A salto de mata – 18 Razones para confiar en Jesús

Seguir vivo es la gran cuestión

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La verdad es que, analizadas fríamente las cosas, a la postre me importa muy poco que me digan que mi fe cristiana me obliga a confesar que, de cielos arriba, Jesús de Nazaret es el Cristo, hijo de Dios, no adoptado sino natural o engendrado, y que, de cielos abajo, la suya fue una concepción mítica, pues el imprescindible espermatozoide masculino para fecundar el óvulo femenino fue aportado por un soplo del Espíritu Santo; que, a tenor del dogma de la virginidad perpetua de María, no pudo tener más hermanos; que el caudaloso río de su personalidad nace de dos fuentes o se nutre de dos afluentes (naturalezas) y, finalmente, que, para quedarse a nuestro alcance, se camufla en un trozo de pan trocando sus respectivas substancias. ¿Por qué debería importarme todo eso si, en última instancia, confesarlo no me obliga prácticamente a nada y me deja tan pancho? O puede que sí me importe por la ilusión de sentirme construido sobre roca o de poseer una verdad intocable.

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Cuestión importante es saber si todo eso puede seducir, incluso a un ser tan ruin y pragmático como yo, para depositar en Jesús de Nazaret una confianza exigente hasta el punto de seguirlo sin rechistar por el camino de cruz que trazan sus enseñanzas y que fue su propia vida. ¿No ocurriría, más bien lo contrario, que lo asustaría hasta el punto de tomar las de Villadiego, justo como hizo el joven rico al que él mismo invitó a seguirle? Me lo pregunto porque, en vez de hallarse uno ante una figura señera, podría tener la sensación de hacerlo frente a un bicho raro, un “alocado” en absoluto fiable, tal como llegaron a considerarlo sus mismos familiares. Tras lo dicho, puede que no pocos saquen la conclusión de que me estoy poniendo por montera un buen puñado de sacrosantos dogmas intocables, la formulación de algunos de los cuales desencadenó, sin embargo, no pocas trifulcas y gestó enconadas enemistades, sobre todo del lado de los que por ello fueron anatematizados.

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Pero la verdad es que, de entrar a fondo en los intríngulis de cada dogma y de analizar detenidamente las circunstancias que acompañaron su formulación, puede que, en vez de toparnos con esplendorosas verdades eternas, tuviéramos más bien la sensación de nadar entre ramplones intereses cruzados, o de que la formulación de alguno de ellos sonó como un fuerte puñetazo autoritario en la mesa de negociación para zanjar una mera cuestión especulativa, o de que se llevó a efecto una atrevida cirugía cortando por lo sano, en torpe poda, ramajes en floración. “Lo dijo Blas, punto redondo” es un desahogo popular que vendría aquí muy a cuento. Dejemos claro, sin embargo, que nada hay más lejos de mi intención que tirar a la basura el principio de autoridad de nuestra Iglesia institucional, si bien, por una altivez que nos causa no pocos quebraderos de cabeza, muchas veces no demuestra la finura necesaria para captar el soplo del Espíritu Santo, que es el único que en definitiva garantiza su supervivencia a través de los siglos.

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Volviendo a la figura de Jesús de Nazaret, lo poco que sabemos de su vida por los libros del Nuevo Testamento es un gran tesoro para la humanidad. En ellos hallamos trazos suficientes para delinear un camino de humanización muy diferente del que hoy seguimos, que tanto denostamos y por el que tanto sufrimos. Para madurar en lo humano, de poco nos han servido los increíbles avances científicos que facilitan nuestra vida y tampoco los encomiables ejemplos de los muchos maestros y líderes que a lo largo de los siglos han tratado de guiarnos. Pero no deberíamos perder de vista que tales libros fueron escritos con el propósito principal de consolidar y fortalecer las primitivas comunidades cristianas. De ahí que no debamos tomarlos al pie de la letra, pues no son biográficos, sino didácticos y apologéticos. Libros, en fin, de contenido moral, no dogmático, que no nos hablan de un cristianismo como depósito de fe, sino que exponen una guía exigente para seguir a Jesús. Libros en cada una de cuyas páginas se percibe claro el eco de “vende cuanto tienes, ven y sígueme”.

