el hecho de que, como ya hemos insistido en ello, la “santidad” es cualidad divina de la que participa plenamente toda persona que, al abandonar este mundo, entra de lleno en la esfera divina.

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Pero hoy no es día para referirse a los “mártires cristianos”, los mártires “testigos de la fe”, los que ofrecen su vida a Dios, aunque esa vida siempre y en todo momento sea de Dios como don que él mismo hace a cada uno de los vivientes. El día de hoy nos pone delante otro tipo de “martirio”, el de quienes arriesgan o sacrifican su vida por sus semejantes, que es una forma más útil y segura para sacar un buen partido de la donación de la propia vida, pues Dios no necesita nuestra vida para nada, pero los otros seres humanos sí que la necesitan muchas veces. En este sentido, por ejemplo, podemos llamar mártir a quien se adentra en una casa en llamas para salvar vidas o se arroja al agua para rescatar a un náufrago. Pues bien, el día de hoy nos trae a colación otro tipo de mártir, reconocido oficialmente como “mártir de la medicina”: un día como hoy de 1885, el estudiante de medicina peruano Daniel Alcides Carrión se hizo inocular sangre macerada de una tumoración verrugosa, infectada con bartonella bacilliformis, con la finalidad de contribuir al estudio y manejo de la ahora conocida como enfermedad de Carrión, una variante de la bartonelosis, para estudiar mejor su desarrollo y evolución en los infectados.

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El proceso fue descrito en los siguientes términos: Carrión optó por la autoexperiencia, un método de investigación válido en aquella época. El 27 de agosto de 1885, los doctores Leonardo Villarala y Evaristo M. Chávez le practicaron cuatro inoculaciones en los brazos. Los primeros síntomas de la enfermedad se presentaron 23 días después, el 20 de septiembre. Día a día, Carrión escribía la evolución de la enfermedad hasta que, encontrándose muy enfermo, fue llevado al Hospital Maison de Santé para una transfusión sanguínea que no pudo realizarse por su deterioro. Tengamos en cuenta que en esa época aún no había reposición de fluidos y las transfusiones de sangre no eran seguras. El héroe de la medicina peruana fallecería cuarenta días después del inicio del proceso.

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Me he fijado en este acontecimiento porque hoy nos enfrentamos a algo, cuando menos, parecido: las vacunas contra el coronavirus, que alcanzan ya las últimas fases de la experimentación al dar el salto de la aplicación de animales a seres humanos. La diferencia fundamental es que Carrión sabía que podía morir por el experimento, mientras que los voluntarios para aplicar las mencionadas vacunas lo que esperan es protegerse, aunque saben que con su gesto, corriendo pequeños riesgos, contribuyen a salvar muchas vidas humanas. Dados los riesgos inherentes a ambas situaciones, sí que podemos hablar en ambos casos de “héroes” que están dispuestos a sacrificar su vida en beneficio de los demás.  Y, porque no hay mayor amor que el de dar la vida, todos ellos son testigos acreedores al honorífico título de “mártires de la ciencia”, lo que no desdice la fe, sino que la rubrica. En cuanto a la perspectiva cristiana del tema, ¿acaso no se comportan todos ellos como granos de trigo sembrados en tierra para fructificar? Por ello, desde las columnas de este blog damos un cerrado aplauso a todos los voluntarios que hoy mismo se prestan a probar en sus cuerpos las vacunas que pronto nos salvarán a todos del coronavirus.

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Aunque nada tenga que ver con el caso, recordemos, siquiera, lo que en investigación científica supuso el lanzamiento, un día como hoy de 1962, de la sonda Mariner 2 hacia Venus, nave que alcanzó su objetivo casi cuatro meses después y se mantuvo activa hasta el 3 de enero de 1963. Fueron muy importantes los logros derivados tanto de la información transmitida por la sonda como del proceso de su acercamiento a Venus, durante el que desde la Tierra se repararon dos importantes fallos.

El día de hoy nos sitúa, además, ante bellos testimonios de la fe cristiana de mano de dos excepcionales artistas, uno italiano, Tiziano, y otro español, Zurbarán, fallecidos ambos un día como hoy, de 1576 el primero y de 1664 el segundo.

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Tiziano es uno de los mayores exponentes de la “escuela veneciana”, calificado en la Divina Comedia como “el sol entre las estrellas”.  El conjunto de su obra “se caracteriza por el uso del color, vívido y luminoso, con una pincelada suelta y una delicadeza en las modulaciones cromáticas sin precedentes en la Historia del Arte occidental”. En su obra hay una gran evolución hacia un realismo más descarnado y punzante: “las escenas se vuelven más descarnadas y se van desnudando de lo accesorio para quedarse con la esencia. En el primer Santo Entierro de 1528 (Museo del Louvre) sus personajes aún depuran una cierta dulzura, influencia de Rafael, mientras en el Santo Entierro de 1559 (Museo del Prado), la esquina del sepulcro nos introduce violentamente en la escena, agitada por el cuerpo ladeado de Cristo y por los movimientos trágicos de los protagonistas. En esta, el paisaje ha desaparecido y los colores se han vuelto más agrios”.

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Zurbarán, pintor del Siglo de Oro español, contemporáneo y amigo de Velázquez, “destacó en la pintura religiosa, en la que su arte revela una gran fuerza visual y un profundo misticismo. Fue un artista representativo de la Contrarreforma. Influido en sus comienzos por Caravaggio, su estilo fue evolucionando para aproximarse a los maestros manieristas italianos. Sus representaciones se alejan del realismo de Velázquez y sus composiciones se caracterizan por un modelado claroscuro con tonos más ácidos”.

En el catálogo de la exposición de 1988 podemos leer lo siguiente sobre su obra religiosa: “exceptuando a El Greco, y quizá también a Velázquez, que es igual, sino superior, Zurbarán superó a todos los demás pintores españoles. Además, su obra tiene mucha relación con las tendencias actuales de la pintura. Sin embargo, su obra no es conocida ni apreciada en su justa medida… La característica de su obra es mostrar todo aquello que la pintura puede ofrecer respecto a la realidad humana… Presenta a sus santos y a sus monjes en la vida psíquica más concisa, pero a la vez más atormentada por las graves inquietudes espirituales provocadas por el deseo de aproximarse a Dios. En sus cuadros no expresa ningún sentimiento terrible. Para él, la muerte no tiene nada de espantoso”.

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La vida y los pinceles se nos han convertido hoy en testigos y testimonios de vida y de fe. En nuestro tiempo hablamos constantemente de valores sin saber realmente lo que son, como si se tratara de una especie de cualidades añadidas a la vida (“educación en valores”, decimos) cuando en realidad los valores son la vida misma. Valor es, pues, todo lo que enriquece la vida y contravalor, lógicamente,  todo lo que la empobrece, en cualquier orden de acción. Ahora bien, utilizar la vida como ofrenda o servicio a Dios y a los demás seres humanos es “martirio” y plasmar el sentir religioso en la pintura es una bella confesión de fe. Las cosas son así, de tal manera que en todo cuadro bello podemos ver a Dios y donde un ser humano se ocupa de otro, regalándole su tiempo, sus haberes e incluso su vida, debemos ver la mano de Dios.  Afortunadamente, nuestro desconocimiento de cuanto acontece cada día en el mundo no es óbice para saber, a ciencia cierta, que por doquier hay miles de mártires y testigos de que Dios no solo está siempre a nuestro lado, sino también dentro de nosotros mismos.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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