Desayuna conmigo (sábado, 11.7.20) Aquí y ahora

¡¡Gol!!

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La pérdida de seres queridos, cuyo dolor ha aumentado la desolación por la forma en que muchas muertes han ocurrido a lo largo de la pandemia que padecemos, nos lleva a valorar la enorme fuerza expresiva que tiene un solo instante para decir una palabra cálida o para dar un simple beso o un abrazo. ¡Qué no pagaríamos a veces por volver atrás un segundo! Eso es en lo que me hizo pensar, hace unos días, el mensaje que recibí de un amigo a través de Facebook. Aunque resulte algo reiterativo, la evidencia de lo que dice y la trascendencia de lo que propone me animan a reproducirlo a continuación, en cursiva, para, tras apostillar ligeramente sus recomendaciones, compartirlo esta mañana como alimento con los sufridos seguidores de este blog.

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Tenemos la mala costumbre de valorar algo solo en su ausencia: el dinero cuando no lo tenemos; el tiempo cuando estamos muriendo y la familia cuando la perdemos. Dinero, tiempo y familia son tres grandes haberes y quehaceres, cada uno de los cuales puede por sí solo desencadenar grandes proyectos y colmar las más serias aspiraciones humanas. La falta o el abuso de cada uno de ellos arrastran consigo un gran desastre. El tiempo es oro, solemos decir, y la familia, desde luego, un tesoro

Valoramos el frío cuando hace calor y deseamos que haga calor cuando hace frío.  Podríamos ampliar tan palmaria constatación diciendo que “nunca llueve a gusto de todos”. Frío y calor son dos ejes que mueven los ecosistemas que hacen posible la vida. En vez de incomodarnos pensando en el otro cuando nos llega el momento de cada uno de ellos, haríamos bien en provechar su fuerza específica, la que precisamente entonces echamos de menos.

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Nos quejamos por tener que ir a trabajar y sufrimos cuando el trabajo, cualquiera que sea, nos falta.
El trabajo dignifica; su carencia parasita. La única felicidad posible en este mundo es patrimonio exclusivo de los trabajadores. Por mucho que duela y fatigue, tener algo que hacer en la vida es toda una bendición. Mirando al pasado, cuando se difuminan los contornos de lo vivido, nos hace sufrir la sensación de que hemos perdido el tiempo y de que los años han pasado sin que hayamos hecho algo de provecho. Cuesta encajar entonces que hemos sido un parásito o un zángano, y más imaginar que nos enfrentaremos a la muerte con las manos vacías.

Vivimos recordando el pasado, ya ido; anhelando el futuro, que puede que no llegue, y sufriendo el presente, como una prisión inexpugnable. ¡Qué gran despiste! El pasado solo debería servirnos para enriquecer el presente y el futuro, para potenciarlo. El aquí y ahora es todo el escenario de nuestro poderío, por muy condicionados que nos sintamos y por corto que pueda ser nuestro alcance.

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Nos quejamos de nuestros hijos pequeños y, cuando crecen, deseamos que siguieran siendo niños. Cuando tenía ocho años, me enfadé seriamente con un amigo de nueve porque él no quería esperarme un año para tener los dos la misma edad. ¡Candorosa amistad! Hay un tiempo para cada cosa de tal manera que la que no se hace, se pierde para siempre. Como el tren que pasa y uno no se sube a él. Hay un tiempo para disfrutar de la infancia de nuestros hijos y otro para compartir con ellos nuestra propia madurez, teniendo siempre muy presente que no son nuestros hijos para nosotros, sino nosotros para ellos.

Discutimos con nuestros padres y, a veces, hasta les negamos el saludo, y luego, cuando mueren, daríamos una fortuna por un segundo para abrazarlos y besarlos una vez más. El agua de la fuente no brota de ella dos veces: o la bebes o te mueres de sed. La añoranza culpable por una ausencia indebida es la penitencia que nuestra conducta arrastra consigo.

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Lloramos y sufrimos por lo que nos falta y no reímos y disfrutamos por lo que tenemos. El ayer ya pasó y el futuro no ha llegado. Solo tenemos un “aquí y ahora” que nos permite sembrar. Cada una de estas afirmaciones es una vuelta de tuerca a nuestra tozuda inclinación a jugar el papel de víctimas, lo mismo si somos protagonistas que actores secundarios de la trama de la vida. No es frustrante, sino todo lo contrario, sentir que, habiendo sido nosotros mismos cosecha de lo que otros sembraron,  somos sembradores de simientes cuyas cosechas recogerán nuestros descendientes en una cadena de vida que es toda ella pura gratuidad. 

