Interculturalismo o diálogo cultural/4

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El interculturalismo va más allá de la mera coexistencia de culturas heterogéneas e incomunicadas, por ser inconmensurables. Es un concepto dinámico que enfatiza la comunicación entre ellas, el intercambio, el diálogo, la reciprocidad, la cooperación mutua y el libre mestizaje.
El interculturalismo señala una dirección ideal para la convivencia entre culturas diferentes. Es congruente con el pluralismo propio de las “sociedades abiertas” (véase Popper: La sociedad abierta y sus enemigos) o democráticas.
El pluralismo en cuanto valor es una conquista de la modernidad frente a la uniformidad monolítica y monocolor del Estado tradicional. A ello contribuyó el protestantismo fragmentando las creencias cristianas. Con ese valor se va preparando la democracia liberal, que es multicolor y que ve en el disenso un valor positivo. La diversidad cultural es, pues, una fuente de riqueza, pero que tiene sus límites.
El interculturalismo promueve el diálogo y la colaboración entre culturas, desde el respeto mutuo. Se opone a la separación y a la marginación de las culturas minoritarias y apuesta por la integración, que no debe confundirse con la simple asimilación (sumisión a la cultura hegemónica).
La convivencia intercultural no es mera coexistencia espacial ni una actitud de tolerancia pasiva de soportar al otro, que lleva a la segregación y a la disgregación. Es más bien aproximación cognitiva y afectiva a los que siendo diferentes son también y sobre todo humanos. Sostiene que es más lo que une a los seres humanos que lo que los separa.
El interculturalismo supera el relativismo multicultural y adopta una postura universalista desde el diálogo entre culturas, evitando la sumisión de unas culturas a otras. La convivencia intercultural propone unos valores universales mínimos, transculturales, que implican el respeto a los derechos humanos, el aprecio de la libertad, la igualdad y la solidaridad, una actitud dialogante y la tolerancia activa, no sólo pasiva o indiferente al otro, que busca el entendimiento, el aprecio y el reconocimiento del otro. Sólo así se puede superar el choque entre culturas propio de los dos enfoques anteriores.
La síntesis interculturalista, al menos en teoría, supera tanto la tesis etnocéntrica como la antítesis relativista y es congruente con una concepción de una ciudadanía cada vez más cosmopolita, más allá de la nación, etnia, religión, idioma o tradiciones diversas. Por ello, concuerda con un humanismo laico, que ya hemos defendido y argumentado, pues es la “humanitas” lo que homologa e identifica a todos los humanos.
Una educación intercultural, por tanto, ha de conducir al diálogo y encuentro entre culturas, no a la confrontación ni al rechazo ni a la clausura en sí mismas. Acepta como positivas las diferencias culturales, pero subordinadas a los valores universales de los derechos humanos. Las diferencias que creen desigualdades o exclusión no son moralmente aceptables, pues la igualdad humana es un valor superior a cualquier diferencia cultural o de otro tipo.
La educación intercultural lucha contra los prejuicios y actitudes negativas hacia grupos culturales diferentes, a menudo discriminados. Supera el hermetismo y la homogeneidad intracultural, cultiva actitudes positivas de aprecio y reconocimiento y es hospitalaria con los emigrantes. La virtud de la hospitalidad, a la que los griegos llamaban “proxenía” (= atención al extranjero o extraño), es un valor muy humano presente en numerosas culturas.
Desde un marco democrático, la educación intercultural defiende la igualdad desde la diversidad, la tolerancia activa y la solidaridad, oponiéndose al racismo y a la xenofobia. Apuesta por la integración, que no se reduce a mera asimilación por la cultura dominante. Trata de armonizar lo universal de los valores transculturales con lo particular de cada tradición, la identidad humana con la diferencia étnica.
En conclusión, la educación intercultural señala una meta educativa ideal como la mejor respuesta a los contextos multiculturales, que se sitúan en el plano real de los hechos. En congruencia con la democracia liberal como forma ideal de convivencia y con el pluralismo consustancial a la misma, es universalista, no relativista y acorde con un humanismo laico para todos.
La educación es necesaria, pero no suficiente. Ha de completarse con las decisiones políticas sobre la inmigración y sobre la mejor forma de organizar una convivencia pacífica entre etnias diversas.