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A resultas de todo ello, es obvio que el cristianismo no es una “cosa”, unos libros, unos dogmas, un credo, unas verdades intocables; ni tampoco una pirámide institucional en cuya cúspide se sitúa un papa, lumbrera de la humanidad y vicario de Jesucristo, sostenido por pomposos cardenales, atrabiliarios obispos y sagrados presbíteros, que se mueven acaparadores en un tablero de ajedrez en el que avasallan a insignificantes peones; ni mucho menos un tesoro artístico, cifrado en esbeltas catedrales, misteriosas basílicas, recoletos templos, acarameladas estatuas, ricos ornamentos y áureos cálices; ni tampoco, finalmente, un voluminoso Código Canónico que somete a meticulosas normas todo el ser y el acontecer cristiano. Dicho con absoluta sencillez y claridad, el cristianismo es, sobre todo y ante todo, una “forma de vida” al estilo de la de Jesús, que nos sitúa en la órbita divina (la de Dios como padre) y nos emplaza a ocuparnos seriamente de todos los demás (“amaos como yo os he amado”).

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Aun a riesgo de incomodar o “escandalizar” a muchos como si me propusiera desfondar la clave de la más genuina teología paulina, diré que lo que debe importarnos a los cristianos no es que el crucificado Jesús de Nazaret resucitara o no al tercer día hace ahora algo más de dos mil años, sino que hoy siga vivo entre nosotros. Digamos que la dicotomía cuerpo-alma, tan griega como la de materia-forma, es meramente dialéctica, por más que todavía siga encuadrando nuestra forma de pensar. Carece de sentido decir que es el “cuerpo” el que resucita o que uno pueda vender su “alma” al diablo. Lo que realmente somos cada uno de nosotros es una persona como unidad de conciencia. Son nuestras neuronas las que piensan y es nuestro cuerpo el que vive, razón por la que podemos afirmar también que las neuronas viven y el cuerpo piensa. Nuestra personalidad y nuestro espíritu son carnales. De ahí que lo que realmente importa es estar vivos, aunque ocurra de una forma de la que todavía no tengamos experiencia. Por ello, lo que de Jesús debe importarnos es que siga vivo entre nosotros, que la muerte no pueda con él ni lo reduzca a la nada. Para fiarnos de Jesús debemos sentirlo vivo.

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Ese “vivo entre nosotros” significa que se pone tan al alance de nuestra mano que incluso podemos tocarlo y cuidarlo. Renovar hoy a fondo la Iglesia solo podrá lograrse si lo que realmente nos importa es que Jesús siga vivo a nuestro lado, compartiendo nuestra vida, no que haya un Cristo glorificado, un terrible juez insobornable que amenaza en llegar como un ladrón el último día o un rey de cielos y tierra por sentarse a cuya diestra se pelearon los Apóstoles. El escenario del “más allá”, como si de la cara oculta del tiempo se tratara, no debería preocuparnos en absoluto porque nada de lo que en él exista u ocurra es incumbencia o responsabilidad nuestra. Cuanto de él se nos ha contado no son, por lo general, más que horrorosas elucubraciones apocalípticas, fiebre de la que ni siquiera Jesús se vio libre, o inauditas especulaciones de intrépidos teólogos medievales que, en su ignorancia, se atrevieron a compartimentar el Cosmos entero en escenarios llenos de tramas de feliz comedia, como el “Cielo”, o de candente tragedia, como el “Infierno” y el “Purgatorio”, o de inocente vacuidad, como el “Limbo”, este último afortunadamente ya caducado y clausurado gracias a la preclara mente y al genio teológico del papa BXVI.

