Desayuna conmigo (martes, 7.7.20) Con los pies en el suelo

 

Y el alma en los cielos

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Por un momento, ayer el funeral episcopal en la Almudena de Madrid por los muertos del coronavirus pretendió arrebatarnos a cielos de doloroso gozo espiritual, valga el oxímoron. Cielos, sin embargo, de puro artificio, circunstanciales, cuya única escalera de acceso era una compunción forzada. Cielos, pues, de dolor profundo y también de otras significaciones ajenas. Lo que realmente necesitamos, tras el ciclón coronavirus, es un baño de realismo en las frías aguas de las lágrimas, aunque algunas sean de cocodrilo, y en las templadas de la esperanza, incluso la de quienes están convencidos de que su camino terminará chocando con la nada. Llorar y trabajar. No nos quedan más caminos. El llanto real por los muertos propios, aunque sean ajenos, y la oración-comunión con ellos no son solo cuestión de un día, de un momento o de un lugar. Nadie podrá despojarnos jamás del dolor de su partida en soledad, ni podrá arrebatarnos la esperanza de saber que siguen vivos en nosotros mismos. La vida es siempre así de hermosa, tanto en el dolor que culmina en la muerte como en la esperanza que engendra comunión.

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Y aquí seguimos, este 7 de julio, con un toque de atención que nos invita a poner los pies en la tierra, pues desde 1963 no en vano se viene celebrando el “día internacional de la conservación del suelo”, en honor al científico americano Hugh Hammond, para quien: “la tierra productiva es nuestra base, porque cada cosa que nosotros hacemos comienza y se mantiene con la sostenida productividad de nuestras tierras agrícolas”.  De ahí que él se esforzara tanto en concienciar a las personas sobre el papel que juega la tierra en el frágil equilibrio del medio ambiente. La deforestación, la explotación excesiva, el abuso de pesticidas y la utilización de maquinaria contaminante (aceites, gasolinas y fueles) terminan por hacer improductiva la tierra, por desertificarla.

Somos ya muchos los seres humanos que vivimos en una casa cuya despensa puede comenzar a vaciarse. Tener los pies en la tierra significa que debemos saber por dónde andamos y qué nos traemos entre manos. Está en juego nuestra propia vida, siempre frágil, como nos ha demostrado con tanta contundencia una cosa tan minúscula como el coronavirus, contra la que nada pueden nuestros descomunales arsenales armamentísticos.

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Por si la sola celebración del día del suelo no fuera bastante, la fecha nos pone delante un elemento importante de la alimentación humana al celebrarse, también hoy, el “día mundial del cacao”, que es la base o el componente principal del chocolate, ese que puede que sea, como dicen algunos, “el alimento de los dioses”, pero que ciertamente hace las delicias de los hombres. Es una celebración interesante, aunque sea reciente, pues solo viene haciéndose desde diez años, desde cuando la Academia francesa del chocolate y la Organización internacional de los productores de cacao se pusieron de acuerdo para darle a estos productos el reconocimiento social que merecen.

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La principal consumidora de chocolate, con casi millón y medio de toneladas al año, es Europa. Cristóbal Colón fue el primer europeo que probó el chocolate amargo, elaborado por los mayas. Se trata, pues, de un alimento relativamente reciente, pues llegó a Europa desde América en 1550. Las fábricas europeas del chocolate, que hoy llena de color y sabor nuestras mesas y anima nuestros mejores momentos de convivencia, son de los siglos XVII y XVIII. No sé qué les ocurrirá a los demás, pero a mi si que me encanta invitar a mis nietos y a las mujeres de mi vida actual (mi esposa y mis nueras) a merendar chocolate con churros.

Con estas celebraciones, el día nos da un toque serio de atención sobre la fertilidad de unos suelos que solo podrán seguir produciendo delicias para nosotros a condición de que, procediendo con sentido común, ahormemos como es debido nuestras habituales conductas depredadoras con el medio ambiente.

