El Dios-evolución

La revisión de Dios sigue su curso a través de la historia del hombre en el mundo. En nuestro tiempo evolucionista proyectamos una religiosidad abierta, coronada por una divinidad asimismo abierta. Fue Teilhard de Chardin quien interpretó lo divino como símbolo de unificación del devenir a través de su espiritualización, cointerpretando al hombre como foco de concentración de la energía cósmica. El motor móvil de semejante convergencia simbólica y real sería un Dios-amor, todo en todos, en un movimiento envolvente propio de la evolución que pasa de lo material a lo espiritual.

A partir de aquí cabría redefinir al viejo Dios, motor inmóvil en Aristóteles, como el Dios apertura y evolución, el motor móvil de la creación. No se trataría tanto de divinizar la evolución cuanto de evolucionar la divinidad, desde la actual perspectiva filosófico-científica. El Dios-evolución no soluciona el mal, pero lo asume a través de su envolvimiento sublimador y trasfigurador, recreador y salvador. En el Dios-evolución proyectamos la divinidad como proyectividad fundamental del universo, es decir, como dinamismo radical. La auténtica divinización sería en este contexto la del amor matricial personificado en el Dios-amor. Ahora bien, el amor dice efusión y quiere la fusión, pero también requiere diferenciación y distinción. El amor es la clave del ser y, por lo tanto, define el ser de los diferentes seres.

En la física contemporánea se intuye la fuerza unificadora de fuerzas que, a modo de ser de los seres, cohesione y diferencie la realidad energética de acuerdo a una especie de armonía atonal. Esta armonía atonal recibe entre los griegos el nombre de “eros”, el cual se traduce como el amor de los contrastes y contrarios.

El Dios-evolución plantea una religiosidad abierta y dinámica, como quería Bergson. La evolución afirma el desarrollo o desenvolvimiento hacia la significación y el sentido desde lo insignificante, un devenir abierto al ser y una búsqueda axiológica del valor. En este aspecto, la evolución es selectiva y significa trasformación y transignificación: no se trata de una superación absoluta de lo real de signo idealista, sino de una “supuración” relacional de signo realista y, por consiguiente, dramática. La evolución no destruye la negatividad, pero la asume positiva o abiertamente, evolutiva o envolventemente. Se trata de la trascendencia que asume la inmanencia, trasponiéndola a un nivel más alto, profundo o significativo.

El devenir evoluciona complejamente desde la inconsciencia a la conciencia. En este horizonte de sentido la figura o figuración del Dios-evolución podría definirse como la conciencia/concienciación del universo, ya apuntado por nuestro Unamuno. En el cristianismo un tal Dios-evolución se afirmaría en la Encarnación como humanización de lo divino en el mundo: es el Dios que muere y resucita evolutivamente.

Este Dios-evolución no es ya el motor inmóvil de Aristóteles, sino el motor móvil de Whitehead. Un tal Dios-móvil parece más cercano a la movilidad del Papa Francisco que a otras inmovilidades pontificias. En el fondo, esta revisión de la divinidad recoge al Dios-abierto de nuestra teología más cristiana, simbolizando una apertura óptica definida como una abertura de la luz u obertura luminosa. En su reciente obra “Evolucionarios”, C.Phipps concelebra la apertura evolucionista como apertura de sentido, capaz de asumir el sinsentido y trascenderlo siquiera inmanentemente. Por su parte, en su obra “Mind and cosmos”, T. Nagel propone una cierta “predisposición cósmica” en el propio proceso evolutivo.

En cualquier caso, como ha escrito T.Dobzhansky, nada tiene sentido en biología salvo a la luz de la evolución. En donde la evolución es la luz zigzagueante, una apertura de sentido, la conciencia de nuestra inconsciencia. Por lo demás, la clave de la evolución está en dejar la identidad abierta o en proceso, pudiéndose redefinir como “didentidad” o identidad herida y diferida.
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