¿Por qué esperar para decir te amo, no luchar hoy por lo que se desea, poner a buen recaudo las sonrisas y los abrazos, o no despegar los labios para pedir perdón? He ahí toda una cadena de preguntas de sentido común para poner en solfa nuestra mediocre y anodina forma de proceder, pues deberíamos tener siempre presente que el amor, las sonrisas y los abrazos endulzan la vida y que el perdón elimina radicalmente todos los obstáculos.

No nos creemos que el tiempo se acabe, que vayamos a morirnos o que podamos perder lo que tenemos hasta que, sorpresivamente, todo ello sucede. La realidad es que vivimos a flor de piel, cual muñecos movidos por cuerdas, derrochando un tiempo escaso y devaluando cuantos tesoros nos regala profusamente la vida. A nadie debería extrañarle, en esa tesitura, que su vida resulte insulsa, aburrida y triste.

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¿Por qué no disfrutamos del sol cuando brilla, dejamos que la lluvia nos moje cuando llueve, reímos en los momentos de alegría y lloramos en los de tristeza, sabiendo que el sol, la lluvia, la risa y el llanto son parte de la vida? El día y la noche tienen sus horas y sus cometidos. La respuesta a tan oportuna pregunta es obvia: no lo hacemos porque la falta de sentido común hace que no le demos a todo eso la trascendencia que tiene, ni lo valoremos como es debido. La causa se debe a que, al ser muy superficiales, no le encontramos gusto a la sustancia de cada uno de esos aconteceres y preferimos añorar lo que en ese preciso momento no se nos da

El dolor es prueba de que sentimos; el sentimiento, de que hay esperanza y la esperanza, de que se vive antes de morirse. La vida humana es la historia de una conciencia y de un sentimiento que cuajan y fructifican en el “aquí y ahora” que debemos atrapar con fuerza, porque fuera de ese espacio y de ese momento no hay absolutamente nada.

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Todos estos preciosos mensajes concluyen con una advertencia luminosa: a quien se levanta con una sonrisa, un buen día le espera. La verdad es que no es lo mismo tirarse de la cama con un proyecto ilusionante y prometedor en la cabeza que hacerlo como si a uno lo arrojaran a un lodazal o a una prisión. La idea de que todo lo que bien empieza, bien acaba, subyace en muchos sabios refranes españoles. Además, ¿por qué afanarse por el mañana, si cada día tiene su afán? No nos conviene ser ni nostálgicos ni ilusos, sino llenar de amor cada instante de nuestra propia vida.

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Por lo demás, la historia de este día nos obsequia con un grito de victoria y un amargo llanto de tragedia que rubrican los mensajes precedentes. El grito de victoria lo produjo el ¡gol! que brotó de la garganta de millones de españoles enardecidos, un día como  hoy de 2010, cuando Andrés Iniesta marcó, en la segunda parte de la prórroga, un tanto a la Selección de los Países Bajos en el partido final del Mundial de fútbol, jugado en Sudáfrica. En la televisión española vimos cientos de veces un gol del que los españoles nos sentíamos tan orgullosos como si lo hubiéramos marcado nosotros mismos.

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El amargo llanto se debe a la tragedia inconmensurable que se produjo, un día como hoy de 1978, en el Camping de Los Alfaques, un campamento de playa de Tarragona, a solo 3 kms de San Carlos de la Rápita, debido a la explosión de un camión cisterna que transportaba propileno licuado. El resultado fue de 243 muertos y más de 300 heridos graves, entre ellos muchos niños. La devastación tuvo un radio de aproximadamente 1 km, razón por la que, de haber ocurrido unos minutos antes, cuando el camión circulaba por el centro del pueblo mencionado, la tragedia habría sido muchísimo mayor, pues en el pueblo había como unos veinte mil habitantes. Una oleada de dolor incontenible recorrió ese fatídico día toda la geografía española.

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Sabroso y nutritivo el desayuno de hoy por emplazarnos directamente a vivir nuestro momento presente, aquí y ahora, acoplándonos a su contenido, sea de esfuerzo o relax, de llanto o risa, como fue de ilusión en el triunfo de la selección española de fútbol y de enorme tristeza en la tragedia de Los Alfaques. Hablando en cristiano, diremos que cada día nos emplaza a convertir la fe en amor y a armarnos con la fuerza de Dios para perseverar en hacer el bien en toda circunstancia y sin mirar a quién, tal como nos enseñó Jesús con su vida y con sus obras.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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