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En resumidas cuentas, lo que inspira confianza en Jesús de Nazaret no es su alambicado o complejo ser, sino su hermosa vida. Mientras su majestuosa imagen divina podría amilanarnos e incluso aterrarnos, la candorosa humanidad testimoniada por el Evangelio, que lo abaja a nuestra condición y lo pone a nuestro servicio, lo convierte automáticamente en un modelo sumamente atractivo para todo el que se plantee a fondo el sentido de su propia vida. Puede que, de tenerlo ahí delante, también nosotros lo tomáramos por loco, como también lo hacemos con quienes en nuestro tiempo están tan fuera de sí que siguen sus pasos desviviéndose por sus semejantes. Pero ¿quién, al menos en su foro interno, no desea ser bueno, hacer el bien y mejorar en algo el calamitoso mundo en que vivimos? ¿Alguien sería capaz de rechazar un poder mágico para quitar hambres, curar enfermos, consolar a los tristes y devolver la esperanza a los potenciales suicidas? ¿Acaso la locura no es, más bien, propiedad exclusiva de quienes, sin ni siquiera ruborizarse, bendicen y aplauden el odio y, sin miramientos, pisotean el amor? ¿Cómo no fiarse, entonces, de quien proclama con autoridad las bienaventuranzas, de quien realza la conmovedora bondad del padre del hijo pródigo, de quien pone como ejemplo la bonhomía del buen samaritano? ¿Acaso la insensatez de la oveja perdida, protagonista de la liturgia de hoy, no le permite alegrarse de que el pastor la haya echado de menos y haya salido en su búsqueda para librarla de los lobos? ¿Podría alguien desconfiar de quien todo lo hace bien y trata de ser imitado en su afán de bondad a cualquier precio?

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La reflexión de hoy me lleva a la profunda convicción de que Jesús vive entre nosotros y de que nos invita permanentemente a seguir sus pasos. Pero no lo hace como si de nuevo se hubiera encarnado en cosas, en cargos, en dignidades, en formulaciones teológicas y en ritos varios, por mucha “sacralidad” que le echemos encima a todo ello. Jesús no puede habitar hoy en lo inerte, sino en lo vivo. Su hogar no son nuestros recoletos dorados sagrarios, sino las doloridas vidas humanas que nos acompañan, sobre todo las de quienes necesitan ayuda para vivir: los pobres, los enfermos, los desesperados, los expatriados, los explotados. Frente al desolador panorama que tenemos delante, la tarea que como a cristianos se nos ofrece es inmensa y la mies a recoger, mucha. Los signos de los tiempos nos retan a no seguir tumbados ni cruzados de brazos, sino a ponernos de pie y a doblar el espinazo. Quien cifre su fe en compadecer, acompañar y aliviar a Jesús crucificado, supuestamente abandonado en los sagrarios, debe saber que este solo se pone a su alcance en la figura de los crucificados de nuestro tiempo.

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La religión se nos muestra hoy con tantos ropajes apolillados y malolientes que se nos hace repulsiva y rechazable. Pero, tras despojarla de tantas adherencias inconvenientes, debemos ahondar en sus contenidos y enriquecernos con la vida que atesora. ¿Acaso no hemos aplaudido con fervor al personal sanitario cuando la VOVID-19 más nos ahogaba y jaleado a los investigadores en su ímprobo trabajo por conseguir, trabajando a destajo, vacunas salvadoras? Si una tragedia transitoria nos ha conmovido hasta ese punto, ¿podemos rechazar a quien no solo vela en serio por nuestra salud, sino también nos ofrece una forma de vida mucho mejor? No deberíamos llamar locos a quienes hoy se desviven por sus semejantes ni tampoco a quien nos invita a saciar el hambre propia dando de comer a los hambrientos, a sanar nuestras propias llagas curando las ajenas, a escapar de la propia soledad acompañando a los desesperados de la vida. Si hoy somos capaces de “seguir” fervorosamente a tantos deportistas y músicos como a ídolos o de erigir en “estrellas” a tantos actores por atractivos muy cuestionables, ni siquiera me atrevo a imaginar de lo que seríamos capaces si de veras nos decantáramos por un ídolo o por una estrella que, además de ser Dios, se comporta como un ser humano que se nos entrega por completo sin guardar nada para sí, ni siquiera su propia vida. Ahí lo dejo para que cada lector saque sus propias conclusiones.

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