Lo que importa – 42 Templos y catedrales
Adoración en espíritu y verdad
Habiéndose sembrado el cristianismo, primero, en las casas de los creyentes o en recintos a resguardo de la curiosidad popular y, más tarde, incluso en las catacumbas, a cualquiera debería asombrarle que, con el paso del tiempo, la Iglesia se haya convertido en la mayor fábrica de templos y de edificios tan suntuosos como las basílicas y las catedrales. Acostumbrado a vagar a su placer, no hay manera ni razón para cercar al Dios creador, el de nuestra fe, y, mucho menos, para encarcelarlo tras gruesos muros y rejas. Si de verdad creemos que está en todas partes, en todas partes puede ser abordado, bendecido y adorado.
Con solo mirar a España, digamos que en ella se han construido sobre 110 catedrales, 130 basílicas y 42.258 templos. Sevilla, por ejemplo, con sus 125 templos, es la segunda ciudad del mundo que más tiene, tras Roma, en la que se cuentan unos 800. Baste este simple apunte, al alcance de cualquiera en Internet, para darnos cuenta del tremendo esfuerzo que los cristianos han hecho a lo largo de dos mil años para levantar tantos edificios monumentales con el propósito de atrapar a Dios en ellos para, dicho sea sin irreverencia, manosearlo a su antojo. Ingente trabajo sin más productividad que la de dar de comer, seguramente de forma muy precaria, a la mayoría de los que llevaron a efecto tales maravillas de monumentos. ¿Cabría denunciar aquí con fundamento tan gran despilfarro, tal como hizo Judas ante Jesús por el derroche de la Magdalena al derramar un caro ungüento sobre sus pies (Jn 12: 3-7)? Sea cual sea la posible respuesta, es obvio que la Iglesia oficial actual, la iglesia clerical, llamada a calzar sandalias y a caminar sin alforja, se erige en rica heredera de un patrimonio artístico incalculable que, para mayor inri, cada día sirve menos al culto reglamentario y más a la creciente demanda turística.
Tras el encuentro de Jesús con la Samaritana, los cristianos deberíamos tener muy claro que ni el templo de Jerusalén ni el monte Guerizín, ni ningún otro de similares características, son lugares exclusivos para adorar a un Dios que, por ser espíritu, puede ser adorado en cualquier parte. ¿Por qué entonces el tremendo afán de construir templos, a cual más suntuoso, incluso en pequeños pueblos y aldeas, a costa de tantos esfuerzos y sacrificios, con serio quebranto de las economías domésticas de los creyentes? Lo digo porque, de una u otra forma, todos los templos, incluidas las catedrales, han sido construidos a expensas del pueblo. Construir tanto y tan suntuoso se debió posiblemente a un afán desmedido de dominar las conciencias para someterlas, primero, a los sacrificios necesarios para la construcción, y, después, a la reclusión en ellos para relacionarse oficialmente con Dios. Me quedó muy grabada la imagen del buen misionero que, en una iglesia de Madrid abarrotada, decía en los años setenta que un billete de mil pesetas, depositado en la bandeja petitoria que iban a pasar para recaudar fondos para construir un templo en misiones, equivalía a un ladrillo para el chalet que poco a poco cada uno debe ir construyéndose en el cielo a lo largo de la vida. No es de extrañar que, estando yo sentado en uno de los últimos bancos de aquel templo, cuando la bandeja pasó delante de mí estuviera acopetada de billetes.
Frente a la libertad omnímoda de los auténticos adoradores del Padre está la cárcel de los templos. No digo que no se pueda adorar a Dios en ellos, pues Dios está también allí como en cualquier otra parte, pero sí denuncio que lo cristiano consista precisamente en ello. De hecho, a Jesús lo vemos con relativa frecuencia en la sinagoga, hablando o discutiendo, siempre enseñando, pero raramente en el templo de Jerusalén. Para orar o hablar con su Padre prefería cualquier rincón o lugar recoleto. ¿Cabe imaginarlo, por ejemplo, haciendo el Camino de Santiago o viviendo tras los barrotes de un monasterio? El suyo fue un ministerio de caminos polvorientos, de hospedajes humildes, incluso de dormir a la intemperie, de brega continua para instruir a los humildes y achantar a los soberbios, de esfuerzo sostenido, en suma, para aliviar todo tipo de calamidades humanas.
Hay, pues, una dimensión prioritaria en su misión de Mesías salvador, que apunta hacia el hombre hasta incluso valorar sus entrañables relaciones con su Padre como repostaje para no fallecer en el esfuerzo de sanación. De ahí que, a la hora de cuestionar si uno es realmente cristiano o no, en vez de preguntarle si cree que Jesús es Dios y que está realmente presente en la Eucaristía, debería preguntársele si está dispuesto a compartir su propia vida con los hermanos. Es el buen obrar, al estilo de Jesús, lo que nos hace realmente cristianos. La celebración del domingo como día del Señor debería cifrarse, mucho más que en oír misa, en compartir alimentos y tiempo con los hermanos; mucho más que en acudir a su celebración, en hacerse realmente eucaristía.
No me cansaré de repetir que el cristianismo no es una religión vertical, férreamente jerarquizada, de riguroso monoteísmo excluyente, pétreamente esculpida en una roca cual palabra de Dios definitivamente pronunciada, sino en una forma de vida que solo descubre el cielo cuando convierte la tierra en espejo suyo y se nutre de humanidad. Solo se puede ser cristiano haciéndose eucaristía, es decir, dejándose comer, lo que, dicho con otras palabras, equivale a dar todo de sí (venderlo todo es la consigna evangélica) en beneficio de los hermanos. De condensar todo ello en una sola palabra, esa palabra es obviamente “amor”. El cristianismo, por muchas vueltas que le demos y por gruesos volúmenes de teología y espiritualidad que escribamos, es sinónimo de amor. Donde hay amor, hay cristianismo. Sus únicos oponentes, todo eso que hemos dado en llamar el “imperio del mal”, son la indiferencia frente al calamitoso acontecer humano y el odio entre hermanos. El cristiano no puede ser ni indiferente ni odiar; debe amar, darse a sí mismo, regalar su haber, su tiempo y, si fuera preciso, su vida.