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Y de los suelos, que debemos conservar siempre en buen estado de productividad, el día nos invita a pasar a los cielos para asistir complacidos a la canonización, un día como hoy de 1946, de la primera santa estadounidense, la Madre Cabrini, fundadora de una congregación consagrada a la asistencia social. Para su beatificación bastó que devolviera la vista a un niño que se había quedado ciego y, para su canonización, que curara a una monja de una enfermedad terminal. El papa Pío XII la nombró patrona de los inmigrantes en 1950 y el American Committee on Italian Migration la declaró, en 1952, la inmigrante italiana del siglo, una santa, por tanto, cuyos patronazgos tienen hoy una ingente tarea por delante. Lo digo porque, si bien los seres humanos, desde los albores mismos de la humanidad, hemos sido, por así decirlo, de "culo inquieto", en permanente búsqueda de nuevos aposentos, en estos momentos ese continuo trasiego se ve incrementado por los vaivenes políticos y económicos de muchos países.

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Sin salirnos del ámbito de las estrellas celestiales, justo es que hoy hagamos siquiera mención de la curiosa celebración, por todo lo alto, de la “no-celebración” de los Sanfermines pamplonicas, en un año tan atípico que nos obliga a celebrar tantas “no-fiestas”. Ello viene a demostrar que los Sanfermines son fiestas no solo para los pies ágiles de los corredores de toros, sino también para las almas de un pueblo que, a fuerza de extroversión, música y cuernos, se echa a la calle para acoger a todo tipo de foráneos e integrarlos en su primorosa forma de vida festiva. En la base de todo ello, como sostén y alimento espiritual, está nada menos que Fermín de Amiens, el misionero que fue obispo, primero, de su ciudad natal y, después, de Pamplona, donde la devoción popular lo vistió de torero. Entre los excesos de todo orden que en esas fiestas suelen cometerse, algunos desgraciadamente con mucha trascendencia social, en la no-celebración de este año no estará el del cansancio del brazo de San Fermín moviendo de aquí para allá su capote protector. Seguro que, aun sin celebración, los Sanfermines de este año no dejarán de ser un trozo y un instante de cielo en la vida de tantos navarros y de  tantísimos aficionados a los toros y devotos de san Fermín.

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Finalmente, el día nos lleva, surcando los cielos del arte, a Lisboa, donde un día como hoy de 2007, como resultado de una encuesta mundial, realizada por la empresa New Open World Corporation entre más de cien millones de encuestados, se eligieron, entre casi cien candidatos, las siete maravillas del mundo en su versión moderna. Obviamente, no se trató de una selección rigurosa y científica, basada en razones artísticas objetivas, si bien el resultado refleja los gustos y sentimientos estéticos de la mayoría de los encuestados. Los monumentos elegidos en esta ocasión como las siete principales maravillas del mundo fueron: Chichén Itzá, en México; el Coliseo de Roma, en Italia; la estatua del Cristo Redentor, en Río de Janeiro, Brasil;  la Gran Muralla china; Machu Picchu, en Perú; Petra, en Jordania y el Taj Mahal, en Agra, India. Digamos, cuando menos, que los monumentos elegidos sí que son siete maravillas de un mundo en el que la mano del hombre ha demostrado ser capaz de imaginar y plasmar el cielo en sus obras.

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Aunque nos toque caminar con lágrimas en los ojos, nos anima la esperanza de recorrer como es debido nuestro camino y de ir dejando huellas significativas para cuantas generaciones vengan tras nosotros. Los cristianos sabemos que vivimos dentro de la que, sin la menor duda, es la mayor de las maravillas obradas por un solo hombre: la de la redención obrada en una cruz, la de una Iglesia que es comunión en la que cabemos todos y no sobra nadie, porque ella sí que es tierra fértil, alimento sabroso y fiesta eterna. Tal es el grito que emite el día de hoy para amortiguar nuestro llanto por quienes,  sin habernos abandonado, se han ido en silencio de nuestro lado.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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