Desayuna conmigo (martes, 7.4.20) La salud es sagrada
Atentados insensatos


Es obvio que el hecho de vivir comporta muchos riesgos y que muchas de las enfermedades que padecemos se deben al mero hecho de tener una vida abocada irremediablemente a un fin. Quiero decir con ello que hay muchas enfermedades que no dependen en absoluto ni de nuestra voluntad ni de nuestros propios comportamientos. Además, estamos sometidos a acontecimientos, propios de la naturaleza en que vivimos, que pueden causarnos no solo traumas, sino incluso la muerte. Pero otras muchas enfermedades que padecemos dependen de hábitos de comportamiento nuestros que dañan claramente la salud. Por no extendernos en el tema, baste señalar el tabaquismo, el alcoholismo, la drogadicción, la glotonería o los deportes de riesgos extremos, tan apetecidos, buscados y agasajados.

Ante esta situación, se me ocurre traer a colación que, siendo Jesús una persona que pasó por este mundo haciendo el bien, una gran parte de ese bien, como prueba clara de su propia misión mesiánica de salvación de los hombres, consistió precisamente en la sanación de enfermedades y dolencias, tales como limpiar a los leprosos, dar vista a los ciegos, descargar de su peso satánico a los endemoniados y curar a todo tipo de lisiados. Es curioso que, estando rodeado de tantos energúmenos a los que vituperó, llegando a afearles que se comportaran como “víboras” y “sepulcros blanqueados”, no utilizara su poder taumatúrgico para bajarles los humos y castigarlos con enfermedades, porque es de suponer que quien tenía poder para curar enfermedades también lo tendría para servirse de ellas como castigo justo, curando a los enfermos y enfermando a los sanos. Claro que, de haberlo hecho así, muchos dirían que no pasó por este mundo haciendo el bien, aunque no deje de ser un bien social apreciable castigar justamente a los soberbios y obligar a los depredadores a devolver lo robado.

De todos modos, el bien de la salud es lo más preciado que tenemos, porque es un bien equivalente a la vida, por encima del cual no hay ningún otro bien salvo que la reforcemos hablando de “vida eterna”. Puesto a encontrar una clave para fijar un código de conducta ética, no hay apoyo más consistente y seguro que la vida misma, de tal manera que podríamos decir que el principio moral por excelencia nos ordena preservar y conservar la vida. Que en este contexto hablemos de vida nos obliga a abrir el abanico de lo que entendemos por vitalidad, pues además de la vida orgánica o física, hay vida también en lo económico, lo social, lo epistémico, lo estético, lo lúdico, lo social y lo religioso. El lector ya ha advertido que acabo de mencionar las vertientes vitales sobre las que fundamenta su sistema de valores el maestro Chávarri, vertientes cuya autonomía debemos salvaguardar y no solo alimentar de más y mejores valores, sino también preservarlas del deterioro que les pueden causar sus correspondientes contravalores.

Visto así, podríamos decir que el concepto de salud atañe a toda la amplitud de la vida humana, es decir, que, además de procurar la salud corporal, debemos llevar una vida económica saneada, una vida adecuada de conocimientos, una vida alimentada de belleza y nutrida de bondad en los comportamientos y de honestidad en los divertimentos necesarios, y, finalmente, una vida social rica y una vida religiosa satisfactoria. Cuanto más respetemos la autonomía de cada una de esas vertientes vitales y más la nutramos de valores, más mejoraremos nuestra forma de vida.

Este martes santo celebramos también la festividad de san Juan Bautista de la Salle, que falleció un día como hoy de 1719, un santo cuya excelente obra de pedagogo y formador de maestros viene a corroborar cuanto acabamos de decir al mostrarnos un camino seguro para elevar nuestra condición humana y mejorar sustancialmente nuestras vidas a base de una adecuada educación. Por otro lado, el navarro jesuita san Francisco Javier, nacido un día como hoy de 1506, fue un misionero de primer orden, miembro del grupo fundacional de la Compañía de Jesús y estrecho colaborador de san Ignacio de Loyola, que se entregó por completo a una misión de servicio total a los seres humamos en el Extremo Oriente. A tan positivas fuerzas podemos añadir hoy todavía una “pincelada” más recordando la muerte de El Greco, ocurrida un día como hoy de 1614, pintor considerado en la actualidad como uno de los artistas más grandes de la civilización occidental. Para mí que su manierismo y excentricismo le habilitaron para captar con sus figuras y colores lo más sublime del espíritu humano, siempre hambriento de más belleza y de mejor alimento espiritual.

Damos hoy, por todo ello, un paso más en la ruta de la santidad de una semana anómala que nos obliga a emprender un viaje o a hacer una procesión a nuestro interior, esa enorme cavidad que todos tenemos dentro y que debemos llenar de vida (recomendación de la OMS), de sabiduría (san Juan Bautista de la Salle), de entrega a los demás (san Francisco Javier) y de belleza (El Greco). Un día, en fin, en el que Jesús nos sale al paso para curarnos, si se lo pedimos, de las muchas enfermedades que padecemos, enfermedades que afean nuestro cuerpo, como la lepra, y que corrompen nuestro espíritu, como la envidia, el odio y la venganza. Quedémonos con que este martes santo, por muy enclaustrados que nos sintamos, nos está invitando a vivir a fondo y con provecho todas sus horas.
Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com